VIVIR EN PENITENCIA

 

La misión de san Francisco y de sus hijos, como la de todo movimiento de signo profético en la Iglesia, es fundamentalmente volver y hacer volver a los hombres a la pureza del Evangelio, a la aceptación del mensaje de vida traído por el Hijo de Dios. Reavivar la vocación cristiana y la conciencia de ser peregrinos de Cristo. Y a la luz de ella poner gozo y libertad, poner amor, en la tarea del existir. Cristo está en el centro del sentido franciscano de la vida.

 

ITINERARIO PENITENCIAL DE SAN FRANCISCO

 

1) Francisco descubre al hombre hermano

 

En el comienzo de su Testamento el santo describe en estos términos el itinerario de su vocación personal: «De esta forma me concedió el Señor a mí, hermano Francisco, dar comienzo a mi vida de penitencia. Cuando yo me hallaba en los pecados, se me hacía amarga en extremo la vista de los leprosos. Pero el mismo Señor me llevó entre ellos y usé de misericordia con ellos. Y una vez apartado de los pecados, lo que antes me parecía amargo me fue convertido en dulcedumbre del alma y del cuerpo. Y, pasado algún tiempo, salí del siglo».

 

Es la experiencia personal de la trayectoria de la gracia en su conversión. Tal experiencia suele iluminar y gobernar la vida entera del convertido. En san Pablo, el «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,5) fue un rompiente de luz que vivificaría toda su visión teológica del misterio de Cristo Señor, presente en sus miembros los fieles, y acuciaría su celo por el Evangelio sin lugar al reposo. Para Francisco, el hecho de haber llegado al encuentro con Cristo a través del pobre, sobre todo a través del leproso, en quien se unen pobreza y dolor, se proyectaría en su concepción total de la Encarnación y del seguimiento del Cristo hermano.

 

Por temperamento y por sensibilidad cristiana el joven Francisco venía ya inclinado a la piedad para con los indigentes. Un día ocurrió que, en un momento de afanosa atención al mostrador en la tienda de paños, despidió sin limosna a un mendigo. Al caer en la cuenta, reprochóse a sí mismo tamaña descortesía, no tanto hacia el pordiosero cuanto hacia el Señor, en cuyo nombre pedía ayuda. Desde aquel día se propuso no negar nada a quien le pidiera en nombre de Dios (1 Cel 17). Dios, centro de referencia de la caballerosidad depurada del hijo del mercader, iba recibiendo, poco a poco, los rasgos de un rostro familiar: Cristo.

 

Francisco, ganoso de renombre, camina rumbo a Apulia entre los caballeros de Gualtiero de Brienne. Viendo a uno de ellos pobremente vestido, le regala su propia indumentaria flamante «por amor a Cristo». A la noche siguiente tiene el sueño del palacio lleno de arreos militares, completado poco después con otro sueño en que la voz del Señor le disuade de proseguir la expedición (1 Cel 5; 2 Cel 5-6).

 

Vuelto a Asís, experimentó profundo hastío de los devaneos juveniles, mientras veía crecer en su corazón el interés por los pobres y el goce nuevo de sentarse a la mesa rodeado de ellos. Ya no se contentaba con socorrerles, «gustaba de verlos y oírlos». El gesto burgués de remediar la necesidad del hermano con un puñado de dinero lo hallaba absurdo. Mientras subsiste, en efecto, la desigualdad derivada del nacimiento o de la fortuna, el amor al prójimo no sazona evangélicamente. Más que dar, es preciso darse, ponerse al nivel del pobre. Y Francisco anhelaba experimentar qué es ser pobre, qué es vestir unos andrajos, el sonrojo de tender la mano implorando la caridad pública (TC 10).

 

La ocasión se le presentó a la medida de sus deseos en una peregrinación que hizo a Roma. A la puerta de la basílica de San Pedro cambió sus vestidos con los harapos de uno de los muchos mendigos que allí se agolpaban; colocado en medio de ellos pedía limosna en francés (2 Cel 8; TC 10). El francés, o más exactamente el provenzal, lengua de trovadores, era la que usaba Francisco cuando, en momentos de exaltación espiritual, afloraba su alma juglaresca (2 Cel 12). Tenía ahora la experiencia de la pobreza real, la del pobre, que es, al mismo tiempo humillación, inferioridad, falta de promoción pública y, a veces, degeneración física y moral.

 

La experiencia decisiva, la que le hizo dar la vuelta, valga la expresión, bajo el acoso de la gracia, fue la de los leprosos. Toda la naturaleza de Francisco, delicada, hecha al refinamiento, se revolvía al espectáculo de las carnes putrefactas de un leproso (1 Cel 17; 2 Cel 9; TC 11). Era el momento de dar a Cristo la prueba decisiva de su disponibilidad para «conocer su voluntad». Primero fue el vencimiento con el leproso que le salió al camino en la llanura de Asís: apeóse del caballo, puso la limosna en la mano del leproso y se la besó; el leproso, a su vez, apretó contra sus labios la mano del bienhechor (1 Cel 17). Pocos días después buscaba él mismo la experiencia dirigiéndose al lazareto para hacer lo propio con cada uno de los leprosos.

 

El relato de los Tres Compañeros, que parece haber recogido con mayor fidelidad los recuerdos personales de Francisco, después de una alusión expresa al obstáculo que hasta entonces le había impedido acercarse a los leprosos -sus pecados-, añade una observación preciosa en relación con el proceso de la conversión: «Estas visitas a los leprosos acrecentaban su bondad» (TC 12).

 

2) Francisco descubre al Cristo hermano

 

 

El Cristo se le ha revelado, por fin, en el pobre más pobre de la Edad Media. Desde ahora irá a encontrarse gustosamente con Él en los hermanos cristianos. Y ¡cómo agradaba a Francisco designar con este nombre popular a aquellas configuraciones vivas del Señor paciente! Lo que a sus ojos les hacía más dignos de lástima era aquel alejamiento del consorcio humano a que se veían condenados.

 

Comprendemos ahora, en su contexto histórico, la afirmación inicial del Testamento. Fue el Señor quien «le llevó entre los leprosos» para convertirle. Descubierto el Cristo en el pobre, ya se halla preparado para descubrirlo como «Hermano» en la imagen del crucifijo de San Damián, cuya visión es referida seguidamente en todas las fuentes biográficas. Para entonces se hallaba «cambiado por completo en el corazón», dice Tomás de Celano (2 Cel 10).

 

Sigue después la ruptura con su padre Pedro Bernardone y el desenlace aparatoso ante el obispo, cuando el convertido, desnudo, liberado de todo lazo y de todo convencionalismo, se lanza al riesgo de la nueva vida, confiándose únicamente al Padre del cielo (1 Cel 8-15; TC 13).

 

Celano le describe ebrio de gozo por la libertad nueva que ahora gustaba su espíritu, pregonando su dicha en provenzal, bosque adelante. Va a pedir trabajo a una abadía, y allí tiene que probar desnudez y hambre. En Gubbio un amigo le proporciona el vestido indispensable. Por fin, «se trasladó a los leprosos y vivió con ellos, sirviéndoles con toda diligencia por Dios; lavábales las llagas pútridas y se las curaba» (1 Cel 17).

 

Fue su noviciado. Y sería también el noviciado de sus primeros seguidores. Persuadido de que el Cristo acaba por revelarse siempre a quien le busca en el necesitado, les ofrecerá como un regalo esa experiencia tan rica para él en dulces resultados (1 Cel 39; EP 44).

 

La fe de Francisco siguió vivificada toda la vida por el primer descubrimiento de ese «sacramento» de la presencia de Cristo en el pobre: «Cuanto hallaba de deficiencia o de penuria en cualquiera que fuese, lo refería a Cristo con rapidez y espontaneidad, hasta el punto de leer en cada pobre al Hijo de la Señora pobre... Cuando ves un pobre -decía a sus hermanos- tienes delante un espejo donde ver al Señor y su Madre pobre. Y asimismo en los enfermos debes considerar las enfermedades que Él tomó por nosotros» (1 Cel 83 y 85).

 

Por lo demás, la trayectoria seguida por la gracia en la conversión de Francisco no es una excepción, sino estilo muy normal en la economía de la salvación (cf. Is 58,1-12). Ir al hermano, al hermano indigente sobre todo, es ir a Dios.

 

Cristo nos espera siempre en la persona de cualquiera que necesita de nosotros (Mt 25,31.46).

 

3) Francisco descubre el Evangelio como proyecto de «vida»

 

El tercer estadio de la conversión tuvo una larga espera purificante en soledad y oración. Francisco se sentía solo, rechazado por los suyos, mirado por todos como un pobre desequilibrado. Alistado oficialmente entre los penitentes y vestido como uno de ellos, no quiso integrarse en ninguno de aquellos grupos que se sometían a cierto género de vida bajo la dirección de algún sacerdote o al lado de un monasterio, más aun, no sentía el impulso de pedir consejo a nadie, convencido como estaba de que era Dios mismo quien lo guiaba. Son significativas las palabras de los Tres Compañeros: «Suplicaba insistentemente al Señor que guiase sus pasos. A nadie, en efecto, confiaba su secreto ni se apoyaba, en esa situación, en otro consejo que el de sólo Dios, que había comenzado a dirigir sus pasos; a veces pedía consejo al obispo de Asís» (TC 10).

 

Fueron, más o menos, dos años y medio, de grande sufrimiento interior, como no podía menos de ser en aquel viraje total de la vida: «Sufría en lo íntimo grandes padecimientos y perplejidad, ya que no lograba descansar mientras no viera realizado el impulso que experimentaba. Cruzaban por su mente, con impertinencia, los pensamientos más encontrados. Ardía en su interior el fuego divino, un ardor que no podía ocultar exteriormente. Se dolía de haber pecado tan gravemente. Ya no le deleitaban los males pasados ni los presentes, pero no había recibido todavía la seguridad de preservarse de los futuros» (TC 12).

 

Es la típica situación del convertido, que ve con claridad lo que ya ha terminado para él, lo que Dios no acepta en su vida, pero aún no ha descubierto «el camino»: se siente impulsado hacia lo desconocido, abandonado a la acción divina.

 

Ese confiarse exclusivamente a la guía de Dios lo afirma él mismo en el Testamento, refiriéndose a los primeros pasos de la fraternidad: «Después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14).

 

Un anticipo de este descubrimiento definitivo lo tuvo aquel día en que se dispuso a ejecutar, con prontitud caballeresca, la orden recibida del Crucificado de reparar la iglesita de San Damián. Fuese a casa, tomó consigo las mejores telas del almacén de su padre, cargó el caballo y, en Foligno, vendió telas y caballo. Vuelto a Asís, fue a encontrar al capellán de San Damián para darle el encargo de reconstruir la iglesia. Razonaba todavía como buen rico cristiano. Pero el sacerdote rehusó recibir aquel dinero.

 

Semejante negativa fue interpretada por el joven convertido como un rechazo, por parte del Señor, de sus recursos humanos: aceptaba sólo su persona, no sus bienes. Arrojó la bolsa en una ventana, despreciando el dinero como si fuera polvo. «Hubiera querido emplearlo todo en socorrer a los pobres y en restaurar la capilla» (1 Cel 14); pero ahora tenía que llegar a la conclusión de que, para ser verdadero hermano de los pobres, había que hacerse pobre como ellos y de que las obras de Dios no se hacen con dinero, sino con la donación personal.

 

Después de la renuncia total en manos de su padre y de su primera y dura experiencia de la pobreza alegre, regresó a Asís, dispuesto a poner por obra el mandato del Señor crucificado, pero con sus propias manos. Hubo de aprender el oficio de albañil, mendigar el material piedra a piedra y pedir la colaboración de otros pobres, compartiendo con ellos las limosnas. Así, sin dinero, logró reconstruir no sólo una iglesia, sino luego una segunda y después una tercera, y hubiera continuado reconstruyendo iglesias, si una nueva manifestación del designio divino no le hubiera hecho ver que aquel servicio prestado al Cristo pobre no era sino un adiestramiento simbólico para su grande misión en la santa madre Iglesia.

 

En adelante el dinero no contará absolutamente en su vida; lo excluirá decididamente más tarde, en la Regla, de los medios de presencia y de acción de su fraternidad.

 

Esta postura le fue confirmada en forma definitiva el día en que, asistiendo a la misa en la iglesita de la Porciúncula, la tercera reconstruida por él, se sintió interpelado por la página evangélica de la misión. Era probablemente en la fiesta del evangelista san Marcos, 25 de abril, o en la de san Lucas, 18 de octubre del año 1208.

 

El texto escuchado debió de ser el de Lc 10,1-9: Jesús manda a sus discípulos a anunciar el Reino, con mansedumbre de corderos, sin provisiones de viaje, sin bolsa, llevando el saludo de paz, comiendo lo que les sea puesto delante, curando a los enfermos...

 

Terminada la misa, se hizo explicar por el sacerdote aquel evangelio. Fue como el despuntar de un día radiante tras una larga noche: «Al momento, fuera de sí por el gozo y movido del espíritu de Dios, exclamó: ¡Esto es lo que yo quería, esto es lo que yo buscaba, esto lo que me propongo poner en práctica con todo mi corazón!».

 

Sin esperar más, abandona su atuendo de peregrino, que hasta entonces había sido el signo público de su «vida de penitencia», y se presenta vestido de una sencilla túnica ideada por él mismo, ceñida con una cuerda, y con los pies descalzos, anunciando el reino de Dios e invitando a la conversión. Sucedía esto «en el tercer año de su conversión» (1 Cel 21-23).

 

He aquí el primer efecto del descubrimiento de su vocación evangélica: Francisco siente como una necesidad vital de llevar a los hombres todo cuanto el Señor le va comunicando en el secreto de la contemplación; es un mensaje que él anuncia «con gran fervor de espíritu y gozo de su alma» (1 Cel 23), como quien tiene una «buena nueva» que interesa a todos.

 

Ahora, además, tiene finalmente una vida que vivir él y que compartir con otros. Así fue: a los pocos días comenzaron a agruparse en torno a él los primeros discípulos, para adoptar la misma manera «de vestir y de vivir» (1 Cel 24).

 

Y Francisco se vio fundador sin pensarlo. No le asustó este nuevo signo de la voluntad divina. Acogió al primer llegado, Bernardo de Quintavalle, con un abrazo. Escribe Celano: «La llegada y la conversión de hombre tan calificado alegraron sobremanera a Francisco: era la prueba de que el Señor tenía cuidado de él, pues le daba el compañero del que cada uno tiene necesidad y un amigo fiel» (1 Cel 24).

 

Había tenido que aceptar aquella larga soledad, él, ¡tan dado por su natural a la amistad, tan sociable! Dictando el Testamento al final de su vida, recordará todavía el don de la fraternidad: «El Señor me dio hermanos».

 

Jamás adoptará la actitud del asceta que hace experimentar a los discípulos su superioridad espiritual. Para él no serán «discípulos», sino «compañeros» de la misma aventura evangélica. Su primera preocupación fue cerciorarse de si también ellos estaban llamados por Dios a abrazar la misma vida. Fue con Bernardo y Pedro Cattani, el segundo llegado, a la iglesia de San Nicolás; luego de haber orado devotamente, Francisco abrió por tres veces el libro de los evangelios y otras tantas hallaron textos que hablaban de renuncia radical en el seguimiento de Cristo: «A cada apertura del libro, Francisco daba gracias a Dios, que venía a confirmar el ideal concebido por él desde hacía tiempo. Después de la tercera confirmación que le fue manifestada, dijo a Bernardo y Pedro: ¡Hermanos, esta es nuestra vida y regla, y la de todos los que quisieren unirse a nosotros! Id, pues, y ejecutad cuanto habéis escuchado» (TC 28-29).

 

 

 

ITINERARIO PENITENCIAL DE SANTA CLARA

 

En un contexto social y familiar diferente, Clara de Favarone recorre su camino de conversión y de descubrimiento progresivo de la vida, a la que Dios la llama, que no dista mucho sustancialmente de los pasos dados por Francisco. Hay una diferencia: ella cuenta con un guía en su respuesta al plan divino: el ejemplo y la palabra del mismo Francisco, experimentado ya en las vías evangélicas y en el seguimiento del Cristo pobre y crucificado. También ella habla de conversión y de vida de penitencia, de los sufrimientos e incertidumbres de los primeros pasos, del «don de las hermanas», de la forma de vida trazada por el Santo; y afirma con énfasis el compromiso asumido de seguir a Cristo en pobreza y humildad, en virtud de la promesa hecha «a Dios y al padre san Francisco».

 

Como Francisco, nos ha dejado el testimonio escrito de su propia experiencia: «Después que el altísimo Padre celestial se dignó, por su misericordia y gracia, iluminar mi corazón para que, con el ejemplo y las enseñanzas de nuestro beatísimo Padre Francisco, hiciese yo penitencia, poco después de su conversión, le prometí voluntariamente obediencia, junto con las pocas hermanas que el Señor me había dado poco después de mi conversión, según la luz de la gracia que el Señor nos había dado con su vida laudable y con sus enseñanzas» (TestCl 24-26).

 

En el mismo Testamento reconoce haberse encontrado, antes de la conversión, entre las vanidades del mundo. No habla, como Francisco, de pecados: alma transparente, enemiga de hipérboles, no se presenta como una pecadora; por los datos del Proceso y de la Leyenda cabe concluir que ni siquiera condescendió con tales vanidades mundanas. Al contrario, educada en la escuela de su madre, Ortolana, en un clima familiar de fe y de piedad cristiana, «cuando comenzó a advertir los primeros estímulos del amor santo, miró como despreciable la flor efímera y falsa de la mundanidad; la unción del Espíritu Santo le daba luz para atribuir escaso valor a las cosas que valen poco».

 

Precisamente porque en ella no existía el obstáculo de los «pecados» para sentir la compasión por los pobres, ya desde la infancia se preocupaba de la suerte de los mismos; de la mesa bien provista de la casa paterna guardaba manjares, que después hacía llegar secretamente a los pobres (Proceso 1,3; 17,1; 20,3).

 

Quizá fue la única persona de Asís en grado de comprender la locura del joven Francisco después del episodio de la renuncia en presencia del obispo. Contaba unos trece años cuando tuvo noticia de que un grupo de pobres trabajaba en la reconstrucción de Santa María de la Porciúncula y dio a Bona de Guelfuccio, su confidente, una suma de dinero con el encargo de llevarlo a aquellos trabajadores, «para que comprasen carne» (Proceso 17,7).

 

¿Se trataba de Francisco y de sus colaboradores? Es muy probable. En tal caso sería, tal vez, la primera noticia que tuvo el convertido de la hija de los Favarone. Este conocimiento se hizo interés de afinidad espiritual en 1210, cuando Rufino, primo de Clara, entró a formar parte de la fraternidad y Francisco predicó en la catedral, con la cual hacía ángulo la casa de los Favarone.

 

Algo más tarde, hacia 1211, Francisco se decidió a «arrancarla del mundo» y dieron comienzo aquellas citas secretas, en las cuales la exhortaba a «despreciar el mundo». Parece que la iniciativa de aquellos encuentros, con el riesgo que suponían para una joven de familia noble si el hecho llegaba a conocimiento de los suyos, partió de la misma Clara, la cual, «al oír hablar de Francisco, al punto tuvo deseos de verlo y de escucharle; y no era menor el deseo de él de encontrarla y de hablarle» (LCl 5). Depone Bona de Guelfuccio en el proceso de canonización: «La misma testigo fue varias veces con ella a hablar con san Francisco; iba secretamente, para no ser vista de los parientes.- Preguntada qué le decía san Francisco, responde que la exhortaba siempre a convertirse a Jesucristo; y lo propio hacía el hermano Felipe. Ella les escuchaba gustosamente y asentía a todos aquellos bienes que le decían» (Proceso 17,3).

 

El compañero de Francisco era Felipe Longo, uno de sus primeros seguidores.

 

Enfervorizada cada día más con esos coloquios, Clara, «inflamada en fuego celeste, dio un adiós tan resuelto a la vanagloria terrena, que en adelante ningún halago mundano pudo pegarse a su corazón... Le resultaba insoportable el hastío de la pompa y ornamento secular y despreciaba como basura todo lo que atrae externamente la admiración, a fin de ganar a Cristo» (LCl 6).

 

Francisco había encontrado en la generosa doncella la condición fundamental, enseñada por él a los hermanos, para acoger «el espíritu del Señor» y abrirse a su acción: un «corazón limpio y una mente pura».

 

Sabedor de que la familia estaba ya en los preparativos de la boda, Francisco dispuso personalmente el plan de la fuga nocturna. Y Clara acogió sin vacilar semejante locura, que la obligaría, también a ella, a romper con todos los convencionalismos sociales.

 

La fuga tuvo lugar, con pleno éxito, en la noche del 18 al 19 de marzo de 1212. Francisco y los hermanos, «que velaban en oración, la recibieron con antorchas encendidas» en la Porciúncula. Allí, ante el altar de la Virgen, Clara prometió obediencia a Francisco; y él, personalmente, le cortó la cabellera en señal de renuncia al mundo y de consagración a Dios (Proceso 12,4; 13,1; 16,6; 17,5; 18,3; 20,6).

 

Siguió la lucha con los familiares. Luego, dos semanas más tarde, la fuga de la hermana menor Inés, que enfureció todavía más al tío Monaldo, responsable del buen nombre del linaje. Lo demás lo resume la misma Clara con estas palabras: «Y viendo san Francisco que, aunque débiles y flacas según el cuerpo, no había penuria, ni pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni menosprecio del mundo que nos arredrase, sino que más bien lo reputábamos todo como grandes delicias..., se alegró mucho en el Señor. Y, movido a piedad para con nosotras, se obligó a tener siempre, por sí mismo y por medio de su orden, diligente cuidado y especial solicitud de nosotras, no menos que de sus hermanos. Y así fue como, por voluntad de Dios y de nuestro padre san Francisco, vinimos a vivir junto a la iglesia de San Damián» (TestCl 27-30).

 

VIVIR Y ANUNCIAR LA PENITENCIA

 

«Penitentes de Asís» fue la denominación adoptada por el grupo de Rivotorto para responder a la pregunta «¿Quiénes sois?» No tardaron en escoger un nombre de inspiración evangélica, que los distinguiera de los demás grupos de penitentes. Pero el compromiso penitencial quedaría como programa básico de la vida evangélica.

 

El sentido de la expresión hacer penitencia, usada frecuentemente por san Francisco, corresponde aproximativamente al de la metanoia bíblica, esto es al de penitencia-conversión. A los ojos del creyente todas las situaciones humanas son iluminadas por el designio salvífico de Dios y por la respuesta de cada persona al mismo. Los hombres, por lo tanto, según la visual de Francisco, se hallan divididos en dos categorías: los que «hacen penitencia» y los que «no hacen penitencia». Sabe él que, si pertenece a los primeros, es por pura gracia de Dios, habiendo pertenecido antes al número de los que no hacen penitencia. Don de Dios es también el perseverar en la penitencia.

 

La vocación penitencial configura la vida entera del hermano menor, una vocación que se puede vivir dondequiera, como garantía de libertad y de inserción en cualquier realidad histórica: «Cuando no fueren recibidos en alguna parte, márchense a otra tierra a vivir en penitencia, con la bendición de Dios» (Test 26).

 

La conversión inicial sincera y la voluntad sostenida de conversión renovada es el postulado insustituible de la vida fraterna. En efecto, la misma tensión que impulsa al hermano menor constantemente a descubrir en sí mismo y a destruir toda forma de egoísmo alienante, de orgullo, de apropiación, lo dispone al propio tiempo a abrirse al amor de Dios y a acoger al hermano. Puede decirse que aquí radica toda la ascética personal y toda la pedagogía del Poverello como fundador: en establecer el contraste entre el propio yo con sus tendencias -carne- y el espíritu del Señor, como más adelante veremos.

 

Actitud penitencial supone el reconocimiento humilde y minorítico de la propia limitación y fragilidad, aun moral, verse pobre ante Dios, atribuirle a Él todo bien, «teniendo por cierto que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y los pecados», soportar pacientemente toda adversidad y aflicción de alma y de cuerpo, toda persecución... (1 R 17,7-8). Así es como se alcanza la pureza de corazón, que dispone a la contemplación de Dios, la pobreza interior, la «santa y pura sencillez», la «verdadera alegría».

 

Una vida así se convierte en testimonio y mensaje, interpela y al propio tiempo reclama la atención de los que no viven en penitencia. Tal apareció Francisco cuando, como él dice, «salió del siglo». Y así apareció el grupo de sus seguidores. El relato de los Tres Compañeros pone de relieve, con insistencia, los pareceres encontrados y las reacciones que suscitaban entre la gente: algunos los tomaban por locos, otros por charlatanes o imbéciles, y no faltaban quienes los trataban de ladrones y malhechores; pero quien los observaba de cerca se llenaba de admiración y pasaba luego a la veneración (TC 33-41).

 

La predicación franciscana nació así como mensaje exclusivamente penitencial. Cuando alcanzaron el número de ocho, «Francisco los reunió a todos y, después de hablarles detenidamente del reino de Dios, del desprecio del mundo, de la renuncia a la propia voluntad, del dominio de sí mismos, los dividió en cuatro parejas y les dijo: Id, carísimos, de dos en dos por las diversas partes del mundo y anunciad a los hombres la paz y la penitencia» (1 Cel 29).

 

El fundador escuchó con gratitud profunda las palabras dirigidas al grupo por el papa Inocencio III después de la aprobación de la regla: «Id con Dios, hermanos, y predicad a todos la penitencia, como El se digne inspiraros» (1 Cel 33).

 

El anuncio del reino de Dios llevaba consigo dos elementos inseparables: la paz y la penitencia; o mejor, dos expresiones del binomio salvífico paz-reconciliación: «El valerosísimo soldado de Cristo pasaba por ciudades y aldeas anunciando el reino de Dios: la paz, el camino de la salvación, la penitencia para el perdón de los pecados» (1 Cel 36).

 

La vida y el mensaje de Francisco, hombre penitencial, provocó en todos los estratos sociales un despertar inusitado. Y fueron, sobre todo, las diversas agrupaciones de la Orden de la Penitencia, venida a menos después de la difusión de los movimientos laicales de tendencias heterodoxas, los que más experimentaron el influjo vivificante del reclamo franciscano a la conversión. Consta históricamente que Francisco se interesó activamente por los penitentes. Hombres y mujeres, sin dejar la propia familia ni el propio oficio o la propia posición social, entraban en la corriente de vida evangélica, que miraba como dechado las opciones de la fraternidad de los menores y de las hermanas pobres de San Damián. La penitencia-conversión vino a constituir, no sólo un cambio de conducta, sino una forma de compromiso cristiano, dando origen al franciscanismo seglar.