Seguir las Huellas de Cristo


Más que una doctrina, el Evangelio es una vida. Ese Cristo, a quien Francisco había descubierto en el hermano pobre y doliente, se le revela ahora vivo y tiernamente próximo en las páginas evangélicas. Y a medida que avanza en la reflexión de las mismas, todo el mensaje lo va hallando sintetizado en el misterio central del anonadamiento del Hijo de Dios, hecho hermano nuestro, reducido a nuestra condición humana, vaciado de sí mismo, sometido a la pobreza y al sufrimiento para llevar a cabo el designio del Padre.

 

Toda la vida de Cristo, a los ojos de su fe, aparece sellada por ese misterio de anonadamiento, que culmina en la obediencia hasta la muerte en cruz, precio de la glorificación final, según la visual de san Pablo (Fil 2,5-11). Escribe Tomás de Celano: «Meditaba continuamente en las palabras del Señor y nunca perdía de vista sus acciones. Pero sobre todo tenía tan profundamente impresas en su memoria la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que le resultaba difícil pensar en otra cosa» (1 Cel 84).

 

En los escritos personales de Francisco, Cristo es contemplado en la gloria del Padre y juntamente en la realidad de su vida terrena, en la humillación de la cruz y en el triunfo de la resurrección, en la Eucaristía y en la Iglesia, en cada hombre y en cada ser creado.

 

CRISTO, PALABRA DEL PADRE

 

La repetida expresión «verdadero Dios y verdadero hombre» viene a ser en Francisco una especie de profesión de fe, en conformidad con su estilo de responder a las negaciones de los herejes. Cristo es, ante todo, el Hijo del Dios altísimo, por medio del cual todo ha sido creado y restaurado y pacificado (1 R 23,2-6; 2CtaF 12; CtaO 4). El Padre lo ha mandado al mundo como salvador y libertador; es su gran don, un don que todos nosotros no somos capaces de agradecer como conviene; sólo él, que es la suficiencia del Padre, puede darle gracias dignamente, junto con el Espíritu Santo (1 R 23,5-11).

 

Él es la sabiduría del Padre (2CtaF 67), su Palabra, «anunciada por el ángel a la Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4).

 

Por lo mismo, Francisco se siente obligado a referir a los hombres «las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida» (2CtaF 3). Lo reconoce como Señor y Maestro (OfP Ant.), camino, verdad y vida (Jn 14,6): camino que nos lleva al Padre y buen Pastor y guardián de nuestras almas (1 Pe 2,25), que va delante de las ovejas y da la vida por ellas (Jn 10,4.11); luz verdadera que alumbra nuestro camino; vida y fortaleza nuestra.

 

Son conceptos asimilados fielmente por santa Clara: «El Hijo de Dios se ha hecho para nosotros camino, y ese camino nos lo ha mostrado y enseñado, con la palabra y en el ejemplo, nuestro padre san Francisco, verdadero amante e imitador suyo». Es ésta la senda estrecha, la puerta por la cual se entra en la vida, camino del cual no debemos desviarnos si queremos responder a nuestra vocación (TestCl 5 y 71-74).

 

 

EL COMPROMISO DEL SEGUIMIENTO DE CRISTO

 

Se ha hecho notar justamente que en los escritos de Francisco nunca aparece la expresión «imitar a Cristo», sino siempre e invariablemente la otra más dinámica de seguir la vida - seguir las huellas - seguir la doctrina y las huellas - seguir las huellas y la pobreza de nuestro Señor Jesucristo. Es cierto que una de las Admoniciones lleva como título De imitatione Domini, puesto por el compilador, pero es precisamente la que habla del seguimiento del buen Pastor.

 

Efectivamente, en el Evangelio las invitaciones de Jesús son siempre formuladas en términos de seguimiento: Sígueme...; el que quiera venir detrás de mí... tome su cruz y sígame... Vosotros me habéis seguido... Ellos, dejando las redes, le siguieron... En el capítulo primero de la Regla no bulada, tras el compromiso de «seguir la doctrina y el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo», inserta cuatro textos evangélicos muy significativos en relación con el radicalismo del seguimiento por el Reino.

 

En los escritos de santa Clara aparece alguna vez el concepto de imitación, pero con mucha mayor frecuencia el de seguimiento, tanto en la Regla como en el Testamento y en las cartas. En los biógrafos hallamos los dos conceptos, pero también con cierto predominio de la terminología usada por Francisco.

 

Años hace se escribió mucho sobre la actitud caballeresca que el seguimiento de Cristo reviste en san Francisco. El hijo de Pedro Bernardone, es cierto, fue un apasionado, en su juventud, de los cantares de gesta y de todo aquel clima impregnado del ideal caballeresco, que entonces alcanzaba en Europa su mayor auge. El ánimo noble de Francisco entonaba con aquella cultura del amor cortés, de la lealtad, del impulso a empresas generosas: un estilo de sentir y de vivir que lo vemos traducido en muchas de sus manifestaciones espirituales.

 

Pero no hay que llevar demasiado lejos esa característica hasta hacer de ella como el elemento fundamental de sus relaciones con Cristo. Se trata de expresiones de sabor juglaresco con que san Francisco sazonaba sus enseñanzas y sus arengas fraternas, pero que significaban algo muy diferente de aquel vasallaje religioso a Cristo, como una especie de Señor feudal, que hallamos en el ideal del caballero de la época. El verdadero rostro del Cristo de Francisco hay que descubrirlo en sus ardorosas páginas originales. Y ello no obstante el calificativo convencional de miles Christi que le aplica alguna vez el primer biógrafo.

 

 

ESPOSO, HERMANO E HIJO

 

De la meditación de las palabras de Jesús, quien reconoce como «hermano, hermana y madre» a todo el que cumple la voluntad del Padre (Mt 12,50) y del concepto de la unión esponsal, que obra el Espíritu Santo, Francisco deduce lazos de compenetración amorosa, de índole experimental, con la persona de Cristo, que expresa en los siguientes términos:

 

«Sobre todos aquellos y aquellas que tales cosas ponen en práctica (viviendo según el compromiso cristiano) y perseveran hasta el fin, reposará el Espíritu del Señor y pondrá en ellos su morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo.
»Somos sus esposos, cuando el alma fiel se une, en el Espíritu Santo, a Jesucristo.
»Somos sus hermanos, cuando cumplimos la voluntad de su Padre, que está en el cielo.
»Somos sus madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo mediante el amor y una conciencia pura y sincera; lo damos a luz mediante las acciones santas, que deben resplandecer para ejemplo de los demás (cf. Mt 5,16).
»(...) ¡Oh, qué santo y qué tierno... tener un tal hermano y un tal hijo...!» (2CtaF 48-56).

 

Santa Clara hace suya ampliamente esta triple forma de experimentar y expresar el amor de Cristo, que más de una vez habrá escuchado de labios de Francisco. Escribe a santa Inés de Praga:

 

«Sois esposa, madre y hermana de mi Señor Jesucristo... Os habéis hecho merecedora de ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del Padre altísimo y de la gloriosa Virgen, (...) hermana y esposa del supremo Rey de los cielos, (...) hija y esposa del Rey supremo» (1CtaCl 12. 24; 3CtaCl 1; 4CtaCl 17).

 

Francisco se siente amado por el Cristo Salvador con amor de padre, de hermano, de esposo y de amigo, y corresponde con un amor total, de donación y de entrega comprometida sin reservas. «Diaria y continuamente -escribe Tomás de Celano- conversaba con sus hermanos acerca de Jesús. Su boca hablaba de la abundancia del corazón, y parecía que el manantial del limpísimo amor que llenaba su alma rebosaba al exterior a borbotones... Jesús en su corazón, Jesús en sus labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús en todas partes...» (1 Cel 115).

 

San Francisco no es el iniciador de esta piedad centrada en los aspectos humanos de la vida del Redentor. Antes de él, san Bernardo y los maestros de la escuela de San Víctor los expresaron en sus experiencias místicas. Pero con él irrumpe el subjetivismo humanista, haciendo vibrar con nuevo fervor religioso a aquella sociedad ganosa de afirmar el yo en todas las manifestaciones. El tipo del santo en adelante será un enamorado, vuelto hacia Cristo con todo el ser, con la mente y el corazón, a impulsos de un amor que pone en juego toda la persona para amar y para hacer amar al Amado. Y la configuración con Cristo, meta de toda forma de santidad, será ahora el resultado de dos impulsos, a primera vista antagónicos: el de la renuncia total con el retiro en la soledad, donde Cristo hace gustar sus inefables comunicaciones y el alma adolece herida de amor, y el otro que lanza al amigo de Cristo a la acción exterior para decir al mundo la riqueza y la fuerza de ese mismo amor.

 

El Cristo franciscano es, sí, el Cristo del dogma y el Cristo del misterio, pero alcanzado por vía de meditación, de experiencia mística.

 

Como hemos visto, fue Francisco quien encendió en el corazón puro y noble de Clara el amor a Jesucristo, haciendo de ella una verdadera enamorada del crucificado pobre. Por una noticia, algo tardía, pero atendible, sabemos que, en los primeros tiempos difíciles, con sólo oírle en una plática pronunciar el nombre de Jesús, con aquel tono de afecto que ella bien conocía, «le comunicó Cristo tal ánimo y fuerza que, desde aquel momento, ya no halló dificultosa ninguna tribulación ni adversidad».

 

En las cartas a santa Inés de Praga hallamos bellas efusiones de su corazón, saturado del «superconocimiento» del Esposo divino:

 

«Os habéis entregado al Esposo de más noble alcurnia... Amándole a él sois casta, abrazándole sois más pura, poseyéndole sois virgen. No hay poder más fuerte, no hay munificencia más espléndida, no hay belleza más seductora, ni hay amor más suave ni apostura más elegante. Estáis ya unida a él en estrecho abrazo...» (1CtaCl 7-9).
«Ama sin reservas a aquel que se ha dado totalmente por amor. El sol y la luna admiran su belleza; sus prendas son de precio y grandeza infinitos. Me refiero al Hijo del Altísimo, que la Virgen dio a luz, sin dejar por ello de ser virgen...» (3CtaCl 15-17).
«Dichosa tú, a quien se concede gozar de este sagrado convite, para poder unirte con todas las fibras de tu corazón a aquél cuya belleza es la admiración de los escuadrones bienaventurados del cielo; su amor enamora, su vista recrea; su bondad llena, su dulzura sacia; su recuerdo inunda de luz suave; a su perfume resucitarán los muertos y su gloriosa visión hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celeste» (4CtaCl 9-13).

 

Toda esta cuarta y última carta a Inés, escrita cuando preveía cercano el encuentro eterno con el Esposo, es un enardecido himno de amor. Invita a su lejana hija espiritual a mirarse en el espejo sin mancha, que es la vida de Cristo: en toda la superficie de este espejo resplandece «la pobreza dichosa, la humildad santa y la inefable caridad» (4CtaCl 9-26).

 

LOS MISTERIOS DE LA VIDA DE CRISTO
EN LA PIEDAD DE FRANCISCO Y DE CLARA

 

1. La Encarnación.- Francisco contempla el misterio de la Encarnación a la luz de la perspectiva de san Pablo; es la kénosis: el anonadamiento, el desapropio del Hijo de Dios que, al venir a este mundo, renuncia a las prerrogativas divinas, haciéndose como uno de nosotros, más aún, haciéndose siervo en la máxima humillación (Fil 2,5-8); de rico que era, se ha hecho pobre por nosotros (2 Cor 8,9). Tal es la razón fundamental de las opciones del Poverello en el binomio de su programa como seguidor de Cristo: pobreza-minoridad.

 

Este misterio de anonadamiento y de humillación, como hemos de ver, lo ve Francisco continuado en la Iglesia, especialmente en la realidad eucarística. Y constituye una invitación permanente a renunciarnos a nosotros mismos y a identificarnos con toda situación humana.

 

2. El nacimiento.- Misterio de amor y de pobreza, la Navidad era para Francisco «la fiesta de las fiestas». Su espíritu se llenaba de ternura indecible al respirar el clima de humildad, de sencillez, de gozo, de la liturgia de la noche buena; en su contemplación festiva, encarnación, nacimiento y misión redentora forman un todo inseparable. Ningún texto más expresivo que el salmo compuesto por él para el tiempo de Navidad en el llamado Oficio de la Pasión:

 

«Cantad con júbilo a Dios, nuestro auxilio...
»Pues el Padre santísimo del cielo, Rey nuestro desde antes de los siglos, envió desde lo alto a su amado Hijo, y éste nació de la bienaventurada Virgen santa María...
»En este día ha mandado el Señor su misericordia y en la noche su canto.
»Éste es el día que ha hecho el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él.
»Pues el querido Niño santísimo nos ha sido dado y nos ha nacido al lado del camino, y ha sido puesto en un pesebre, porque no había sitio en la posada (Is 9,6; Lc 2,7).
»Gloria al Señor Dios en las alturas, paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14).
»Alégrense los cielos y regocíjese la tierra...» (OfP 15).

 

Se preparaba de manera especial para la fiesta de Navidad y era tan grande su fervor en esa noche santa, que «besaba con avidez la imagen del Niño; la ternura con que lo contemplaba le rebosaba del corazón a los labios haciéndole balbucir palabras llenas de dulzura a la manera de los niños. Este nombre era en su boca como la dulzura de un panal de miel».

 

Era día de júbilo y no de penitencia. No quería que se ayunase en él aunque cayese en viernes, día de ayuno en virtud de la Regla. Más aún, decía que en la Navidad hasta las paredes habían de ser embadurnadas de grasa; las personas con posibilidades debían en tal día ser generosas con los necesitados, y hasta los animales domésticos debían recibir mayor ración de pienso. De haber tenido oportunidad, hubiera suplicado al emperador que publicara un edicto obligando a todas las autoridades civiles a hacer esparcir por los caminos trigo y otros cereales, cada año, el día de Navidad, a fin de que tuvieran qué comer los pájaros, particularmente las hermanas alondras (2 Cel 199-200; con mayor fidelidad en LP 14).

 

Es bien sabido en qué forma Francisco, en la noche de Navidad de 1223, dio origen en el eremitorio de Greccio a la representación plástica del misterio del Nacimiento (1 Cel 84-87).

 

Lo que, sobre todo, le hacía llorar de ternura era el pensar «la estrechez en que se halló en aquel trance la Virgen pobrecita» (2 Cel 200). Por ello no quería que, con motivo del regocijo de una fiesta tan alegre, fuera ofendida dama pobreza, y dio a los hermanos una fuerte lección, en ese mismo eremitorio de Greccio, al ver que habían preparado en tal ocasión una mesa «levantada del suelo y adornada con refinamiento» (LP 74).

 

No era menor la devoción y el gozo con que celebraba santa Clara la fiesta de Navidad. Teniendo presente el deseo del santo, excluía totalmente este día de la práctica del ayuno (RCl 3,9; 3CtaCl 33.35). En la ya citada carta última a Inés de Praga la invita a contemplar en el espejo de la humanidad de Cristo el admirable ejemplo de pobreza en su nacimiento: «Fíjate en el principio de este espejo, que es la pobreza de quien fue reclinado en un pesebre y envuelto en pañales. ¡Oh admirable humildad, oh asombrosa pobreza: el Rey de los ángeles, Señor del cielo y de la tierra, reclinado en un pesebre!» (4CtaCl 19-21).

 

Queriendo motivar, en su Regla, la pobreza que debe resplandecer en los vestidos de las hermanas, dispone: «Y, por amor del santísimo y amadísimo Niño, envuelto en pobrísimos pañales y reclinado en un pesebre, y de su santísima Madre, amonesto, ruego y exhorto que se vistan siempre de vestidos viles» (RCl 2,25).

 

En la noche de Navidad de 1252, última celebrada en la tierra, habiendo sido dejada sola en el dormitorio durante los sagrados oficios, impedida como estaba por la enfermedad, se lamentó con el Señor: «¡Mira cómo me he quedado sola contigo en este lugar!». Y fue abundantemente consolada, porque «de pronto comenzó a oír el órgano y los responsorios y todo el oficio de los hermanos desde la iglesia de San Francisco, como si hubiera estado presente». Al volver las hermanas, les dijo toda alegre: «Vosotras me habéis dejado sola, pero el Señor ha mirado por mí, ya que no podía moverme de la cama» (Proceso 3,30; 4,16; 7,9; LC 29).

 

3. La última Cena.- Toda la vida pública de Cristo está presente en la experiencia de Francisco, como se ve en las referencias evangélicas que hallamos en sus escritos; pero su contemplación amorosa se detiene en los momentos culminantes de la hora de Jesús y, ante todo, en los misterios que la Iglesia propone en la liturgia del Jueves Santo.

 

Las páginas que él ha meditado a fondo son las del Evangelio de Juan, comenzando por el lavatorio de los pies, que presenta a los «ministros y siervos» como ejemplo de comportamiento con sus hermanos (1 R 6,3). Buena parte del discurso de despedida y de la oración sacerdotal de Jesús al Padre (Jn 14-17) ha sido insertada en el capítulo 22 de la Regla no bulada y en la Carta a los fieles, como ya se dijo. Al principio del mensaje sobre el Cuerpo de Cristo, que precede a las Admoniciones, se transcribe el diálogo de Jesús con Felipe, después del texto «Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6-9)» (Adm 1,1-4).

 

En su tendencia a reproducir los sentimientos y los gestos de Jesús, Francisco moribundo quiso seguirle en dos particulares. Sintiéndose a punto de morir, en Siena, en la primavera de 1226, dictó rápidamente su «pequeño testamento»: el primer punto recuerda el mandamiento dejado por Jesús: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12): «En señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, ámense siempre recíprocamente, como yo los he amado y los amo» (TestS 3).

 

Inspirado no ya en el evangelio de Juan, sino en los sinópticos, quiso celebrar la Pascua con los hermanos antes de morir, «pensando que era jueves»: se hizo traer algunos panes, los bendijo, los hizo partir y distribuirlos entre los presentes (LP 22; cf. 2 Cel 217; EP 88).

 

Según el relato de Celano, murió escuchando el eco de sus páginas preferidas: «Se hizo traer el libro de los Evangelios y pidió que le leyeran el texto del evangelio de Juan, que comienza con las palabras: Seis días antes de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora de pasar de este inundo al Padre... (Jn 12,1; 13,1)» (1 Cel 110).

 

4. La Pasión y la Cruz- La verdadera configuración de Francisco con Cristo se realiza en el misterio de la Cruz, por vía de com-pasión amorosa y de experiencia mística. Toda la intencionalidad de anonadamiento, que señala la vida del Salvador desde la Encarnación, tiene su culminación en el Calvario. Este misterio de la total inmolación del Hijo para hacer la voluntad del Padre y por amor a los hombres, Francisco lo contempla anonadado él mismo totalmente -exinanitus totus (1 Cel 71)-; y lo impulsa a la renuncia de sí mismo y a la entrega generosa al Señor crucificado.

 

En la Carta a los fieles sintetiza muy expresivamente la obediencia de Cristo al Padre hasta la muerte en la cruz, después de haber hablado del anonadamiento de la Encarnación, del amor manifestado en la institución de la Eucaristía y de la oración del huerto con el sudor de sangre:

 

«Puso su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad... Y la voluntad del Padre fue que su hijo bendito y glorioso, que nos lo dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo, en el ara de la cruz, como sacrificio y hostia mediante su sangre..., dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas (1 Pe 2,21)» (2CtaF 8-13).

 

Los primeros biógrafos hacen derivar del encuentro con el Crucificado, en San Damián, aquella su manera de contemplar los dolores del Redentor, más aún, aquella identificación progresiva con él hasta la estigmatización, que primero fue interna, en el corazón, para hacerse por fin externa en sus miembros llagados:

 

«Desde aquel momento se grabó en su alma santa la compasión del Crucificado y, como se puede creer piadosamente, las venerandas llagas de la pasión, bien que todavía no en la carne, se imprimieron profundamente en el corazón... Más tarde, el amor del corazón se hizo patente mediante las llagas corporales.
»Desde entonces, además, no podía contener las lágrimas, llorando aun en alta voz la pasión de Cristo, que tenía siempre ante los ojos. Llenaba de gemidos los caminos, sin admitir consuelo, al recordar los padecimientos de Cristo. Encontró cierto día a un amigo íntimo y, habiéndole manifestado la causa de su dolor, al punto prorrumpió también él en lágrimas amargas» (2 Cel 11; cf. LM 1,5; TC 14; LP 77).

 

San Buenaventura ve la vida toda de Francisco como una marcha ascendente hacia la transformación total en Cristo crucificado. Es, en parte, una síntesis de la doctrina mística del Doctor seráfico; en realidad responde a la aspiración íntima del Poverello. Así vieron los contemporáneos lo que sucedió en el Alverna, hacia la fiesta de la santa Cruz de septiembre de 1224.

 

Santa Clara había entrado en la escuela de la cruz desde que Francisco la enamoró de Cristo crucificado en las citas secretas que determinaron su «conversión». Más tarde ella misma atraerá a otras jóvenes a la misma vocación hablándoles de la pasión y muerte de cruz del Señor Jesucristo. En sus cartas presenta con frecuencia como modelo y objeto de amor al «Crucificado pobre», ultrajado, flagelado y agonizante, que reclama correspondencia de amor (1CtaCl 12; 2CtaCl 19-21; 4CtaCl 23-27).

 

El autor de la Leyenda de Santa Clara resume en estos términos las declaraciones de las hermanas en el proceso:

 

«Le es familiar el llanto sobre la pasión del Señor; unas veces apura, de las sagradas heridas, la amargura de la mirra; otras veces sorbe los más dulces gozos. La embriagan vehementemente las lágrimas de Cristo paciente, y la memoria le representa de continuo a aquel a quien el amor había grabado profundamente en su corazón.
»Enseña a las novicias a llorar a Cristo crucificado, y lo que enseña de palabra lo ejemplifica con hechos. En efecto, cuando en privado las exhortaba a tales afectos, antes que las palabras fluía el riego de sus lágrimas...» (LCl 30; cf. Proceso 10.3.10; 11,2).

 

El pensamiento de la Pasión se hacía más intenso en las horas de sexta y de nona; una de sus devociones preferidas era la de la oración de las Cinco Llagas del Señor y rezaba con frecuencia el Oficio de la Cruz compuesto por san Francisco (Proceso 3,10).

 

El mismo biógrafo refiere, completando los datos del proceso, un éxtasis extraordinario que tuvo la santa desde la tarde del Jueves Santo hasta la tarde del Viernes Santo, acompañando al divino Redentor en la agonía del huerto y, después, en todos los pasos de la Pasión (LCl 31; cf. Proceso 3,25).

 

También ella, como su venerado Padre, murió con el pensamiento del Cristo paciente (Proceso 10,10; LCl 45).

 

5. El Cristo vencedor y glorioso.- El Cristo que Francisco contempla y ama, que celebra en la liturgia, que venera y recibe en la Eucaristía y que ve en la Iglesia y en el mundo consagrado por Él, es «aquel que ya no muere, sino que vive eternamente glorioso» (CtaO 29).

 

Aquel llanto de Francisco por los sufrimientos del Cristo amado, que tan honda impresión causó en sus contemporáneos, iba unido a un sentimiento de gozo desbordante por la salvación operada mediante la pasión dolorosa del Hijo de Dios. Es un sentimiento que, pasado por alto por los biógrafos, sólo nos es conocido por los escritos del santo; una prueba más del instinto certeramente bíblico que inspira su espiritualidad. Desde lo profundo del corazón da gracias al Padre, santo y justo, «por haber dispuesto que por el mérito de la cruz, de la sangre y de la muerte de su Hijo, nosotros fuésemos rescatados de la esclavitud» (1 R 23,3). Su oración está animada intensamente del gozo ante el valor vivificante del sacrificio de Cristo. Basta fijarse en las expresiones de propia cosecha que intercala en el Oficio «paralitúrgico» de la Pasión. Escribiendo a los hermanos de toda la Orden les desea «salud en Aquel que nos ha redimido y nos ha lavado con su sangre preciosa, el Señor Jesucristo...» (CtaO 4).

 

Este sentimiento de la redención realizada adquiere en su espíritu una dimensión cósmica en aquel modo de orar que enseñó a sus hermanos cuando encontraban una iglesia o una cruz, yendo de camino: «Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas tus iglesias esparcidas por todo el mundo, y te bendecimos porque por tu santa cruz has redimido el mundo» (Test 5).

 

Y en esa síntesis, perfectamente teológica, del misterio de la salvación, no falta la perspectiva escatológica, que le hace remontarse hasta los esplendores de la gloria del Cristo, constituido por el Padre Señor y cabeza de los salvados, «sentado a la diestra de la Majestad en los cielos, después de haber llevado a cabo la expiación de nuestros pecados» (Heb 1,3). Lleno su corazón de Cristo crucificado -testifica su primer biógrafo-, Francisco «le contemplaba en sus éxtasis, sentado en la gloria inefable e incomprensible de la derecha del Padre, con el cual el mismo coaltísimo Hijo del Altísimo, en la unidad del Espíritu Santo, vive y reina, triunfa e impera, Dios eternamente glorioso» (1 Cel 115).

 

Y Francisco aviva su gozo con la fe en el retorno del Señor. Es el otro gran beneficio, dentro del general de la redención, por el que da gracias al Padre altísimo, después de haberlo hecho por el de la Encarnación y el de la Pasión: «Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo ha de venir de nuevo en la gloria de su majestad para enviar a los malditos que no hicieron penitencia y no quisieron conocerte, al fuego eterno y para decir a todos aquellos que te conocieron, adoraron y sirvieron en penitencia: Venid, benditos de mi Padre...» (1 R 23,4).

 

Donde más destaca esta esperanza, llena de gratitud anticipada, es en el citado Oficio de la Pasión. Celano dice que Francisco aparecía ante los que le trataban de cerca como «hombre del mundo venidero», diferente de los demás (1 Cel 36 y 82). Sumergido en Dios y en las realidades de la manifestación futura, pero «obligado a caminar como peregrino lejos del Señor, se esforzaba, al menos, por mantener siempre su espíritu en el cielo. Su alma toda estaba sedienta de Cristo; a Cristo consagraba por entero su corazón y su cuerpo». Ante él el «mundo venidero» estaba ya presente. «Evangelista de los últimos tiempos», le llama todavía Celano: «Semejante a un río del paraíso, ha rebautizado en cierto modo la tierra con las aguas del Evangelio, predicando con el lenguaje irresistible de los hechos el camino y la verdadera doctrina del Hijo de Dios (1 Cel 89).

 

Así comprendemos que se considerase a sí mismo y a sus hermanos como «peregrinos y forasteros en este mundo», y, por lo tanto, pobres y servidores de todos.