EN LA ESCUELA DEL EVANGELIO

  «ÉSTA ES LA VIDA

DEL EVANGELIO DE JESUCRISTO»

 

 Una vez hallada en el Evangelio la respuesta a su inquietud de convertido, convencido además de que Dios llamaba a la misma vida a los hermanos que se unían a él «por inspiración divina», Francisco hizo del mismo el centro y la razón de ser del compromiso personal y común.

 

«Su ideal supremo -escribe Tomás de Celano-, su anhelo dominante, su más ardorosa aspiración era guardar el santo Evangelio en todo y por todo, y seguir e imitar perfectamente con todo celo, empeño, ardor y entusiasmo la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (2 Cel 84).

 

Se hizo contemplador asiduo del Evangelio y supo comunicar a los primeros compañeros su propensión a tomar directamente de las páginas evangélicas los ejemplos y las enseñanzas de Cristo. San Buenaventura nos ha transmitido, a este respecto, una noticia interesante, que, dice haberla recibido de uno de los compañeros del santo: un día, viendo Francisco que todos querían tener en las manos el Evangelio para meditarlo y no poseyendo más que un solo ejemplar, «deshizo el códice hoja por hoja y las hizo pasar de uno a otro para que todos pudieran estudiarlo y no se estorbaran mutuamente». Solución ciertamente poco científica, pero muy en conformidad con su persuasión, fruto de la fe y de la propia experiencia, de que la palabra de Dios, sembrada en el corazón, produce lo que significa cuando es acogida con pureza de corazón y de mente.

 

El episodio debió de suceder en los días de la permanencia en Rivotorto. Tomás de Celano refiere otro caso, aún más significativo, que demuestra en qué grado, para Francisco, el Evangelio, si no se traduce en la vida, queda letra muerta. Un día vino a la Porciúncula la madre de dos de los hermanos, que se hallaba en situación de indigencia. El santo se dirigió a Pedro Cattani, «su vicario», y le dijo: «¿Hay algo que podamos dar a esta nuestra madre?» -llamaba madre nuestra a la madre de cada hermano-. Pedro respondió que no había en casa absolutamente nada que poder darle. Pero añadió: «Lo único que tenemos es un Nuevo Testamento, que nos sirve para las lecturas de maitines, ya que no tenemos breviario». Francisco le ordenó: «Dale a nuestra madre el Nuevo Testamento, para que lo venda y remedie su necesidad: en él se nos enseña precisamente que hemos de socorrer a los pobres. No dudo que será de mayor agrado del Señor ese acto de caridad que la lectura». Y termina así el relato: «Este santo destino tuvo el primer Nuevo Testamento que hubo en la orden» (2 Cel 91).

 

Francisco recurre al Evangelio para iluminar la vida, pero proyecta la vida en el Evangelio, pidiendo a éste la respuesta a la inquietud humana, especialmente antes de tomar cualquier decisión importante; no duda que Cristo continúa hablando a través de las páginas evangélicas a los rectos de corazón. Lo que hizo con Bernardo y Pedro lo repetirá en circunstancias excepcionales; así lo hizo en el Alverna antes de la estigmatización (TC 28-29; 1 Cel 92-93; LP 104).

 

Cuando vio llegado el momento de trazar una «forma de vida» para el grupo de convertidos no acertó a salirse del Evangelio. «El mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas y sencillas palabras, y el señor papa me lo confirmó» (Test 14s). Aquella primera regla no era otra cosa que una selección de pasajes evangélicos, que hablaban a la fraternidad principalmente de la imitación de Cristo en pobreza, sencillez y disponibilidad apostólica.

 

Al preparar más tarde la regla extensa, sobre la base de aquel núcleo inicial, escribió en el preámbulo: «Ésta es la vida del Evangelio de Jesucristo, que el hermano Francisco pidió al señor Papa le fuese concedida y confirmada. Y él se la concedió y confirmó para él y para sus hermanos presentes y venideros». En el texto se entretejen constantemente los pasajes evangélicos de la predilección del santo.

 

La regla definitiva se abre con esta precisa declaración: «La regla y vida de los hermanos menores consiste en cumplir el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo»; y se cierra con esta otra: «... a fin de que observemos el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos prometido» (2 R 1,1; 12,4).

 

Colocar el Evangelio como suprema norma de vida no significa solamente aceptarlo como punto de referencia de los cauces morales y ascéticos, en que las citas bíblicas suelen venir como a apoyar posiciones racionales, sino que es ponerlo antes y por encima de todo convencionalismo, y aun de toda ley humana. En consecuencia, Francisco se resiste a ligar con prescripciones demasiado precisas la vida de la fraternidad, no sea que las invitaciones evangélicas pasen a segundo término o se las quiera ceñir a los límites de la letra de una norma disciplinar. Él se coloca siempre en la hipótesis de un compromiso asumido libremente por hermanos dóciles al Espíritu, sometidos totalmente a los preceptos de Dios y de la Iglesia, animados de una voluntad de servicio y obediencia recíproca (cf. 1 R 5,13-17).

 

«LAS PALABRAS DEL ESPÍRITU SANTO,

QUE SON ESPÍRITU Y VIDA» 

 

Entre los aspectos de la espiritualidad de Francisco de Asís ninguno ha llamado tanto la atención de los estudiosos en estos últimos años como su sentido de las Escrituras. No era un docto in sacra pagina, uno de aquellos «teólogos que nos sirven las santísimas palabras divinas», hacia quienes él sentía tan profunda veneración y agradecimiento, «porque nos sirven espíritu y vida» (Test 13). Humanamente no estaba en grado, por el nivel de su cultura, de alcanzar una inteligencia profunda de los textos sagrados, aunque no se deben tomar al pie de la letra sus reiteradas afirmaciones de ser «ignorante e inculto». Además de un rudimental conocimiento del latín, poseía amplia cultura trovadoresca, que era la cultura de masas de entonces, y una no exigua cultura religiosa adquirida a través de la predicación, la liturgia y la lectura personal, gracias a su memoria privilegiada, que retenía todo aquello que hallaba eco en su corazón. Escribe Celano en la Vida segunda:

  

«Si bien este santo hombre no había recibido formación alguna de cultura humana, con todo, instruido por la sabiduría superior que viene de Dios (cf. Col 3,1-3), e ilustrado con los rayos de la luz eterna, poseía en no pequeño grado el sentido de las Escrituras. Su inteligencia, limpia de toda mancha, penetraba los secretos de los misterios; lo que permanece inaccesible a la ciencia de los maestros se hacía patente al afecto del amante.

  

»Leía de vez en cuando los libros sagrados y esculpía indeleblemente en el corazón lo que una sola vez había calado en su ánimo. En él la memoria ocupaba el puesto de los libros, ya que no en vano lo que una vez aferraban sus oídos lo rumiaba su afecto con devoción incesante...

 

»Con frecuencia resolvía con una sola frase cuestiones dudosas y, sin profusión de palabras, demostraba aguda inteligencia y profunda penetración» (2 Cel 102).

 

El biógrafo aduce tres testimonios que vienen a corroborar sus aserciones: el del dominico que, después de escuchar la respuesta del santo, comentó: «Hermanos míos, la teología de este hombre, nutrida por la pureza y la contemplación, vuela como águila; mientras que nuestra ciencia se arrastra por la tierra»; el del cardenal que, oyéndole explicar tan profundamente ciertos pasajes oscuros, reconoció que obraba en él el espíritu de Dios; y la respuesta que dio a uno de los hermanos que le recomendaba buscar consolación en la lectura de la sagrada Escritura para alivio de los fuertes dolores que padecía por causa de su enfermedad de los ojos: «Cosa buena es leer los testimonios de la sagrada Escritura y buscar en ellos al Señor nuestro Dios. En cuanto a mí, es tanto lo que he almacenado de las Escrituras, que es más que suficiente para mi meditación y reflexión. No tengo necesidad de más, hijo: conozco al Cristo pobre y crucificado (1 Cor 2,2).

 

Este «sentido de las Escrituras», que causaba admiración a los doctos que le trataban y que aún hoy llena de estupor por las sorprendentes intuiciones sobre ciertos aspectos de la teología bíblica que la exégesis de entonces estaba muy lejos de enseñarle, era experiencia más que conocimiento, o mejor, no era otra cosa que la superciencia de Cristo, la Palabra del Padre, de la que habla san Pablo (Ef 4,13).

 

Francisco se sabía poseedor de ese don recibido de la divina liberalidad y, verdadero pobre de espíritu, no lo retenía para sí, sino que sentía urgencia de comunicarlo a los demás: «Puesto que soy servidor de todos, a todos estoy obligado a servir y a suministrar las perfumadas palabras de mi Señor» (2CtaF 2).

 

Entre las apropiaciones más perniciosas, que impiden el discernimiento del espíritu del Señor, incluía el afán de acercarse a las sagradas páginas con una finalidad de codicia o de ambición, como ocurría frecuentemente entre el clero secular por el incentivo de los pingües beneficios asignados a los maestros de teología, o también de vanidad y satisfacción en la enseñanza, como podía suceder al interior de la fraternidad. Pero estimulaba a todos a penetrar en el mensaje de vida en ellas encerrado y a hacer de él la norma de conducta, porque las palabras de Dios «son espíritu y vida» (1 R 22,39; Test 13; 2CtaF 3).

 

La siguiente admonición debió de dirigirla a los hermanos cuando era ya un hecho la presencia en el seno de la fraternidad de un número cada vez mayor de sujetos doctos o, quizá, después de autorizar, con la carta al hermano Antonio, la implantación del estudio de la teología:

 

«Dice el apóstol: La letra mata, pero el espíritu da vida (2 Cor 3,6).

 

»La letra mata a aquellos que se contentan con saber únicamente las palabras, para ser tenidos por más sabios entre los demás y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus parientes y amigos. La letra mata asimismo a aquellos religiosos que no quieren seguir el espíritu de la divina letra, sino que se contentan con saber únicamente las palabras e interpretarlas para los demás.

 

»En cambio, el espíritu de la divina letra da vida a aquellos que no atribuyen al cuerpo la letra que saben o desean saber, por mucha que sea, sino que la devuelven, con la palabra y con el ejemplo, al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7).

 

A juzgar por los escritos, no parece que Francisco tuviera un conocimiento directo del Antiguo Testamento, a excepción de los salmos. Es posible que sólo haya tenido entre manos el Nuevo Testamento y el Salterio, con el cual estaba plenamente familiarizado, según se ve en el Oficio de la Pasión y en las oraciones suyas. En cambio muestra haber leído y meditado personalmente la mayor parte de los libros del Nuevo Testamento; no son pocas las alusiones al contexto inmediato de algunos textos.

 

Del Evangelio de Mateo conoce a fondo las bienaventuranzas y los tres capítulos del discurso de la montaña, cuyos versículos cita con mucha frecuencia.

 

Aquí precisamente hallamos el texto bíblico más citado por el santo: «Todo cuanto queráis que los demás os hagan a vosotros, hacédselo vosotros a ellos» (Mt 7,12). La versión de la Biblia de Jerusalén da a este versículo el título de «la regla de oro» de las relaciones humanas en sentido cristiano. Así lo entiende Francisco, y lo va aplicando a todos los niveles: a las relaciones entre los hermanos ministros y los hermanos súbditos: «Y compórtense entre sí como dice el Señor: Todo cuanto queréis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos» (1 R 4,4); al comportamiento que han de tener los hermanos con el hermano enfermo: «Si alguno de los hermanos, dondequiera que esté, cayera enfermo, los otros hermanos no lo abandonen, sino designen a uno o más hermanos, si fuera necesario, que le sirvan como querrían ellos ser servidos» (1 R 10,1); «Y, si alguno de ellos cayera en enfermedad, los otros hermanos le deben servir, como querrían ellos ser servidos» (2 R 6,9); y con el hermano culpable: «Y el custodio mismo que lo atienda con misericordia, como él querría que se le atendiera, si estuviese en un caso semejante» (CtaM 17); al caso del hermano que halla dificultad en la fidelidad a la vida prometida: «Los hermanos, en cualquier lugar que estén, si no pueden observar nuestra vida, recurran cuanto antes puedan a su ministro y manifiéstenselo. Y el ministro aplíquese a proveerles tal como él mismo querría que se hiciese con él, si estuviera en un caso semejante» (1 R 6,2); al sostén que se debe prestar al hermano en sus debilidades: «Bienaventurado el hombre que soporta a su prójimo según su fragilidad en aquello en que querría ser soportado por él, si estuviera en un caso semejante» (Adm 18,1); hasta al modo de ejercer su deber los jueces civiles: «Y los que han recibido la potestad de juzgar a los otros, ejerzan el juicio con misericordia, como ellos mismos quieren obtener del Señor misericordia» (2CtaF 28). Santa Clara, en su Regla, aplicará la misma norma al cuidado de las hermanas enfermas: «Porque todas están obligadas a proveer y a servir a sus hermanas enfermas como querrían ellas ser servidas» (RCl 8,14).

 

Por lo tanto, he ahí un principio fundamental de la pedagogía evangélica del Poverello: ponerse siempre en la situación y en las condiciones personales del otro y obrar con lógica cristiana.

 

Importancia singular ofrece el capítulo 20 de Mateo, del que Francisco ha tomado el concepto de minoridad y del espíritu de servicio, a ejemplo de Cristo, que no ha venido para ser servido sino para servir, texto clave en el estilo minorítico de la autoridad (1 R 4,6; 5,14-15; Adm 4,1).

 

No es fácil precisar cuántas son las citas directas del Evangelio de Marcos, debido a la correspondencia sinóptica con las de Mateo.

 

En el Evangelio de Lucas Francisco se ha detenido a contemplar los dos capítulos del evangelio de la infancia, del cual hallamos numerosas resonancias en sus escritos; de modo especial ha sido para él fuente de luminosas intuiciones teológicas la página de la Anunciación. Hemos hablado ya del evangelio de la misión (Lc 10,1-7). Otro de los textos del evangelio de Lucas preferidos del santo es: «Nadie es bueno, sino sólo Dios» (Lc 18, 19; 1 R 17,18; 23,9; 2CtaF 62; CtaO 10; Cánt 1).

 

El Evangelio de Juan, de contenido eminentemente contemplativo, es también el más contemplado por Francisco; en sus escritos se hallan más de setenta citas explícitas del cuarto evangelio. Sin hablar del discurso de la cena, reproducido en gran parte en el capítulo 22 de la Regla no bulada y en la Carta a los fieles, sobresalen dos textos clave de la espiritualidad del santo: «Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y verdad» (Jn 4,23s) - «El espíritu es el que da vida: la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,63; 1 R 22,31.39; Test 13; Adm 1,6-7; 2CtaF 3.19-20).

 

De los Hechos de los Apóstoles sólo hallamos dos citas: «Oíd, señores hijos y hermanos míos, y prestad oídos a mis palabras (Hch 2,14)» (CtaO 5); «Y ruego al hermano enfermo que dé gracias de todo al Creador; y que desee estar tal cual le quiere el Señor, ya sano ya enfermo, porque a todos los que Dios predestinó a la vida eterna (cf. Hch 13,48)» (1 R 10,3).

 

En cambio, las Cartas de san Pablo están presentes con al menos setenta y dos citas. Las más significativas son las que se refieren a la doctrina del apóstol sobre el conflicto carne-espíritu (Rm 8,6-14; Gal 5,16) y sobre la relación letra-espíritu (2 Cor 3,6); el texto de la pobreza-kénosis (2 Cor 8,9), en cuyo contexto se halla la expresión de la Vulgata altissima paupertas; y el que define la libertad del cristiano como una voluntad de servicio recíproco, texto fundamental en el concepto franciscano de las relaciones entre autoridad y obediencia (Gal 5,13s).

 

Hay ocho citas de la Carta de Santiago y diecisiete de la primera Carta de Pedro, leída y meditada con atención por Francisco, quizá porque, como todavía hoy, era leída en la liturgia de la semana después de Pascua, tiempo de plenitud espiritual para el santo. Son tres los textos que han dejado marca en su espíritu: «Os exhorto a absteneros, como extranjeros y viajeros...» (1 Pe 2,11); «Sometidos a toda humana creatura (= institución) por amor del Señor» (1 Pe 2,13); «Seguir las huellas de Cristo» (1 Pe 2,21).

 

De las diez citas de la primera Carta de Juan, la más importante es la afirmación «Dios es caridad» (1 Jn 4,8.16), mencionada cuatro veces.

 

Finalmente, el Apocalipsis aparece citado dieciséis veces, especialmente en las aclamaciones de alabanza, gloria, honor y bendición a Dios y al Cordero (Ap 4,8-11; 5,12s).

 

Francisco profesa a la palabra de Dios escrita un respeto semejante al que le inspiran las divinas palabras escritas por las cuales se hace presente Cristo en la Eucaristía (cf. CtaO 43-47).

 

Los escritos de santa Clara, como los de san Francisco, rebosan de citas bíblicas, así literales como implícitas, en especial sus cartas a santa Inés, con un predominio, también en ella, de los textos del Nuevo Testamento. Poco sabemos de su conocimiento directo de la sagrada Escritura. Como para el santo, el medio principal de ese conocimiento habrá sido la liturgia de cada día, sobre todo el Breviario con las lecturas distribuidas en los diversos tiempos, y luego la predicación, de la cual era ávida, más aún si los ministros de la palabra eran doctos. Declara en el proceso sor Inés de Oportolo: «Madonna Clara gozaba grandemente escuchando la palabra de Dios. A pesar de no haber estudiado letras, con todo escuchaba gustosamente los sermones doctos».

 

Y refiere el hecho extraordinario que presenció ella el domingo del buen Pastor, segundo después de Pascua, mientras dirigía el hermano Felipe Longo una de sus buenas pláticas. Sor Inés tuvo inteligencia superior de que Cristo «está entre los predicadores y los oyentes, cuando éstos se comportan y escuchan como deben». Y observó que «había un gran resplandor entorno» a Clara, señal externa de la presencia del Espíritu Santo en ella (Proceso 10,8).