El Magnificat Comentado por Martin Lutero

 

El Magnificat constituye otra isla, una de las pocas islas, entre el mar de escritos de Lutero. No es que no se perciban tonos polémicos, pero sus invectivas, preferentemente contra las desviaciones de la piedad mariana medieval -y de paso contra el papado y sus estructuras-, no son tan violentas, están como veladas por el calor del comentario, vívido, emocionado, realista y ferviente.

 

En la mariología luterana, este escrito constituye el inevitable punto de referencia y en él se pulsa la devoción del primer Lutero a la madre de Dios, que aparece aquí no en su grandeza, en sus vir­tudes ni en sus privilegios, sino en el objeto de la predilección divina. Palpita el miedo de tornarla en «ídolo», aunque al final de la exposición ‑modélicamente bíblica‑ se despida el autor invocando su intercesión, invocación parecida a la que abre su comentario, al fin de la dedicatoria de que hemos prescindido aquí: «Que esta dulce madre de Dios me consiga capacidad de espíritu para co­mentar su cántico útil y profundamente».

 

Todo el comentario encendido tiene un acento y una estructura acusadamente antitética: fuerza, potencia, misericordia de Dios; nonada, insignificancia, abajamiento de la muchacha, de la sierva, de la criada María; inmerecimiento de ésta, y el gran prodigio que en virtud del abatimiento rea­liza Dios en ella; es la antítesis, en definitiva, Dios‑hombre, vector de la teología de Lutero, mara­villosamente acentuado en las contraposiciones del poder de Dios y el de los grandes y potentados.

 

La serenidad del Magnificat resulta más extraña, si atendemos a las circunstancias en que fue compuesto: de noviembre 1520 a junio del año siguiente, es decir, entre el tiempo posterior a la con­denación de su doctrina (Exsurge, Domine), de su excomunión (Decet romanum pontificemJ, los avatares de Worms y su «secuestro» fecundo en Wartburg, donde le dio los últimos toques. Tiempo el más crítico de su misión y de su existencia que apenas se puede rastrear en estas páginas. Le dedicó a Juan Federico de Sajonia, joven entonces de diecisiete años, que heredaría en 1532 el elec­torado, del que luego sería despojado por Carlos v en favor del célebre Mauricio de Sajonia. Por eso el Magnificat tiene la apariencia de uno más de los «espejos de príncipes», género prodigado.

 

 

Mi alma glorifica a Dios, el Señor, y mi espíritu se regocija en Dios, mi salvador.  Porque se ha fijado en mí, su humilde criada;  por eso eternamente me dirán bienaventurada las generaciones.  Porque el hacedor de todo ha realizado maravillas conmigo, y su nombre es santo.  Su misericordia se alarga de generación en generación para todos los que le temen. Despliega la potencia de su brazo,  y destruye a los soberbios de corazón. Desposee a los grandes de su señorío,  y enaltece a los insignificantes, a quienes no son nada. Sacia a los hambrientos con toda suerte de bienes, y deja a los ricos con las manos vacías. Acoge a su pueblo Israel, su servidor,  acordándose de su misericordia, conforme prometió a nuestros padres,  a Abrahán y a su descendencia por siempre. (Lc 1, 46‑55).

 INTRODUCCIÓN Y ENTRADA

 Para la ordenada comprensión de este sagrado cántico, es preciso tener en cuen­ta que la bienaventurada virgen María habla en fuerza de una experiencia peculiar por la que el Espíritu santo la ha iluminado y adoctrinado. Porque es imposible entender correctamente la palabra de Dios, si no es por mediación del Espíritu san­to. Ahora bien, nadie puede poseer esta gracia del Espíritu santo, si no es quien la experimenta, la prueba, la siente. Y es en esta experiencia en la que el Espíritu santo enseña, como en su escuela más adecuada; fuera de ella, nada se aprende que no sea apariencia, palabra hueca y charlatanería. Pues bien, precisamente porque la santa Virgen ha experimentado en sí misma que Dios le ha hecho maravillas, a pesar de ser ella tan poca cosa, tan insignificante, tan pobre y despreciada, ha recibido del Espíritu santo el don precioso y la sabiduría de que Dios es un señor que no hace más que ensalzar al que está abajado, abajar al encumbrado y, en pocas palabras, quebrar lo que está hecho y hacer lo que está roto.Porque lo mismo que al comienzo de la creación hizo el mundo de la nada (por eso se llama creador y omnipotente), de la misma forma seguirá actuando hasta el final de los tiempos de tal suerte, que lo inexistente, lo insignificante, los menos­preciado, lo miserable y lo que está muerto lo trueca él en algo precioso, honora­ble, dichoso y viviente. Y por el contrario, todo lo precioso, honrado, dichoso y viviente lo trasforma en nonada, pequeñez, en despreciado, miserable y perecedero. Ninguna creatura puede obrar de esta suerte, le resulta imposible crear algo de la nada. Por eso, la mirada de sus ojos se dirige sólo hacia abajo, no se eleva hacia arriba, como dice Daniel: «Estás sentado sobre los querubines, y miras hacia lo profundo del abismo»[1][1]; y el Salmo 137: «Dios es el más excelso, mira hacia abajo y se fija en los pequeños, a los elevados los conoce de lejos»[2][2]; lo mismo en el Salmo 111: « ¿Dónde hay un Dios semejante al nuestro, que se está sentado en las alturas y que, sin embargo, mira hacia abajo, sobre los humildes del cielo y de la tierra?»[3][3]. Y es que el Altísimo no tiene nada por encima de sí mismo: por eso no puede mirar hacia arriba; como nadie hay que sea igual a él, tampoco puede mirar en torno suyo. Por eso sólo puede dirigir sus ojos o hacia sí o hacia abajo, y cuanto más bajo se encuentre uno en relación con él, tanto mejor lo ve.

 A pesar de todo, el mundo y los ojos humanos obran absurdamente; sólo miran hacia arriba, quieren subir más y más, como está escrito en los Proverbios (cap. 30): « Es éste un pueblo de ojos altivos, cuyos párpados se dirigen hacia arriba»[4][4]. Esto puede ser comprobado a base de la experiencia de todos los días: cómo lucha to­do el mundo por ascender, por el honor, por el poder, la riqueza, el arte, el bienvi­vir y por cuanto hay de grande y elevado. Todo el mundo se empeña en estar pen­diente de las personas de este estilo, se las busca, se las sirve con gusto, porque todos quieren participar de su rango; no en vano la sagrada Escritura reserva el título de piadosos a tan escasos reyes y príncipes. Por el contrario, nadie quiere mirar hacia abajo, todos apartan los ojos de donde hay pobreza, oprobio, indi­gencia, miseria y angustia; se evita a las gentes así, se las huye, se escapa uno de ellas, y a nadie se le ocurre ayudarlas, asistirlas, echarles una mano para que se tornen en algo: así se ven obligadas a seguir abajo, entre los pequeños y menos­preciados. Entre los humanos no hay ningún creador que esté dispuesto a hacer algo de la nada, a pesar de que san Pablo (Rom 12) escriba y enseñe: «Queridos her­manos, no hagáis caso de las cosas elevadas sino de las humildes»[5][5].

 Dios es el único en mirar hacia lo de abajo, hacia lo menesteroso y mísero, y está cerca de los que se encuentran en lo profundo, como dice Pedro: «Resiste a los altivos y se muestra gracioso con los humildes»[6][6]. De aquí es de donde surge el amor y la alabanza de Dios. Nadie podría alabar a Dios si antes no le hubiere amado, ni nadie le puede amar si no le conoce de la forma mejor y más suave; la única forma de conocerle así es a través de las obras que manifiesta en nosotros y que sentimos y experimentamos. Donde se ha llegado a experimentar cómo hay un Dios que dirige su mirada hacia abajo y que ayuda sólo a los pobres, a los des­preciados, a los miserables, a los desventurados, a los abandonados y a los que no son nada, allí es donde se le ama de corazón, donde el corazón sobreabunda de gozo, exulta y salta en vista de la complacencia con que Dios le ha regalado, y donde el Espíritu santo en un instante y por experiencia ha enseñado esta ciencia, este deleite sobreabundante.

 Por eso nos ha sometido Dios a todos a la muerte y ha regalado a sus amadí­simos hijos y cristianos la cruz de Cristo, juntamente con innumerables sufrimien­tos y necesidades; permite a veces hasta que se caiga en el pecado para tener que mirar él con frecuencia a los abismos, para ayudar a muchos, para obrar incon­tables cosas, para manifestarse como creador verdadero; para que se le pueda cono­cer, amar y alabar precisamente en lo que el mundo, por desgracia y por su altanera mirada, le resiste sin cesar, estorbando su visión, su obrar, su ayuda, reconocimien­to, amor y alabanza. A1 arrebatar a Dios honor tal, se está robando uno a sí mis­mo la alegría, el gozo y la felicidad que acarrea.

Este es el motivo por el que ha arrojado incluso a su único, queridísimo hijo, Cristo, a las simas de la miseria y por el que muestra en él maravillosamente su mirar, su hacer, su ayuda, su forma de ser, su consejo, su voluntad, así como la fi­nalidad que todo esto entraña. Por eso la vida de Cristo es una eterna pletórica experiencia de esta confesión, de este amor y de esta alabanza de Dios, como dice el Salmo 15: «Le has colmado de alegría delante de tu rostro»[7][7]; es decir, que él te ve y te conoce. Sobre lo mismo dice también el Salmo 44 que lo único que tie­nen que hacer todos los santos en el cielo es alabar a Dios, porque se ha fijado en su bajeza y así se ha tornado visible, amable y loable para todos[8][8].

Bien, pues esto mismo es lo que hace la dulce madre de Dios: por el ejemplo de su experiencia y por medio de su palabra nos dice la forma en que se tiene que reconocer, amar y alabar a Dios. El hecho de que aquí se gloríe con alegre y exul­tante espíritu de gozo y alabe a Dios por haberse dignado mirarla, a pesar de su insignificancia y de su nada, nos obliga a creer que sus padres fueron pobres, me­nospreciados, de baja condición. Tratemos de imaginarnos esto en gracia a los sencillos: es indudable que tanto en Jerusalén, como en otras muchas ciudades, los sacerdotes encumbrados y los consejeros tenían hijas ricas, encantadoras, jó­venes, instruidas, honorables y consideradas por todo el país (como sucede en nuestros días con las hijas de los reyes, de los príncipes y de la gente acaudalada). Incluso en Nazaret, su ciudad, no era ella la hija de los dirigentes superiores, sino la de un ciudadano corriente y pobre, en la que nadie se había fijado y que no lla­maba la atención. Entre sus vecinos y los jóvenes se la veía sólo como una simple muchacha encargada del ganado y de la casa, indudablemente igual a una criada doméstica de ahora que hace las tareas que se le ordena.

 Isaías (cap. 11) profetizó: «Brotará una rama del tronco de Jesé y nacerá de su raíz una flor sobre la que se posará el Espíritu santo»[9][9]. Este tronco y esta raíz son la familia de Jesé o de David, en concreto la virgen María, y la rama y la flor es Cristo. Ahora bien, así como no es probable, incluso ni creíble, que de un tron­co y una raíz secos y podridos broten ramas y flores hermosas, tampoco se puede concebir que María, la virgen, se tornase en la madre de un hijo así. Porque ya creo que no se la denomina tronco y raíz únicamente por haber sido una madre que de forma sobrenatural concibió virginalmente (como resulta sobrenatural que una ra­ma brote de una cepa muerta), sino también porque la rama y la familia de David, en sus tiempos y en los de Salomón, verdearon y florecieron en honor grande, en potencia, riqueza y prosperidad, y fueron tenidas en gran estima ante los ojos del mundo incluso. Pero al final, cuando Cristo tenía que llegar, los sacerdotes se ha­bían apropiado tal honor, eran los únicos que gobernaban, y la casa real de Da­vid se había visto reducida a la pobreza y al desprecio. Justamente como una cepa muerta, que no dejaba sospechar ni esperar que de ella pudiera brotar un nuevo rey de tan elevado rango. Y precisamente entonces, cuando esta falta de vistosidad había tocado su punto máximo, llega Cristo para nacer de esta menospreciada es­tirpe, de esta insignificante y pobre mozuela; el renuevo y la flor brotan de una per­sona a la que las hijas de los señores Anás y Caifás no hubieran creído digna de ser su más humilde criada. De esta suerte las obras y mirada de Dios tienden hacia la bajura, las de los hombres sólo hacia las alturas.