Meditación sobre la Admonición 9.ª de San Francisco

 

En esta Admonición habla san Francisco de uno de los puntos más importantes de nuestra vida, sobre el que nunca reflexionaremos bastante. Como franciscanos, nuestra vida debe ser una vida según la forma del santo Evangelio. Es decir, debemos vivir tal como en el Evangelio nos enseña el Señor, no sólo con sus palabras sino más todavía con su vida entera. De ahí que si -como no se cansa Francisco de exhortarnos- seguimos fielmente en todo las huellas de nuestro Señor Jesucristo, si caminamos sin reservas, siempre y en todas partes, el mismo camino en el que nos precedió el Señor, nuestra vida será una vida moldeada por el santo Evangelio, según la forma del santo Evangelio. Andar como peregrinos y forasteros en este mundo el camino de Cristo es, como sabemos, el sentido más profundo de nuestra vida.

 

Ahora bien, podemos seguir a Cristo en muchas cosas, aceptar seriamente sus palabras y su enseñanza, caminar fielmente tras él su camino hacia el Padre y, con todo, caer un día en la cuenta de que hicimos todo eso más por egoísmo y vanidad espiritual que por genuino amor a Dios. Por ejemplo, a quien tiene por naturaleza un corazón bondadoso y caritativo, no le resulta difícil poner en práctica la exigencia evangélica: «A quien te pida da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5,42); quien de natural es callado y parco en palabras, no encuentra ninguna dificultad cuando oye: «Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio» (Mt 12,36); quien es por naturaleza emprendedor y hombre de acción, escucha de buen grado la palabra: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15), y ningún esfuerzo o trabajo le resultará excesivamente arduo; si uno es de natural una persona sencilla y sin pretensiones, no tropezará como el joven rico en la palabra de Jesús: «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19,21); el que ha sido agraciado por la naturaleza con especiales dotes para la meditación y la reflexión, se alegra al escuchar el mandato de Jesús: «Es preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). En todos estos casos, como en otros muchos, se puede seguir a Jesús, acoger cuidadosamente sus palabras y enseñanza, andar con entrega su camino; pero, en todos ellos, el seguimiento de Cristo complace nuestras disposiciones, se adapta a nuestra manera de ser. Tal vez habríamos hecho lo mismo y vivido más o menos igual, aun cuando nunca hubiésemos oído nada de Cristo. ¿No se dan admirables ejemplos de amor al prójimo por motivos puramente humanos? ¿No encontramos con frecuencia un cumplimiento fiel del deber por amor a la colectividad en la familia y el estado? Más aún, ¿no existen hombres que entregan su vida para proteger a las personas a ellos confiadas? Hombres que nunca oyeron nada de la enseñanza ni del ejemplo de Cristo han hecho, y siguen haciendo, todas estas cosas.

 

Difícilmente, pues, podemos descubrir en todos estos casos si se trata en verdad de seguimiento de Cristo, o más bien si, precisamente porque queremos ser personas nobles y buenas, perfeccionamos nuestras dotes naturales. Pero, en todos ellos, el egoísmo y la autocomplacencia, y hasta la misma vanidad, pueden representar un papel importante. No sucederá por cierto nunca de esa manera, si tomamos en serio la presente Admonición de nuestro padre san Francisco. En ella nos brinda una piedra de toque que nos permite comprobar la autenticidad de nuestro seguimiento de Cristo, la genuinidad de nuestra vida según la forma del santo Evangelio y también, con ello, la autenticidad de nuestra vida de pobreza radical.

 

«Dice el Señor: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por los que os persiguen y calumnian (Mt 5,44).

 

»Así, pues, ama de veras a su enemigo el que no se duele de la injuria que se le hace, sino que por el amor de Dios se requema por el pecado que hay en su alma. Y muéstrele su amor con obras» (Adm 9).

 

 

I. EL AMOR SEGÚN EL EVANGELIO

 

«Dice el Señor: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por los que os persiguen y calumnian (Mt 5,44)».

 

En el sermón de la montaña formula el Señor la siguiente exigencia: «Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien y rogad por los que os persigan y por los que os maltraten, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,44). Esta exigencia de Cristo es realmente nueva, es típica de la vida según el Evangelio. En el Antiguo Testamento se había enseñado: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» (Mt 5,43). ¡No es que Dios lo hubiese prescrito así! El mandamiento de odiar al enemigo era una arbitraria interpolación introducida por los maestros de la ley. Pero una interpolación que se adecua cabalmente a los sentimientos naturales del ser humano. A quien me es hostil, a quien me importuna y enoja, a quien me acosa continuamente con observaciones mordaces, con burlas o incluso con juicios negativos, le correspondo gustosa y fácilmente con la misma moneda si pienso y siento desde una perspectiva meramente natural. ¡Cuán rápidamente actuamos también nosotros los cristianos siguiendo la máxima: «Me comporto contigo como tú te comportas conmigo»! ¿No se da también esto entre religiosos, incluso en nuestras fraternidades? ¡Pues tal actitud no se atiene a la enseñanza y a la vida de Cristo, que es nuestro modelo! ¡Así no seguimos sus huellas!

 

Aun cuando los hombres le malquisieron y fueron desagradecidos -pensemos simplemente en los diez leprosos curados por él (cf. Lc 17,11ss)-, Cristo pasó por todas partes haciendo el bien y curando (Hch 10,38). Aun cuando lo persiguieron y crucificaron, en el momento de su agonía Cristo oraba: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). ¡Incluso en la cruz se mantuvo su amor inquebrantable! Y si pensamos en Judas, que traicionó con perfidia a su Señor, y con todo éste todavía le llamó «amigo» (Mt 26,50), percibimos algo del amor de Cristo, que excede todo humano sentimiento. En ese amor Cristo se revela inmensamente como el Hijo del Padre celestial, «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Precisamente en este amor Cristo es perfecto como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5,45-49). Ya no está en vigor aquí el orden subvertido del hombre pecador, sino el orden de Dios Padre, que es amor.

 

Así, pues, quien ama a su enemigo, quien hace el bien a quienes lo odian, quien ora por los que lo persiguen y calumnian, ese sigue real y verdaderamente el camino de Cristo; permanece fiel a sus huellas y se atiene a «las palabras, vida y doctrina y al santo Evangelio» del Señor (1 R 22,41). Mediante una genuina penitencia, a través de una verdadera metanoia, se ha convertido, puesto que ha pasado a la ribera de Dios. El pensamiento de Dios, la voluntad de Dios, el amor de Dios se le han hecho algo propio. Es -según las palabras de Cristo- hijo del Padre celestial. Y es también «verdadero discípulo de Cristo», tal como nos exige la Regla (cf. 2 R 3,10-14).

 

«Así, pues, ama de veras a su enemigo el que no se duele de la injuria que se le hace, sino que por el amor de Dios se requema por el pecado que hay en su alma. Y muéstrele su amor con obras».

 

En la segunda parte de su Admonición, Francisco aclara de nuevo, con un ejemplo asombrosamente práctico (véase más arriba la Adm 8, cómo tiene que atestiguarse y expresarse el amor a los enemigos en la vida del cristiano y, sin duda, especialmente en la vida de los religiosos. También en esto se muestra Francisco como un sutil conocedor de los hombres y de las almas, que alumbra hasta los pliegues más recónditos de nuestro corazón. Más de uno se enoja por la injusticia que se comete a su alrededor, pero sólo porque le contraría personalmente. Y cuántos condenan los pecados de los demás, pero sólo porque con ellos se ha atentado contra sus propios derechos. Quien así actúa, muestra a las claras que todavía no ha renunciado a sí mismo y que, en definitiva, lo que sigue importándole siempre es él mismo y no Dios. Su enojo por los pecados del prójimo no es, al fin y a la postre, más que egoísmo herido.

 

Pues precisamente aquí señala Francisco: debemos, por el amor de Dios, requemarnos por el pecado que hay en el alma del prójimo. Si alguien me ofende y me odia, me persigue y calumnia, ya no permanece en el amor de Dios. Se autoexcluye del amor de Dios. Peca y falta a Dios. Comete injusticia ante Dios. Y eso tiene que llenarme de tristeza. Lo que se hace aquí a Dios y a su amor, tiene que ponerme triste. Por ello, mi amor a Dios debe crecer y hacerse más ardiente.

 

Aquí se nos revela algo nuevo para nuestra vida «sin nada propio» (2 R 1,1). Quien no siente dolor por la injusticia que otro le infiere, sino que, ante ella, tiene en cuenta sólo el amor de Dios lesionado por la misma, ése es auténticamente pobre. Para él, la injusticia que se le ha inferido no es ningún título de propiedad para hacer valer sus exigencias y reivindicaciones. Realmente no quiere tener nada para sí mismo. Lo único que le importa es Dios y su amor.

 

Y el que es pobre en tal medida, es capaz de amar de verdad. Su amor se torna simplemente mayor, más apremiante, más ardiente. Procura responder al amor de Dios aún más ampliamente, se esfuerza por dar a Dios el amor que se le negó. Puesto que el amor de Dios arde en él liberado de todo egoísmo, un pobre semejante se esfuerza también por amar a quien le infiere una injusticia. No devuelve «mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendice» (1 Pe 3,9). No se deja vencer por el mal, sino que vence el final con el bien (Rom 12,21), pues muestra al otro su amor con obras.

 

Aquí se vence todo cuanto sea «meramente natural», en el seguimiento de Cristo. En tal amor se manifiesta con plena nitidez que el seguimiento de Cristo está basado auténtica y totalmente, de manera sobrenatural, en una vida según «el santo Evangelio» (2 R 1,1; 12,4). Así se cumple lo que se afirmaba en la Regla de la Tercera Orden Regular de san Francisco: «La prueba del amor a Dios es el ejercicio del amor hacia el prójimo; por eso, en el verdadero discípulo de Cristo brille sobremanera el amor al prójimo..., pues para que el amor abunde en el obrar, es necesario que abunde antes en él corazón» (Cap. 3, n. 8; cf. Sel Fran n. 12, 1975, p. 345). Quien ama a sus enemigos, es discípulo, seguidor de Cristo, que actuó así hasta la cruz.

 

  

 

II. EL AMOR EN NUESTRA VIDA

 

Con esta Admonición Francisco penetra una vez más en el centro de nuestra vida, para convertirla en una vida plenamente cristiana. La somete a prueba mediante una exigencia esencial del Evangelio, que se caracteriza por requerir también la suprema desapropiación de nuestro yo. Debería resultarnos patente cuán importante es esta prueba. Intentemos, por tanto, concretizarla en algunas preguntas muy prácticas:

 

1. ¿Qué tal va en mi vida religiosa de cada día, en la que no hay ciertamente ningún «enemigo» declarado, el amor a quienes no me son simpáticos y me resultan «cordialmente» antipáticos? ¿Cómo me comporto con quienes me quieren mal y me plantean una dificultad tras otra? ¿Soy bueno también con quienes me ofenden y calumnian? ¿Les hago el bien? ¿Los amo? ¿No les hago ningún mal? ¿No les devuelvo mal por mal? Si tomo en serio el seguimiento de Cristo, todas estas preguntas tienen gravedad e importancia. Deberíamos reflexionar con franqueza sobre ellas una y otra vez, pues nuestra vida debe ser «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1; cf. 1 R 22,41).

 

2. ¿Por qué me altero cuando sufro una injusticia? ¿Lo hago simplemente porque han ofendido mi orgullo y herido mi vanidad? ¿O me lleno de tristeza a causa de la injusticia que se ha cometido contra Dios y su amor? Aquí es, en verdad, muy importante el discernimiento de espíritus. ¿Se desahoga en mi indignación el espíritu del propio yo, o me guía el Espíritu del Señor, pendiente del amor de Dios? A fin de cuentas, en todo esto se trata de una pregunta muy sencilla: ¿Quién prevalece en tales situaciones, yo o Dios? Se manifestará que es Dios quien prevalece si, en vez de hablar y murmurar, rezo y llevo ante Dios la dificultad e indigencia de la vida cristiana del prójimo. Si yo, en vez de juzgar y condenar al otro, viviese de acuerdo con el amor de Dios, le brindaría al prójimo una auténtica ayuda. ¡Confiemos y recomendemos al pecador al amor misericordioso de Dios! ¡Tal vez fuera bueno en dichos casos pensar en el antiguo proverbio: «Cuando veas pecar a otros, esfuérzate tú por ser mejor»! ¡Cuánto se ganaría entonces para el Reino de Dios!

 

Nuestra agitación y enojo por las faltas de los demás tiene con frecuencia también otra raíz, a la que se presta poca atención: «Hay hombres que por nada se irritan tanto como por las faltas y pecados de los demás. En el fondo, se escandalizan simplemente porque los demás hacen en realidad lo que quisieran hacer ellos mismos». No es, pues, ningún enojo por el amor de Dios, sino sólo un volverse sobre el propio yo.

 

3. A las preguntas aquí planteadas, añadamos en nuestra reflexión la exhortación de nuestro Padre: «Y deben evitar airarse y conturbarse por el pecado que alguno comete, porque la ira y la conturbación son impedimento en ellos y en los otros para la caridad» (2 R 7,3). La ira y la conturbación son signos del egoísmo e imposibilitan, en quien a ellas sucumbe, mostrar su amor con obras y devolver así al pecador al amor de Dios. En cambio, quien permanece en todo y a pesar de todo en el amor de Dios, y es misericordioso «como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36), encuentra de verdad por el amor de Dios el auténtico amor cristiano a los enemigos.

 

4. Todo esto supone, no obstante, que yo, como auténtico pobre, no quiera nada para mí mismo. Cuanto menos hagamos valer en beneficio propio nuestros derechos y exigencias, tanto más seremos instrumentos puros y dóciles del amor de Dios. También aquí se nos revela la bendición de la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3).