Meditación sobre la Admonición 8.ª de San
Francisco
La Admonición 8ª de nuestro padre san Francisco es de muy breve extensión, pero de contenido muy importante. La esencia de la vida según el Evangelio consiste, para Francisco y sus seguidores, en ser pobres, en vivir «sin nada propio» (1 R 1,1; 2 R 1,1). De esta pobreza última y radical es de lo que trata precisamente la presente Admonición. Por eso, y habida cuenta de que estas meditaciones intentan que profundicemos en la comprensión de nuestra vida evangélica, es menester que analicemos estas palabras de nuestro Fundador de manera muy especial y minuciosa.
«Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo
(cf. 1 Cor 12,3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni uno solo (Rom 3,12).
»Por lo tanto, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo (cf. Mt 20,15), que es quien dice y
hace todo bien» (Adm 8).
I. LA POBREZA TOTAL EN NUESTRO OBRAR
Para comprender más plenamente esta Admonición, debemos en primer lugar aclarar con toda nitidez la diferencia existente entre pobreza exterior y pobreza interior. La pobreza exterior significa la renuncia a las cosas terrenas en tanto y en cuanto le es posible al ser humano con sus deberes y tareas. La pobreza exterior, por tanto, nos plantea permanentemente la pregunta sobre si las cosas que usamos son verdaderamente necesarias para nuestra vida y para el cumplimiento de nuestros deberes y tareas. ¡No debemos usar más que las que necesitemos realmente! La pobreza en el uso de las cosas terrenas tiene el sentido de reconocer a Dios como Señor de todas las cosas y usar, subordinados a Él, todo y sólo cuanto Él nos da a través de los hombres. Por eso, la pobreza exterior es siempre para nosotros el uso dependiente de las cosas, sin autodominio sobre ellas, sin arbitrariedad, sin capricho. Así, pues, la pobreza exterior es reconocimiento y acatamiento de los derechos soberanos de Dios, glorificación de Dios, culto divino. Nuestro padre san Francisco tomó siempre muy en serio esta pobreza exterior y la llevó a la práctica en un grado como raras veces ha podido hacerlo un cristiano.
Con todo, es evidente que para él tiene más importancia la pobreza interior; ésta, en cuanto actitud interna del hombre, es más decisiva y tiene que ser como la raíz y la fuente vital de la pobreza exterior. De esta pobreza como actitud del hombre interior habla Francisco con especial penetración e insistencia en sus Admoniciones. Por eso, y no sin razón, se ha calificado a esta obra de nuestro Padre, las Admoniciones, como el «Cantar de los cantares de la pobreza interior». Es menester repasar brevemente dichas «palabras de amonestación»: -el hombre no debe reivindicar su propia voluntad como propiedad personal, puesto que hay que cumplir la palabra del Señor: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33); esta palabra evidencia que la obediencia es, por lo tanto, el punto culminante de una vida «sin nada propio», en la que el hombre se desprende de sí mismo y se consagra por entero a la glorificación de Dios (Adm 2 y 3); -nadie debe reivindicar el oficio de superior como propiedad personal, como si le correspondiese a él, como si tuviera derecho al mismo, pues «atesoran en sus bolsas para peligro del alma» (Adm 4); -nadie debe vanagloriarse de nada, nadie debe enorgullecerse ni presumir de las buenas cualidades y acciones, las cuales no nos pertenecen a nosotros, sino que pertenecen a Dios (Adm 5); -no hay que presumir de las buenas acciones de los demás, sino tomar en serio el propio seguimiento de Cristo (Adm 6); -no hay que envanecerse del propio saber, de los conocimientos que uno posee; precisamente en este terreno hay que sustraerse a cualquier culto del propio yo, a la autoadulación, para reconocer que todo es propiedad de Dios y restituírselo con la palabra y el ejemplo (Adm 7).
En cada una de estas «palabras de amonestación» nos muestra Francisco la pobreza interior desde una nueva perspectiva. Cada una de ellas nos brinda una importante motivación y ayuda para ahondar en la actitud del «pobre de espíritu»; lo que a éste le importa es que Dios siga siendo en todo el Señor, cuyos derechos soberanos y cuya propiedad no discute. Por eso, quien sigue estas Admoniciones del seráfico Padre crece interiormente en el misterio de la pobreza total y experimentará que ser pobre es una actitud religiosa esencial del hombre ante Dios, pues la pobreza puede ser justamente un modo importante de reconocer el señorío de Dios, de glorificar a Dios: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3).
A esta gran meta quiere guiarnos Francisco también con su Admonición 8ª, que vamos a meditar ahora en detalle.
«Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni uno solo (Rom 3,12)».
Como tantas de sus Admoniciones, Francisco empieza ésta con palabras de la Sagrada Escritura. Consideremos primero la segunda cita, que Pablo ha tomado del Salmo 13. Proviene, pues, del Antiguo Testamento, y quiere decirnos que los hombres todavía no redimidos no pueden hacer ningún bien ante Dios. Mediante el pecado original y los propios pecados personales, se han separado de Dios, viven en enemistad con Dios. Por sí mismos no pueden hacer nada que sea aceptable a Dios. Sólo la redención de esta situación por Jesucristo nos coloca de nuevo en condición de poder hacer algo meritorio ante Dios. En virtud de la gracia de la redención sobre el abismo existente entre Dios y el hombre se ha tendido en Cristo un puente que nos trae la filiación divina. Como hermanos de Cristo y, por tanto, como hijos de Dios Padre, estamos de nuevo, sin mérito alguno de nuestra parte, por pura gracia, en el amor de Dios. Puesto que Cristo vive en nosotros por su gracia, santifica con su cooperación todo cuanto hacemos y, así, lo hace aceptable y bueno ante Dios Padre. Francisco subraya esto también con la primera palabra de san Pablo, que él cita: el Espíritu Santo, el Espíritu de amor, en quien podemos llamar a Dios «Padre», nos regala la fe en Cristo, el Señor, el Dios-Hombre. Nos introduce en el misterio de Cristo, y, en la fe en Él, cuanto hacemos se convierte en algo precioso, aceptable, válido.
Con estas dos citas bíblicas nuestro padre san Francisco quiere dejarnos bien claro que todo el bien en nuestra vida es realizado por Dios Trinidad; que Dios tiene incluso, y como es completamente natural, la primacía en ello; que Él torna «bueno» nuestro decir y hacer; que, por consiguiente, nuestras buenas palabras y obras son propiedad de Dios. Nos hallamos aquí ante una de las convicciones religiosas fundamentales de nuestro Fundador, de la que siempre dio elocuentes testimonios, especialmente en su Testamento: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia... Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos (los leprosos)... Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias... Y el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes... Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostró qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio... El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz... así como me dio el Señor decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras...» (Test 1. 2. 4. 6. 14. 23. 38). ¿Echaríamos nosotros una ojeada retrospectiva de este estilo a nuestra vida? ¿No quisiéramos nosotros haber hecho todo por nosotros mismos? ¡Francisco no dice yo empecé, yo creí, yo conocí, yo escribí, sino una y otra vez dice simple y solamente: el Señor me dio! ¡Conoce y reconoce lo que Dios ha hecho por él en su vida y lo que ha hecho a través de él, y a través de los demás hombres! ¡Qué grande, singular, profunda y preciosa confiada fe brilla en este reconocimiento y gratitud! ¡Con cuánta amplitud se ha hecho aquí realidad la pobreza interior! Francisco no se apropia nada de lo que pertenece a Dios. No se atribuye nada de cuanto es acción gratuita de Dios. Esta es precisamente la actitud del hombre totalmente pobre ante Dios, tal como la aprendió Francisco en la Sagrada Escritura.
«Por lo tanto, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo (cf. Mt 20,15), que es quien dice y hace todo bien».
Cuando reflexionamos sobre el misterio de la pobreza total, como hemos intentado descubrirla ahora mismo, comprendemos automáticamente las conclusiones que Francisco saca a continuación. Con ellas arremete contra un mal muy detestable: «todo el que envidia a su hermano por el bien...». ¡También aquí se manifiesta nuestro Padre como un conocedor agudo de los hombres, que observa las cosas hasta en los repliegues más íntimos y misteriosos del alma! ¡Con cuánta frecuencia se da esta envidia también entre hermanos y hermanas de la misma fraternidad! ¡Cuán fácil y rápidamente olvidamos, hombres débiles y de poca fe, que es Dios quien, por Cristo y en el Espíritu Santo, hace el bien en nuestra vida, al igual que en la vida de nuestros hermanos! ¡Qué raramente reconocemos que es Dios quien concede a nuestros hermanos y hermanas el decir y hacer el bien! Quien tiene envidia de ello, incurre en pecado de blasfemia, pues en cierto modo quisiera dar instrucciones a Dios, ya que pretende influir en la acción gratuita de Dios y corregirla. ¿Quién no piensa aquí en la parábola en la que Cristo habla de los obreros de la viña y pone en boca del padre de familia las siguientes palabras contra los obreros descontentadizos y envidiosos: «¿No puedo hacer lo que quiera con lo mío? ¿O ves con malos ojos el que yo sea bueno?» (Mt 20,15). El hombre no es quién para disponer de los dones de Dios, de lo que es propiedad de Dios, aun cuando hubiese servido fielmente al Señor a lo largo de toda la vida. Nuestra actitud ante Dios es la de aceptar sus bienes. ¡No podemos reclamar derechos ni exigir reivindicaciones! ¡Precisamente nosotros, que como franciscanos debemos llevar a la práctica en todo el misterio de la pobreza ante Dios, hemos de permanecer con profundo respeto ante la acción libre y gratuita de Dios! Como totalmente pobres, no debemos dejar que se introduzca en nosotros ninguna envidia; de lo contrario, Dios, el Señor, tendría que dirigirnos la misma pregunta llena de reproche que dirigió a los obreros que habían soportado el peso y el calor de la jornada y basándose en ello querían reivindicar más. ¡Con esta Admonición Francisco querría impedir que el Padre de familia tuviera que plantear esta pregunta a alguno de sus hermanos y hermanas!
II. Consecuencias y aplicaciones prácticas:
dar gracias a Dios por el bien que dice y hace
en nosotros y en los hermanos
También en esta Admonición percibimos una vez más qué guía tan seguro es Francisco para una vida auténticamente cristiana, para una vida evangélica. ¡Sus palabras son breves y concisas, moldeadas en una luminosa sencillez! Pero cuanto más profundizamos en ellas, tanto más se nos desvela el mundo de fe en el que Francisco vivía con tanta naturalidad. Aquí está verdaderamente el espíritu del espíritu del Evangelio. ¡Aquí se nos descubre qué eminente sentido religioso puede tener la vida «sin nada propio» en la vida cristiana! Así debería ser, y más todavía cuando tratemos ahora de aplicar a nuestra vida de cada día la verdad que hemos expuesto.
1. ¿Qué tal va la pobreza interior en nuestra vida? ¿Nos sabemos y reconocemos en todo y completamente regalo de Dios? ¿Sabemos también, como Francisco, que «después del pecado todas las cosas se nos dan como limosna», que Dios es «el gran Limosnero (que) reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a los que desmerecen» (2 Cel 77)? ¿Reconocemos que todo el bien en nuestra vida es propiedad de Dios y, como obra y don suyo, le pertenecen? ¿Respetamos los derechos soberanos de Dios? ¿O nos atribuimos nuestros «méritos» en la vida espiritual? ¿Alardeamos del bien que se realiza por medio de nosotros, como si pudiéramos exigir derechos a Dios y a los hombres? ¿No creemos bastante a menudo que podemos hacer valer nuestros derechos? ¿.No nos envanecemos imaginariamente de poseer tales derechos? ¿No nos sentimos por encima de los demás?
Sin duda advertimos claramente cómo nuestro Padre nos guía a un examen de conciencia sobre materias muy recónditas. ¡Pero es también evidente cuán importante puede ser este examen de conciencia para una vida en pobreza total, para una auténtica vida «sin nada propio»! Y también reluce aquí el remedio: tenemos que cultivar la gratitud, el reconocimiento al gran Limosnero, a quien tenemos que agradecer todo. ¡El auténtico pobre será siempre profundamente agradecido!
2. ¿Se da también entre nosotros esa detestable envidia, de la que habla aquí Francisco tan enérgicamente? ¿No la tomamos con frecuencia demasiado a la ligera? ¿O vemos en ella, como Francisco, un pecado de blasfemia? ¡Esta envidia no va contra los hermanos y hermanas, sino contra Dios! Planteemos la pregunta de manera práctica: ¿Hemos confesado este pecado, si se ha dado o se da todavía en nuestra vida? ¿Nos hemos apartado de él en el tribunal de la penitencia?
También aquí encontramos fácilmente el remedio en el texto de la Admonición: hemos de alegrarnos de corazón y sin envidia por el bien «que el Señor dice o hace» en los hermanos. ¡Precisamente así nuestra pobreza se convertirá en manantial de perenne alegría!
3. Raramente se exterioriza esta envidia en nuestra vida; las más de las veces, sólo aparece cuidadosamente disimulada. ¿Cómo me comporto cuando alaban a otro? ¿Lo admito o, después, hablo mal de él? ¿Minusvaloro con frecuencia y de buena gana el bien «que el Señor dice o hace» en él? ¿No minusvaloro de esa manera la acción de Dios? ¡Eso es exactamente el pecado de blasfemia, del que habla aquí Francisco! ¡En todo ello se manifiesta pura envidia, puesto que quisiera tener lo mismo o incluso más! ¡Y con ello pierdo la pobreza interior! ¿Podremos, ante tal consecuencia, seguir tomando a la ligera la «peste» de la envidia?
También aquí aparece evidente el remedio. Tenemos que ver el bien y verlo de buena gana y glorificar por él «al Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). ¡Demos gracias a Dios por nuestros hermanos y hermanas; démosle gracias por el bien que Él dice y hace por su medio para la construcción de su Reino! Con ello venceremos cualquier inicio o vestigio de la citada «blasfemia».
4. «Cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra» (1 Cor 7,7). «Ahora bien, Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad» (1 Cor 12,18). Cada miembro en el cuerpo de la Iglesia ha de cumplir su propio servicio según la fuerza que se le ha distribuido según le corresponde, «realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,16). Dios es quien distribuye las tareas, aptitudes y facultades, según su voluntad. ¡Cualquier parangón que produzca descontento, envidia y celos -y que origina en consecuencia alteraciones e inhibiciones neuróticas-, es humano, demasiado humano! El auténtico pobre está libre de eso. Dice «sí» a sí mismo, tal como Dios lo ha hecho. Y dice también «sí» a su hermano, tal como Dios, el Señor, lo ha hecho. Se deja usar por Dios, el Señor, sin ninguna exigencia. Es un instrumento dócil en las manos de Dios, pues acepta con toda humildad los planes de Dios. Aquí advertimos en qué medida la pobreza total es camino hacia una glorificación vivida de Dios, pues liberándonos y colmándonos de alegría actúa en el servicio, sin estorbos, de Dios, en el servicio de su Reino.
Los cuatro puntos de nuestro examen de conciencia tienen una importancia decisiva para nuestra vida franciscana, que quiere y debe recuperar la esencia del Evangelio en el misterio de la pobreza total. ¡De la forma como la acojamos y nos esforcemos en vivirla depende que seamos realmente hijos del Santo a quien veneramos como «Padre de los pobres» y que lo único que quería en su pobreza era reconocer el Señorío de Dios, glorificar a Dios y servir al advenimiento de su Reino!