Meditación sobre la Admonición 7.ª de San Francisco

 

«Dice el Apóstol: La letra mata, pero el espíritu vivifica (2 Cor 3,6).
»La letra mata a aquellos que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos.
»También la letra mata a los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros.
»Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7).

 

La Admonición sexta de san Francisco termina con un pensamiento fundamental: «... es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas, queremos recibir gloria y honor». De esta forma, la vida según la forma del santo Evangelio no llega a alcanzar en ellos la adecuada madurez.

 

Pensamientos semejantes expone también el santo Fundador en ésta su séptima Admonición, en la que Francisco se esfuerza por concretar, con precisión y objetividad exactas, la verdadera vida evangélica de sus hermanos. Pero, desde el primer momento, advertimos que su exhortación está llena de significado para la vida de todos aquellos que se deciden a seguir al Santo. Sabemos, en efecto, la suma importancia que, para todos, atribuía él a «la vida según la forma del santo Evangelio». El Evangelio de Jesucristo, sin duda alguna, debe cimentar y construir, formar y conformar, penetrar, completar y perfeccionar la vida de todos sus seguidores. Por esto, ya en el umbral de la muerte, recomendó a sus hermanos «el santo Evangelio por encima de todas las demás disposiciones» (2 Cel 216). Se es auténticamente franciscano en la medida y perfección con que se conoce y vive el Evangelio. Debemos, por consiguiente, estar siempre atentos a lo que Dios quiere decirnos a través de las palabras del Evangelio, como tan ejemplarmente hizo san Francisco. Esta es precisamente la temática de la presente exhortación: ese «recto» oír, escuchar, atender y obedecer a la Palabra de Dios.

 

«Dice el Apóstol: la letra mata, pero el espíritu vivifica (2 Cor 3,6)».

 

Esta palabra fue dicha inicialmente a los judíos fariseos, que pretendían observar absolutamente la palabra de Dios en el AT, al pie de la letra, hasta el último acento o tilde de la ley, pero se quedaban apegados a la letra y olvidaban el espíritu. Bien sabemos cómo el mismo Cristo fustigó con dureza, una y otra vez, semejante actitud, en sus discusiones con los fariseos. Jesús enseñó constantemente que el espíritu de la Ley es más importante que su letra, que aquél está por encima de ésta.

 

Lo mismo viene a decir el apóstol Pablo en su concisa y justa afirmación, que Francisco pone como prólogo y fundamento de esta exhortación. A esta doctrina de permanente vigencia, que nosotros debemos tomar siempre con seriedad y aceptarla sin reservas mentales ni condicionamientos de ninguna especie, Francisco da a continuación una auténtica plenitud espiritual, una explicación exacta y adecuada a los hombres y al pensamiento de su tiempo. De ahí que tampoco nosotros, al estudiar y meditar esta exhortación, debemos quedarnos pegados a la letra, sino, por el contrario, hemos de captar el espíritu que habla a través de ella y, de manera particular, adaptarlo a nuestro tiempo, a nuestro comportamiento y a las urgencias del hombre actual.

 

«La letra mata a aquellos que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos».

 

En tiempo de san Francisco, quien quería significar algo en la sociedad o buscaba promocionarse en ella debía o bien pertenecer a la nobleza, a la caballería, poseer riquezas, o bien estar provisto de la ciencia, poseer una gran cultura. Estos tres supuestos -nobleza, riqueza, ciencia- eran absolutamente indispensables y decisivos para el logro del honor y de la fama. Francisco se ocupa aquí del último de los tres: la ciencia.

 

El saber, la ciencia significaba y comprendía en aquel tiempo casi exclusivamente la ciencia teológica, es decir, el estudio y conocimiento de las verdades que Dios ha revelado y confiado a su Iglesia. La sagrada teología, como ciencia, trataba, por tanto, de un saber, de unas verdades mediante las cuales Dios quiere mejorar, santificar y beatificar a los hombres. Estas verdades se nos han conservado en la Sagrada Escritura, que en aquel tiempo constituía la base y fundamento principal del estudio teológico. Con profundo dolor, constata Francisco, en su Admonición, que en su tiempo muchos hombres se consagraban al estudio de la Sagrada Escritura por puro y auténtico egoísmo. No les preocupaba en absoluto «hacerse mejores», «santificarse más», acercarse más y más a Dios por medio de su estudio y de su ciencia. No deseaban vivir más intensamente en el mundo de Dios, sino que se esforzaban ambiciosamente por alcanzar una gran estima y reputación ante los hombres a causa de su ciencia: «para ser tenidos por más sabios entre los otros». Este mismo egoísmo hacía estragos en muchos que emprendían los estudios para alcanzar de esta forma cargos lucrativos, empleos rentables, posiciones importantes dentro de la Iglesia. En la provisión de oficios y cargos eran particularmente tomados en consideración los hombres mejor formados en las escuelas superiores. Estos tales estudiaban para «adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos».

 

Cuando el hombre aspira a la ciencia teológica sólo por estas apetencias, por estos motivos, «únicamente desea saber las solas palabras». Es cierto que se afana por una ciencia superior, pero tal saber no le sirve para una vida mejor delante de Dios. Cuando la ciencia se separa y olvida del vivir, es ciencia muerta: «La letra mata a aquellos...». Tales hombres, por su saber, se crean una posición, hacen de él la base y fundamento de su personal enseñoramiento y autoglorificación. Su ciencia se proyecta sólo hacia el medro personal y el servicio de sí mismos; en nada mira al servicio de Dios.

 

«La letra mata a los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros».

 

Con estas palabras, Francisco extiende y aplica los mismos pensamientos a los religiosos, a los miembros de su Orden. También entre éstos había ciertamente -¿y no los ha habido y los hay siempre?- quienes se dedicaban intensamente al estudio de la Sagrada Escritura para procurarse un amplio conocimiento de Dios y de su obra salvífica: todos los días leen la Escritura, a diario dan clase de ciencias bíblicas, de buen grado leen libros espirituales, predican asiduamente y con frecuencia e interés asisten a conferencias... Pero hacen todo esto, no para sí mismos, para su vida de hombres consagrados a Dios, sino por una cierta curiosidad y avidez de acrecentar sus conocimientos: son precisamente aquellos que «prefieren saber sólo las palabras». Y así se apropian la ciencia, sólo por la ciencia. Tal vez obren así también para demostrar a los otros que saben más que ellos, como los que se esfuerzan únicamente en «interpretar las palabras para otros».

 

¿Quién podrá negar que semejante postura constituye un peligro grave para la vida de la Orden? ¿No deberán estar muy atentos a ello los superiores y educadores? Con demasiada frecuencia y facilidad el hombre olvida que no le está permitido ocuparse de la Palabra de Dios sin comprometerse en ella. Todo cuanto aprendemos en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia sobre Dios y su obra salvífica, nos obliga y responsabiliza, ante todo, a nosotros mismos, y nos exige tomarlo en serio y adecuar nuestra propia vida a ello. «La letra mata», es decir, deja sin vida ante Dios -¡cosa terrible y lamentabilísima!- a quien no quiere seguir el espíritu de la Sagrada Escritura, a quien de cada nuevo conocimiento alcanzado no hace un nuevo progreso y promoción en una vida cristiana más sincera y más llena.

 

«Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien».

 

Lo que Francisco ha dicho hasta aquí, rechazándolo como malo o indicándonos su peligrosidad, nos lo confirma ahora, a contrario, de forma positiva, exhortando y orientando. Aparece del todo patente, en primer lugar -y ello tiene hoy una importancia capital y sobre ello conviene en nuestros días reflexionar aún de modo particular-, que Francisco no rechaza todo estudio, cualquier dedicación a la ciencia religiosa, a la búsqueda del saber teológico. Cierto día, como los hermanos de la fraternidad dispusieran de un solo ejemplar del NT, Francisco lo deshizo en hojas y las repartió entre los hermanos, para que todos pudieran estudiarlo y ninguno molestara al otro. Francisco valoró altamente el estudio de la sagrada Escritura y se preocupó del mismo, dando para ello toda clase de facilidades a sus hermanos: véase su carta a san Antonio. Pero también les recuerda con frecuencia las palabras del Señor: «Las palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63). En los últimos días de su vida, les vuelve a exhortar: «A todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 13).

 

Francisco quiere, pues, que sus seguidores conozcan el «espíritu de la Sagrada Escritura», para que de esta manera estén en condiciones de vivir una vida cada vez más cristiana. De la Palabra de Dios, o sea, de la Sagrada Escritura, nos proviene, en efecto, la vida en el espíritu auténtico. Precisamente por esto Francisco antepuso el santo Evangelio a todas las demás disposiciones, porque en él encontramos «espíritu y vida» (2 Cel 216).

 

Pero esto es válido sólo en tanto en cuanto sigamos las amonestaciones que nos da nuestro santo Fundador:

 

a) En materia de vida cristiana nunca debemos contentarnos con nuestro saber actual, nunca debemos pensar que es suficiente. «Son vivificados por el espíritu de las divinas letras» solamente aquellos que se esfuerzan por conocer y comprender aún más profundamente la letra que ya saben, es decir, los que tienen hambre y sed del espíritu y vida que brota de la Palabra de Dios. De Dios y de su Palabra hecha carne, de su amor y de su obra salvífica, nunca podemos saber bastante. ¡Cuanto más profundamente penetremos esas realidades divinas, cuanto más radical y objetivamente «deseemos saberlas», tanto más completa y generosa será nuestra respuesta al Amor!

 

b) Sin embargo, no debemos «atribuir al cuerpo», al propio yo, nuestra sabiduría; no debemos jactarnos de ella, ni volvernos petulantes y engreídos por tanto saber, ni despreciar a quienes saben menos. ¡Todo esto sería culto del propio «yo»! Además, con ello, nos alejaríamos de Dios y andaríamos por nuestro propio camino. La metanoia, la «conversión del corazón» o penitencia en sentido evangélico, no se realizaría en nuestra vida.

 

c) Típica de Francisco y, al mismo tiempo, rica en enseñanzas, es la exigencia que plantea aquí: «restituir al Señor, con la palabra y el ejemplo, en la realidad de la alabanza a Dios altísimo, toda la ciencia y sabiduría, pues a Él pertenece y de Él proviene todo bien». Todo es don y gracia de Dios. Todo nos ha sido dado sin ningún mérito de nuestra parte. Consiguientemente, no nos pertenece a nosotros, sino al Señor, dispensador de todo bien. A Él, pues, debo devolvérselo «con la palabra y el ejemplo». La devolución a Dios se realiza, por tanto, en el servicio a nuestro prójimo. Cada obsequio de Dios implica una responsabilidad y una tarea que yo debo realizar en los demás hombres. Así, en esta materia particular, nuestro saber ha de plasmarse en servicio a nuestro prójimo, al que debe ser provechoso; entonces se realiza su proyección divina, sólo entonces se convierte, en sentido auténticamente cristiano, en servicio ante Dios y para Dios, en auténtico servicio divino.

 

CONSECUENCIAS PRÁCTICAS

 

Esta séptima Admonición, por su contenido doctrinal, nos sitúa también ante cuestiones fundamentales y exigencias importantes de la vida franciscana. Ella nos demuestra rotundamente que Francisco no fue en absoluto tan simplista ni unilateral como ingenuamente nos lo presentan algunas «leyendas» posteriores. Nos revela a Francisco como un hombre que analizó y trató de solucionar los problemas de la vida, con una personalísima y nada frecuente intuición, como un hombre que respondió a las exigencias de la vida cristiana con una fe extraordinaria. Él captó claramente los peligros que, tanto entonces como ahora, son inherentes a una vida según el Evangelio. Con gran clarividencia y objetividad trata él de obviar tales peligros. Tratemos, pues, nosotros de aplicar sus enseñanzas a nuestra vida práctica.

 

1. ¿En las cuestiones y exigencias de la vida religiosa nos sentimos personalmente saciados, contentos de nosotros mismos, en una cómoda autosuficiencia, o, por el contrario, nos esforzamos, como nos exige Francisco aquí, por adquirir una ciencia y sabiduría más profunda? La languidez, atonía, desinterés... significa aquí muerte; el sincero y auténtico esfuerzo significa vida. ¿Por qué? Si nosotros amamos de veras a Dios y a Cristo, su enviado, aspiraremos y nos afanaremos por tener siempre un mayor y mejor conocimiento suyo; pues lo que verdaderamente amo, deseo conocerlo al máximo posible, lo más exacta y detalladamente que me sea dado. ¡El amor, si está vivo y en la medida en que lo está, ansía conocer! ¡Nunca llega a saciarse ni sentirse ya satisfecho! Y ésta es ahora nuestra pregunta: ¿nuestro amor a Dios y a Cristo está vivo? En caso afirmativo, nunca descansaremos, sino que nos empeñaremos sin pausas ni reposo en conocer cada vez mejor, más profundamente, quién es Dios, qué hace Dios. En el supuesto contrario, podríamos también preguntarnos: ¿por qué nuestro amor a Dios y a Cristo es con excesiva frecuencia tan ficticio, tan falto de vitalidad, tan lánguido, tan muerto? Entonces precisamente deberíamos tomar conciencia de la necesidad vital que tenemos de penetrar cada vez con mayor celo y solicitud en la obra salvífica de Dios, que no es otra cosa que el obrar, el hacerse patente la manifestación de su amor. Este amor de Dios quiere despertar la vida en nosotros, la auténtica y plena vida en Cristo y para Cristo. Cuando somos engendrados a la vida por el espíritu de la Sagrada Escritura, esta insondable manifestación del amor de Dios, vivimos una vida verdaderamente conforme al Evangelio. Entonces nuestro conocer se transforma en vida, y nuestra vida será la respuesta de nuestro amor al amor de Dios. Entonces conocemos para amar, y amamos para conocer. ¡Ésta es postura franciscana de los orígenes!

 

2. ¿Aprovechamos bien todas las oportunidades para «conocer a Dios» más profundamente? ¿Somos conscientes de que sólo entonces podemos vivir, porque entonces permanece vivo el amor? ¿Qué significa para nosotros la lectura diaria de da Escritura, la lectura espiritual, la meditación? ¿Por qué escuchamos predicaciones y conferencias? ¿Son para nosotros tan sólo «ejercicios», simple cumplimiento de una obligación impuesta, de buenas y piadosas costumbres? O, por el contrario, ¿significa verdaderamente para nosotros nutrición y crecimiento de nuestra vida religiosa, vida consagrada y unida a Dios? ¿Estamos tan persuadidos de la necesidad de este alimento para nuestra vida cristiana, como lo estamos de la necesidad de la comida y bebida para nuestra vida corporal? En tal caso, no tendremos necesidad de preceptos. La vida precisa de alimentos. El amor requiere una continua llamada alentadora y solicita, un hambre y sed intensos, si se quiere esperar de él una constante respuesta generosa y vital. Por eso, la vida en el amor de Dios necesita el alimento de la palabra divina en medida cada vez mayor: «la letra que saben y desean saber». Este amor debe ser, por lo mismo, lo que nos penetre, nos mueva, no nos deje en paz ni un instante en cualquier estadio de nuestra vida, en todos los ejercicios y prácticas a que nos hemos referido, en los deberes de la vida religiosa cotidiana. ¡Quien ama de veras -esto nos lo enseña la experiencia de todos los días- tiende y aspira incesantemente hacia el amado!

 

3. ¿Restituimos a Dios todo cuanto de él hemos recibido, esforzándonos seriamente por incorporar a nuestra vida todo cuanto llegamos a conocer? ¿Lo hacemos «con la palabra y el ejemplo» en nuestra vida de cada día? Esta «restitución» excluye radicalmente toda «apropiación». Nuestro amor es esencialmente un amor receptor. Debemos estar agradecidos a Dios porque nos regala estos conocimientos. Con ello reconocemos que sus dones continúan siendo siempre de su propiedad. El «restituir a Dios» es, por consiguiente, una forma auténtica e importante de la pobreza absoluta y de la minoridad y humildad franciscanas. Por ser esto «gratitud», es, a la vez, auténtica y nobilísima glorificación de Dios.

 

En segundo lugar, «el restituir a Dios con la palabra y el ejemplo», excluye toda especie de improductividad. Nuestra ciencia y conocimientos no deben, en absoluto, permanecer estériles ni ser causa de esterilidad. Al contrario, deben ser fecundos en nuestra propia vida personal y en la vida comunitaria de la fraternidad: «Alumbre así vuestra luz a los hombres; que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo» (Mt 5,16).

 

4. Nuestras reflexiones nos llevan a unas conclusiones del todo decisivas: no podemos jamás evadirnos de ellas. No es casual que Francisco utilice la antítesis «mata-vivifica». La cuestión aquí planteada es, literalmente, de vida o de muerte, cuestión que debe acompañar toda nuestra vida franciscana: «¿Somos vivificados por el espíritu de la Sagrada Escritura?» ¿Nos mata la letra? ¿Somos religiosos que vivimos íntegramente, siempre y en todas partes, el Evangelio de Jesucristo?

 

Agradezcamos a nuestro Padre esta Admonición que ilumina espiritualmente una de las instancias más importantes de nuestra vida franciscana. Agradezcámosle que nos haya guiado por el camino de una vida según el santo Evangelio. Preocupémonos de que, según sus exhortaciones, la letra no nos mate, sino que el espíritu nos vivifique.