Meditación sobre la Admonición 6.ª de San Francisco

 

Para los hermanos y hermanas de san Francisco, según el testimonio unánime de todas las Reglas, la forma de vida, su contenido e ideal de vida, es la siguiente: «Guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,1 y 22,2.41; 2 R 1,1 y 12,4; RCl 1,2; Test 14). Esto coincide con la última voluntad de nuestro Padre Fundador, quien confesaba en su Testamento: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me indicaba lo que tenía que hacer; fue el mismo Altísimo, por cierto, quien me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). Mas para san Francisco, la vida según el Evangelio es una vida de seguimiento incondicional de Cristo. De tal seguimiento trata encarecidamente la sexta Admonición de san Francisco.

 

«Contemplemos, hermanos todos, al buen Pastor, que sufrió la pasión de la cruz para salvar a sus ovejas. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y en la persecución y en la humillación, en el hambre y en la sed, en la debilidad y en la tentación, y en todo lo demás. Y como premio por ello, recibieron del Señor la vida eterna. Por tanto, vergüenza nos debiera dar a nosotros, siervos de Dios, que los santos hayan realizado las obras buenas y que nosotros, con sólo divulgarlas y predicarlas, queramos a su costa recibir honor y gloria» (Adm 6).

 

SEGUIR A CRISTO INCONDICIONALMENTE

 

En estas palabras de exhortación, Francisco nos introduce en el núcleo central de su vida y de la nuestra, nos revela con toda claridad el misterio esencial de la vida franciscana: el seguimiento inmediato de Cristo, seguimiento que equivale a imitación, a una nueva versión de su vida terrena como Hombre-Dios. Francisco no quiso imitar ni renovar, como hicieron tantos fundadores de órdenes antes de él y tantos de sus contemporáneos, la vida de la primitiva comunidad, de los primeros cristianos en Jerusalén, cual nos la refieren tan gráficamente los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2,42-47). Tampoco quiso, como hacían muchos cristianos de su tiempo, renovar y actualizar en la Iglesia la vida de los Apóstoles. Francisco trató de llegar hasta el mismo Cristo, el Señor. El libro fundamental de su vida no son los Hechos de los Apóstoles, sino los Evangelios. Ellos le dicen cómo vivió Cristo sobre la tierra y cómo debemos seguirle. Francisco quiso vivir escueta y sencillamente como vivió Cristo en la tierra. Ansió realizarlo todo fidelísimamente tal como Cristo lo había hecho sobre la tierra. Constantemente tuvo la mirada fija en Cristo, y cuanto vio en Él, trató de imitarlo fielmente con toda sencillez.

 

Francisco sabía muy bien que este camino de la auténtica imitación, del fiel seguimiento de Cristo, es el más seguro de los caminos hacia el Padre invisible que «habita en una luz inaccesible» (Adm 1,5).

 

Por ello, la ley fundamental, el objetivo fundamental de nuestra vida franciscana puede formularse así: ¡como Cristo vivió sobre la tierra, así quiso también vivir Francisco, así debemos también vivir nosotros! Santa Clara formuló certeramente esta actitud fundamental: «El Hijo de Dios se hizo camino para nosotras, camino que nuestro bienaventurado Padre Francisco, verdadero amante e imitador suyo, nos mostró y nos enseñó de palabra y con su ejemplo» (TestCl 5). De esto, tan radicalmente fundamental, nos habla Francisco en la presente Admonición. Él quiere educarnos de nuevo en esta actitud básica mediante sus palabras exhortatorias.

 

«Contemplemos, hermanos todos, al buen Pastor, que sufrió la pasión de la cruz para salvar a sus ovejas».

 

Fijemos la atención en el texto: «hermanos todos». Nadie queda excluido. Ninguno de los hermanos puede pensar que no se le incluye a él. Nadie crea que se refiere sólo a los demás. Esta exhortación se dirige a todos, e individualmente cada uno de los seguidores de san Francisco debe aplicársela personalmente. Así también nosotros, al meditar estas palabras tan llenas de significado, no debemos referirlas a los otros, sino dirigírnoslas personalmente a nosotros mismos. A su luz hemos de examinar y juzgar nuestra vida.

 

«Contemplemos»: esto es lo primero. El que quiera seguir y conformar su vida a la de Cristo, debe tener puesta la mirada en Él. Hemos de familiarizarnos con la vida de Cristo y fijarnos detenidamente en lo que el Señor y Maestro hizo y dijo. Todo ello debe imprimirse profundamente en nosotros. La vida de Cristo, sus palabras y sus acciones no deberían jamás ausentarse de nosotros, no deberíamos nunca perderlas de vista y, sobre todo, no deberíamos olvidar aquello que es lo grande e importante para nosotros: que Él, como el buen Pastor nuestro, sufrió el suplicio de la cruz para salvarnos a nosotros, sus ovejas. Él se entregó total y absolutamente por nosotros, ovejas descarriadas, a fin de que pudiésemos nuevamente volver a Él, y por Él al Padre. Él murió por nosotros, para liberarnos de las garras de Satanás, y de pecadores convertirnos de nuevo en hijos de Dios. No apartemos la vista de este inconmensurable amor, para que no decrezcan nuestra gratitud y amor hacia Él y le demos siempre la respuesta de un amor reconocido.

 

Este nuestro «contemplar» no puede ser, por tanto, no comprometedor, ni derivar de un simple interés externo. Debemos contemplar para comprometernos y compartir. Aquí se trata de lo más fundamental, como lo expresa el mismo Francisco: «Debemos amar mucho el amor de quien tanto nos amó» (2 Cel 196).

 

«Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y en la persecución y en la humillación, en el hambre y en la sed, en la debilidad y en la tentación, y en todo lo demás. Y como premio por ello, recibieron del Señor la vida eterna».

 

Si el amor agradecido permanece en nosotros verdaderamente vivo, tomaremos sobre nosotros de buen grado y con alegría la dureza y el peso de una vida de seguimiento de Cristo. Entonces, ante las dificultades de nuestra vida franciscana, no cederemos fácilmente al desaliento y al pesimismo. Sabemos ya que nuestro buen Pastor nos ha precedido en este camino: «en la tribulación y en la persecución y en la humillación» a que lo arrojaron sus muchos enemigos hasta en las horas de la cruz; «en el hambre y en la sed» que Él experimentó, no sólo en el desierto y sobre la cruz, sino también y con frecuencia a lo largo de su vida pobre; «en la debilidad y en la tentación» que Él soportó en el desierto, en el Huerto de los olivos y en tantas otras ocasiones, pues Él era hombre como nosotros, excepto en el pecado.

 

Todo esto lo sufrió Cristo antes que nosotros y por nosotros. Y todo esto nos lo comunica Él como fuerza y energía en los sacramentos, sobre todo en el santo sacrificio de la Misa. Todo cuanto Cristo padeció como cabeza de la Iglesia, nos alcanza, cual savia divina, a todos los miembros de su Cuerpo Místico en provecho de la Iglesia. Así Él salva a sus ovejas. Así nos ayuda a recorrer nuestro camino, que antes fue el suyo.

 

Él camina con nosotros, si nosotros le seguimos: señalizando la ruta y confortándonos. Bajo su luz y con su fuerza, podemos seguir sus pasos. Si actuamos de esta manera, pertenecemos a sus ovejas, a su rebaño. Sólo entonces recibiremos de Él la vida eterna, porque sólo entonces seremos auténticos discípulos del Señor, cuya promesa permanece siempre válida: «Donde yo esté, allí estará también mi siervo» (Jn 12,26). ¡Miremos siempre hacia Él, mantengámonos firmes y próximos a Él, y Él nos conducirá a la vida eterna!

 

«Por tanto, vergüenza nos debiera dar a nosotros, siervos de Dios, que los santos hayan realizado las obras buenas y que nosotros, con sólo divulgarlas y predicarlas, queramos a su costa recibir honor y gloria».

 

Aquí Francisco se vuelve muy práctico y concreto. Con estas breves palabras nos alerta de un gran peligro para nuestra vida franciscana: el seguimiento de Cristo no consiste en hablar devotamente de la vida de Cristo, en hacer conmovedoras meditaciones acerca de la misma. Tampoco consiste en estudiar las vidas de los santos, que han sido extraordinarios en el seguimiento de Cristo, ni en hablar fervorosamente de ellos, ni en celebrar solemnemente sus fiestas, y quedarnos en eso, sin pasar más adelante. Hablar de estas cosas no es lo principal. Ocuparse piadosamente de ello, no es todavía suficiente ni fructuoso. Lo esencial es esto: contemplar a Cristo y, con la fuerza y vitalidad que nos han sido dadas, vivir como Cristo.

 

Así hicieron los santos; esto hizo nuestro padre san Francisco de manera muy singular. Lo otro debería causarnos vergüenza, pues seríamos de aquellos que, conociendo y hablando mucho, nada hacen. Y esto sería terrible.

 

Aprendamos la lección: Francisco quiso vivir como Cristo vivió, y así también debemos vivir nosotros, sus hijos. Comprometámonos a responder con gratitud, obligados por su amor hacia nosotros, al amor de Cristo, con nuestro amor realizado en la vida.

 

 ¿ESTAMOS PRONTOS PARA LLEVAR LA CRUZ?

 

La sexta Admonición de san Francisco es de un contenido y significado fundamental para nuestra vida franciscana. Por ello, y para mejor captar su trascendencia, vamos a plantear tres cuestiones sencillas que interroguen nuestro quehacer de cada día.

 

1.         ¿Tenemos la mirada siempre puesta en el Señor? ¿Contemplarle constituye para nosotros una necesidad? ¿Nos apremia conocerle cada vez más y mejor? ¿A Él, que por nosotros sufrió toda clase de penalidades? ¿A Él, que nos ha salvado de la muerte eterna? ¿A Él, de quien recibiremos o no la vida eterna, según qué y cómo le hayamos seguido en nuestra vida?

 

¿Le contemplamos para conocer con precisión su imagen, su vida, sus palabras y acciones, y para aprender a amarle con profundo agradecimiento? Esta forma de contemplar es una exigencia ineludible del amor vivo.

 

2.         ¿En nuestro quehacer cotidiano, nuestro obrar es consecuente con nuestro contemplar? ¿Hay coherencia entre nuestro conocer y la realidad de nuestra vida? El amor auténtico empuja a la identificación con el amado. Ahora bien, el camino del amor de Dios a nosotros, como se patentiza en la vida de Cristo, es un camino de humillación, de privación bajo todas sus formas, como describe detalladamente Francisco en esta exhortación. Por tanto, si el amor exige la identificación con el amado, el camino de nuestro amor a Dios ha de seguir la misma trayectoria de privación y de humillación.

 

Este nuestro amor debe concretarse y realizarse en todas las vertientes posibles a la manera que lo vemos en la vida de Cristo. Esto es, en último análisis, el misterio de nuestra pobreza, en la que nos vaciamos radicalmente hasta de nosotros mismos. Hacia ella quiere llevarnos realmente la unión con la vida y sacrificio de Cristo en la celebración diaria de la Eucaristía, cuya misteriosa realidad nos revela Francisco con estas palabras: «No os reservéis nada de vosotros para vosotros mismos, a fin de que os reciba enteramente quien se os entrega del todo» (CtaO 29.

 

Ante esta realidad, no podemos eludir algunas cuestiones eminentemente prácticas:

 

¿Seguimos al Señor aun cuando el viacrucis del vivir cotidiano se nos hace arduo y pesado? ¿No solemos entonces desviarnos gustosos por otros derroteros, o sea, los nuestros? ¿Caminamos por la senda estrecha y pedregosa del seguimiento de Cristo o, al contrario, continuamos andando por el ancho y cómodo camino del propio «yo», que lleva a la ruina?

 

¡Permanezcamos constantes en el camino de Cristo!:

 

«En la tribulación», cuando interior o exteriormente nos invada la aflicción, el sufrimiento, la desazón; cuando sintamos el impacto de la tristeza a causa de nuestros fallos, de nuestras debilidades; cuando nos agobie el desaliento de los otros o nos oprima la amargura de tantas otras cosas.

 

«En la persecución»: si nos encontramos con la incomprensión, si aun nuestras mejores intenciones y propósitos no son ni siquiera reconocidos, si más bien cosechamos desprecio.

 

«En la humillación»: cuando abierta y desconsideradamente somos víctimas de la injusticia, cuando somos calumniados o mal interpretados.

 

«En el hambre y en la sed»: cuando no se nos concede aquello de que gustosamente quisiéramos disponer, cuando se nos niega un derecho que creemos tener, cuando, tal vez, se me impide hacer lo que ardientemente desearía realizar.

 

«En la debilidad»: interna o externa, visible o, lo que es más frecuente y doloroso, no aparente.

 

«En la tentación»: cuando siento y experimento en mí, conmocionado, lo humano, lo excesivamente humano y primitivo, que está en el subsuelo de mi persona; cuando, tal vez, me perturban semejantes deficiencias en los otros.

 

¿En todos estos casos y circunstancias, estoy pronto y dispuesto a tomar sobre mí la cruz y seguir al Señor? ¿A Él, que es el buen Pastor y que a través de todas estas cosas nos guía con y hacia su amor, y quiere llevarnos al camino del amor desinteresado? ¿Constituyen para nosotros ocasiones que nos brindan, en la vida de cada día, la posibilidad de la privación, del sacrificio, de la entrega, en los que debe crecer y alcanzar su máxima expresión la respuesta de nuestro amor? ¡Esta es la pregunta decisiva que se nos dirige a todos!

 

3.         ¿Nos atañe también a nosotros la «vergüenza» de que habla Francisco en esta exhortación? ¿También nosotros hablamos piadosamente sin, al mismo tiempo, vivir piadosamente? ¿Nos mostramos recíprocamente y ante los hombres, interesados en todo lo referente a los santos, sin intentar, simultáneamente, ser también nosotros beneméritos delante de Dios por una vida santa? ¿Vivimos, de hecho y en verdad, una vida según la forma del santo Evangelio, unida a la de Cristo y semejante a la suya? ¿Nos entusiasmamos y exaltamos frecuentemente con deslumbrantes ideas religiosas, que luego no realizamos en nuestra vida? ¿Las proclamamos con entusiasmo, sin hacernos beneméritos ante Dios mediante su vivencia?

 

¡«Vergüenza nos debiera dar a nosotros, siervos de Dios», todo esto! Y precisamente éste es el peligro que va anejo a nuestra profesión de religiosos. Dejemos que todo ello interrogue nuestra vida religiosa. Entonces todo se desenvolverá en el ámbito del amor.

 

A lo largo de estas reflexiones, percibimos con toda claridad lo siguiente: para Francisco, el seguimiento de Cristo no es un entretenimiento intrascendente, no comprometedor ni vinculante; no es una ocupación «edificante». Para él, por el contrario, se trata de identificarse con el Amado en el amor. Y de tal manera llegó a hacerse uno con Él, que incluso llevó visiblemente en su cuerpo las señales del amor de Cristo.

 

Con estas palabras de exhortación, Francisco querría adentrarnos hasta lo íntimo del misterio de nuestra vocación. Querría ayudarnos a nosotros, hijos suyos, para que también pudiésemos responder con un gran amor, en nuestro quehacer de cada día, al gran amor de Cristo.