Meditación sobre la Admonición 5.ª de San Francisco

 

I. TODO ES DON DE DIOS

 

«Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu (cf. Gén 1,26). Y todas las criaturas que están bajo el cielo sirven, conocen y obedecen, a su modo, a su Creador mejor que tú. Y aun los mismos demonios no fueron los que le crucificaron, sino fuiste tú el que con ellos le crucificaste, y todavía le crucificas al deleitarte en vicios y pecados».

 

También aquí coloca Francisco entre las obras del amor de Dios el primer acto de su acción amorosa: la creación del hombre es algo grande, algo excelente. En cierto modo, en el hombre Dios se ha hecho visible, ha hecho visible su designio eterno. Por eso el hombre ha sido constituido mediante la creación de Dios en una «gran excelencia», en una total cercanía de Dios, en la cercanía de su Hijo amado. Esto es una gran verdad; es el incomprensible amor de Dios; es el amor creador que se ha llevado a cabo en el hombre, en su cuerpo y en su alma. El hombre tendría que reconocer y vivir todo esto en una agradecida respuesta de amor. Pero el hombre, que ha recibido todo esto, se vanagloria de ello como si no lo hubiese recibido (cf. 1 Cor 4,7).

 

¿Qué significa este «vanagloriarse»? Digámoslo de manera práctica: todos los talentos y energías de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu son dones de Dios, un regalo inmerecido que tenemos que devolver duplicado -como los talentos del Evangelio (cf. Mt 25,14ss)-. Por tanto, quien se envanece de lo que le regaló el Dios creador, se adueña de lo que es propiedad de Dios, usurpa la propiedad de Dios. Tenemos que permanecer siempre conscientes de esta relación fundamental. ¿No puede tomarnos Dios en cualquier momento lo que Él nos ha dado? Quien es totalmente pobre ante Dios se reconoce a sí mismo y cuanto posee como regalo de Dios, el «gran limosnero» (2 Cel 77) de bondad y de amor, para servirle a Él, Señor nuestro, con todas las energías del cuerpo y del espíritu. En vez de vanagloriarnos de nada, deberíamos preguntarnos si todo lo que somos y tenemos lo ponemos al servicio y para glorificación de Dios, a la vez que reconocemos que Él es nuestro Señor y Creador y le obedecemos y servimos.

 

Para que este examen de conciencia sea plenamente sincero, Francisco cita las criaturas irracionales, que se atienen, a su modo, según su naturaleza, al orden que Dios les ha establecido. Viven y crecen como Dios quiere: las estrellas en el cielo, los animales y las plantas, todos, a su modo, sirven y obedecen, glorifican y reconocen a Dios como Señor, y mejor que nosotros, que abusamos egoístamente una y otra vez, con el pecado, de los dones y fuerzas que Dios nos ha prestado. ¿No tenemos nosotros sobrados motivos para ser humildes, para reconocer nuestra nada ante Dios, si pensamos que con el pecado «seguimos crucificando» a Cristo? En el pecado el hombre quiere apropiarse de algo; quiere tener algo propio; rechaza a Dios como Señor y dueño de lo que ha creado. Por eso amonesta Francisco «en la caridad que es Dios» a todos sus seguidores: «que procuren humillarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por ellos... Y tengamos la firme convicción de que a nosotros no nos pertenecen sino los vicios y pecados» (1 R 17,5-7). Dicho de otro modo: debemos reconocer que somos en todo un regalo de Dios. No puede vanagloriarse uno de lo que se le ha regalado, sino simplemente procurar ser digno del regalo. Por eso debemos tener siempre muy presente en cuán grande excelencia nos ha constituido Dios, el Señor; y así viviremos sin retener nada para nosotros mismos, restituyendo a Dios lo que es de Dios (cf. Adm 11,4).

 

«¿De qué, pues, puedes gloriarte? Pues, aunque fueses tan agudo y sabio que tuvieses toda la ciencia (cf. 1 Cor 13,2) y supieses interpretar toda dase de lenguas (cf. 1 Cor 11,28) y escudriñar agudamente las cosas celestiales, no puedes gloriarte de ninguna de estas cosas; pues un solo demonio sabía de las cosas celestiales, y sabe ahora de las terrenas más que todos los hombres, aunque hubiera alguno que recibiera del Señor un conocimiento especial de la suma sabiduría».

 

El peligro de «vanagloriarse» es particularmente grande cuando pensamos en nuestro saber y poder; si somos especialistas, sobre todo si somos especialistas famosos, en nuestra materia; si tenemos habilidades y capacidades, ciencia y virtudes, que otros se esfuerzan inútilmente en conseguir; si el Señor nos ha regalado dones que no ha concedido a otros. ¡Cuán fácilmente surge entonces la arrogancia, e incluso el orgullo! ¡Se mira a los demás por encima del hombro! ¡Uno cree que está por encima de los demás! ¡Con qué facilidad se olvida que todo pertenece a Dios y no a nosotros mismos! Francisco rompe también esta presunción: el saber y el poder no deciden sobre el valor de un hombre, no dan más valor a una criatura; si así fuese, los espíritu malos, los demonios, valdrían más que todos los hombres, pues cada uno de ellos, como espíritu puro, sabe más que todos los hombres juntos. Por consiguiente, tampoco en el saber y en el poder existe motivo para enorgullecernos. En esto no puede uno vanagloriarse, pues «a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más» (Lc 12,48). El auténtico pobre será un celoso administrador de los dones de Dios, se colocará en actitud de obediente servicio a Dios. ¡Eso es exactamente lo que no hacen los demonios!

 

«Asimismo, aunque fueses el más hermoso y rico de todos y aunque hicieses tales maravillas que pusieses en fuga a los demonios, todas estas cosas te son perjudiciales, y nada de ello te pertenece y de ninguna de ellas te puedes gloriar».

 

Ni la riqueza, ni la belleza, ni siquiera el don de hacer milagros son motivo de vanagloria. «Todas estas cosas te son perjudiciales», es decir, no provienen de ti, te han sido regaladas sin mérito alguno tuyo. Tú eres únicamente instrumento del que Dios se sirve. En modo alguno son propiedad tuya: «y nada de ello te pertenece». ¿Pero qué actitud se tiene hoy a este respecto, incluso quizás entre nosotros? ¿Acaso cuando juzgamos y valoramos a otros hombres no consideramos como decisivo lo que éstos parecen tener (riqueza, belleza, dotes extraordinarias) y no cómo son y viven realmente ante Dios? Lo que nosotros valoramos, no tiene consistencia ni peso ante Dios; y todo es, además, propiedad de Dios. Ante Él cuenta y pesa cómo empleamos sus dones y regalos para su gloria. Si nos juzgamos basándonos en este criterio, ¿no somos miserables y pequeños ante Dios? ¿No desaparece así de un soplo cualquier motivo de vanagloria? Entonces nos reconocemos pobres, verdaderamente sin nada propio. Entonces brota de ese ser pobre la humildad de criaturas de quien atribuye todo bien en su vida a sólo Dios y lo considera propiedad de Dios.

 

«Por el contrario, es en esto en lo que podemos gloriarnos: en nuestras flaquezas (cf. 2 Cor 12,5) y en llevar a cuestas diariamente la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo (cf. Lc 14,27)».

 

Después de relatar a los corintios los dones que ha recibido, Pablo concluye con estas palabras: «Y en cuanto a mí, sólo me gloriaré de mis flaquezas» (2 Cor 12,5). Y escribe a los gálatas: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Gál 6,14). Como pecadores, lo único que podemos exhibir ante Dios es su amor, que nos ha redimido en la cruz de Cristo. En Cristo, Dios perdona nuestras flaquezas. A través de la gracia redentora de la cruz de Cristo, llena nuestro «no tener nada» con su misericordia. El único motivo, por tanto, de nuestra gloria es el amor misericordioso de Dios, que llena nuestra pobreza con su riqueza, que convierte en buenas nuestras flaquezas si estamos dispuestos a llevar cada día la cruz de Cristo. Debemos por tanto hacer ahora, como pobres que somos, lo mismo que haremos eternamente como redimidos: cantar eternamente el amor de Yahvéh (cf. Sal 89,2).

 

 

 

II. LA POBREZA EN NUESTRA RELACIÓN CON DIOS

 

Estas breves reflexiones sobre las palabras de san Francisco ya nos muestran con cuánta seguridad nos introduce nuestro Padre en el misterio último de la perfecta pobreza. En la pobreza franciscana se trata realmente no sólo de la correcta relación del cristiano con las cosas externas, sino también y sobre todo de una actitud fundamental del hombre creado y redimido ante Dios. Esta actitud fundamental es lo que queremos subrayar un poco más con algunas preguntas.

 

1.         ¿Cuál es mi actitud ante la pobreza interior, la verdadera humildad, el ser pequeños ante Dios? ¿Estoy libre de presunción y de orgullo? ¿O miro por encima del hombro a los demás, desde la posesión de mi supuesta superioridad? Tal vez nos acercaremos un poco más a la citada humildad si nos preguntamos con franqueza: ¿cómo me comporto si soy ignorado o menospreciado? ¿Cómo reacciono cuando otro es alabado y yo soy reprendido? Tal vez es más importante aún esta pregunta: ¿Qué sucede cuando soy alabado y elogiado? ¿Estoy en ese caso dispuesto siempre a reconocer los derechos de propiedad de Dios, a no apropiarme de lo que le pertenece? ¿Sirvo también a mi Creador sin caer en mi propio servicio? ¿Reconozco y acepto también su obra en mí, o me engalano con sus dones? ¡Estas preguntas, contestadas con seriedad, evidencian si me vanaglorio y me coloco en el centro, o si me esfuerzo por vivir «sin nada propio»! La siguiente pregunta nos introduce en profundidades todavía mayores.

 

 

 

2.         ¿Cuál es mi actitud ante el agradecimiento, ante la evidente y espontánea gratitud por todos los dones exteriores e interiores recibidos de Dios? ¡Cuanto más pobre y colmado de regalos se reconoce el cristiano, tanto más agradecido es a Dios! ¡Y cuanto más agradecido, más verdaderamente humilde! La raíz de la que brota la auténtica gratitud consiste en «vivir» siempre ante Dios «sin nada propio». Pensemos en el «misterio de nuestra fe», en la santa Misa: la Eucaristía supone necesariamente el ofertorio, la entrega total a Dios. Sólo quien se entrega sin reservas a Dios, es capaz de celebrar la acción de gracias, la Eucaristía; cuanto más se ofrece, tanto más puede colmarlo Dios en la comunión. El pobre agradecido es el recipiente vacío en el que puede derramarse sin impedimentos ni medida el amor de Dios. ¿Somos agradecidos de esa forma, no sólo de palabra, sino con nuestras obras y actitud? ¿La celebración diaria de la Eucaristía es el elemento modelador de nuestra vida, en el que entregamos a Dios, como enteramente pobres, la gloria en todo?

 

 

 

3.         ¿Cuál es mi actitud ante la alegría de nuestra redención? ¿Es la cruz de Cristo mi única seguridad y absoluta confianza? ¿Confío sólo en su gracia, en su misericordia? ¿Nos gloriamos en nuestras flaquezas, es decir, ensalzamos en todo y a pesar de todo la misericordia de Dios? ¿Crece nuestra alegría sobre la profunda base de que el Señor es tan bueno para con nosotros a pesar de todos nuestros pecados? Entonces la confesión y reconocimiento de nuestras flaquezas, de nuestra pobreza se convierte en alabanza del amor misericordioso de Dios. Entonces se nos regala esa alegría que nadie nos puede arrebatar. Cuanto más fuerte es esta alegría, tanto más humildes y pequeños permanecemos ante Dios. Y este es el camino hacia el Reino de Dios, como dijo el mismo Señor cuando los discípulos le preguntaron quién es el mayor en el Reino de Dios: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18,1-4).