Meditación sobre la Admonición 4.ª de San Francisco

 

«No vine a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28), dice el Señor. Los que han sido constituidos sobre otros, gloríense de tal prelacía tanto como si estuviesen encargados del oficio de lavar los pies a los hermanos. Y cuanto más se alteren por quitárseles la prelacía que el oficio de lavar los pies, tanto más atesoran en sus bolsas para peligro del alma (cf. Jn 12,6)».

 

La tentación del poder y del abuso de la propia autoridad no sólo se da en los no cristianos; es igualmente un riesgo para el cristiano. Como tentación, está vinculada también al cargo de superior en la Orden. Francisco advirtió por ello en repetidas ocasiones sobre tal peligro, que amenaza el objetivo de la vida franciscana: «Y el ministro procure proveer tal como querría que se hiciese con él si se encontrase en caso semejante. Y nadie sea llamado prior, mas todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro (cf. Jn 13,14)» (1 R 6,2-3); «Y recuerden los ministros y siervos que dice el Señor: "No vine a ser servido, sino a servir" (Mt 20,28)» (1 R 4,6); «Y ningún ministro o predicador se apropie el ser ministro de los hermanos o el oficio de la predicación; de forma que, en cuanto se lo impongan, abandone su oficio sin réplica alguna» (1 R 17,4); «Y los ministros acójanlos caritativa y benignamente, y tengan para con ellos una familiaridad tan grande, que puedan los hermanos hablar y comportarse con los ministros como señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,5-6). Con palabras severas amonesta Francisco que no se tome el oficio de superior como posición de poder y dominio (cf. 1 R 5,9-12, reproducido más adelante). Por eso no quiso nunca que se llamase a nadie prior, el primero. Francisco quería que el oficio de superior se ejerciera según las actitudes fundamentales de la forma de vida franciscana. La fraternidad franciscana no puede prescindir de superiores responsables. Pero quien es superior debe seguir siendo tan hermano menor como el último de sus súbditos. De este importante deseo trata san Francisco en su Admonición 4ª.

 

 «No vine a ser servido, sino a servir».

 

Desde el pecado original, con el que nuestros primeros padres quisieron tener lo que Dios no les había concedido y llegar a ser lo que no les correspondía, la codicia y el afán de poder son vicios capitales en la vida del hombre. Con el afán de poseer y de poder, el hombre se sustrae al señorío de Dios y trata de construirse su propio señorío. En lugar del Reino de Dios, quiere edificar su propio reino.

 

Por eso el Hijo de Dios, cuando quiso reconstruir el Reino de Dios, vino en pobreza y humildad. A través de su humildad y su pobreza somos redimidos de todas las tentaciones de avaricia y de dominio. Si aceptamos la redención con verdadera penitencia, con una auténtica conversión del corazón, el Reino de Dios puede hacerse realidad en nosotros y entre nosotros: «El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). Quien quiere, pues, servir a la venida del Reino de Dios debe, como lo hizo Francisco, «guardar la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 12,4); esta norma está en vigor de manera especial cuando se ejerce el servicio de superior: «No vine a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28), dice el Señor».

 

Francisco empieza esta admonición, al igual que muchas otras, con una frase de la Sagrada Escritura; con esta frase describe Cristo, el Señor, su obra redentora con gran claridad. No ha venido a dominar sobre los hombres, sino a servir «y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28). Jesús dice con toda claridad a sus discípulos, que eran presa del afán de poder y de dominio y discutían entre sí sobre el primer puesto en el futuro reino del Mesías: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo vuestro» (Mt 20,25-27).

 

El Reino de Dios tiene, por tanto, medidas totalmente contrarias a las de los reinos de este mundo. En él debe superarse todo afán de poder mediante el servicio a los demás. El ejemplo redentor de Cristo está en vigor para todos. Como Cristo, nadie debe ambicionar estar sobre los otros o hacerles sentir la propia fuerza. En el Reino de Dios nadie debe hacerse servir como hacen los grandes de este mundo. El que ha sido redimido para el Reino de Dios tiene su vida subordinada, como la de Cristo, a la ley del servicio a los demás, que lleva en algunas circunstancias hasta el don de la propia vida. El hombre redimido toma así parte en la obra redentora de Cristo. Mediante esta humildad puede desarrollarse en él la gracia de la redención; con ella se desarrolla igualmente la gracia de la redención en la convivencia de los cristianos. A través de este servicio de amor fraterno crece, por tanto, el Reino de Dios, que fue destruido por el pecado.

 

Dado que Francisco quería servir a la venida del Reino, quedó profundamente impresionado por esta frase del Señor: «Ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. (¡Lo que aquí se dice tiene vigencia tanto dentro como fuera de nuestras fraternidades!). Pues, como dice el Señor en el Evangelio, los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos; no será así entre los hermanos (cf. Mt 20,25-26); y todo el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo, y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor (cf. Lc 22,26)» (1 R 5,9-12). Francisco vio en esta humildad una participación especialmente importante en la forma de vida evangélica, a la que se sabía llamado tanto él como sus seguidores. Como menores, debían rechazar, especialmente si ejercían un cargo directivo en la comunidad, toda ambición de dominio y de poder a fin de estar siempre dispuestos y prontos a servir a todos. Por ello precisamente llamó Francisco a los superiores de la Orden «ministros y siervos».

 

«Los que han sido constituidos sobre otros, gloríense de tal prelacía tanto como si estuviesen encargados del oficio de lavar los pies a los hermanos».

 

No se da ninguna sociedad verdadera sin los correspondientes superiores o responsables y súbditos. En toda sociedad debe haber alguien que lleve la dirección responsable. De lo contrario surgen entre los hombres, marcados como estamos por las consecuencias del pecado original, confusión y contraposiciones, pero no una sociedad ordenada. Esta necesidad se impone sobre todo cuando las sociedades crecen. Francisco tuvo experiencia de este hecho. En los inicios de la Orden bastaba su presencia. Él era simplemente el padre y el maestro, el pedagogo y el superior. Pero cuando el grupo de los hermanos aumentó y se dividió, cada uno de los grupos necesitó un superior propio, que fuera responsable del conjunto. Vemos, pues, cómo Francisco no se cerró ante esta necesidad de la vida humana. Pero tuvo sumo cuidado de que este cargo permaneciera ajustado al espíritu de la fraternidad. El cargo de superior debe ser desempeñado según el espíritu del Evangelio. El superior sigue siendo hermano entre los hermanos; por eso lo llama Francisco «hermano superior -prelado-». Su cargo no es vitalicio y nadie debe considerarlo como propiedad: «Y ningún ministro o predicador se apropie el ser ministro de los hermanos o el oficio de la predicación (tal pretensión atentaría contra la pobreza franciscana); de forma que, en cuanto se lo impongan, abandone su oficio sin réplica alguna» (1 R 17,4). Nadie, así lo afirma Francisco en el mismo contexto, debe gloriarse ni gozarse en sí mismo, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; «más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por ellos», antes bien, todos los hermanos deben procurar «humillarse en todo» (cf. 1 R 17,5-6).

 

Como Cristo, cabeza de la Iglesia, sirve a todos en el amor, así también el superior, «cabeza de esta Religión» (1 R 1,3), debe servir a todos: «pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,6). Del mismo modo que Cristo, el Señor y el maestro, prestó a sus discípulos el humillante y despreciado servicio de lavarles los pies (cf. Jn 13,1ss), del mismo modo debe el superior ejercer su cargo con idéntico espíritu de servicio: «Y lávense los pies el uno al otro» (1 R 6,3). Debe incluso alegrarse más si se le impone este humillante y despreciado servicio que si fuera elegido superior. Debe alegrarse ya que, en todo caso, ha sido llamado a servir. Tal es el espíritu que deben tener todos los que en la familia franciscana son encargados de mandar sobre los otros.

 

A esta actitud del superior debe corresponder una actitud equivalente en el súbdito. Francisco la describe nítidamente en el Testamento: «Y de tal modo quiero estar cautivo en sus manos (del superior), que no pueda ir o hacer fuera de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor» (Test 28). Como el superior encuentra al Señor en su súbdito al que sirve (cf. la frase de fray Gil: «Quien quiera tener paz y reposo, vea en cada hombre a su superior»), de la misma manera el súbdito encuentra al Señor en su superior, al cual debe por tanto «obediencia y reverencia» como si fuera el mismo Señor. ¡Sólo en esta humildad recíproca y respetuosa crece un proceder justo!

 

«Y cuanto más se alteren por quitárseles la prelacía que el oficio de lavar los pies, tanto más atesoran en sus bolsas para peligro del alma».

 

La última frase («tanto más atesoran...») es una alusión a Jn 12,4-6, donde se habla de Judas, el traidor, que tenía la bolsa del dinero y robaba el dinero que se metía dentro. Quiere decir, en resumen, que quien se turba porque se le quita el mando adquiere una mala moneda con la que puede comprar su condenación (cf. Sabatelli, Gli Scritti, 97, n. 1).

 

Francisco es un perfecto conocedor del hombre. Por eso indicó aquí un signo infalible para reconocer si uno posee dicho espíritu: su actitud en el caso de que sea relevado del cargo. En tal circunstancia uno debe permanecer exactamente igual de contento, exactamente tan poco afectado como si hubiese sido relevado del servicio de lavar los pies. Si no existe este espíritu, «atesoran en sus bolsas» (así se afirma textualmente) como Judas, quien se convirtió en traidor por afán de poder. Aquí se percibe cuán profundamente arraigado está este espíritu en la pobreza franciscana, que no quiere tener nada para sí. Ella es la verdadera raíz de todo lo demás. El Reino de Dios es sólo para quien vive según este espíritu de pobreza (cf. Mt 5,3). Lo que no es vivido según este espíritu de pobreza es «peligro del alma», del Reino de Dios en nosotros y por nosotros.

 

Consecuencias y aplicaciones prácticas

 

Las admoniciones segunda, tercera y cuarta de san Francisco están íntimamente unidas entre sí. Tratan de dos fuerzas fundamentales desde las cuales se construye el Reino de Dios: la obediencia a Dios y la humildad ante el prójimo.

 

Estas dos fuerzas fundamentales exigen del hombre que no quiera dominar, sino servir. Ellas liberan al hombre y lo hacen disponible para no tener nada para sí y, por tanto, para querer ser totalmente pobre. La obediencia y la humildad son por ello formas concretas de expresión de la pobreza, a la que se le ha prometido el Reino de Dios y que desbarata cualquier mal que pueda poner óbice al Reino de Dios.

 

En esta pobreza radica, por consiguiente, la más importante contribución del franciscano a la construcción y desarrollo del Reino de Dios. Por eso no debe nadie apropiarse de ninguna precedencia; todo superior, animado por este espíritu de pobreza, debe desempeñar su cargo con el mismo espíritu de servicio con que Cristo se inclinó a lavar los pies a sus discípulos. En caso contrario, pone su alma en grave peligro. Intentemos, pues, sacar las principales consecuencias que de todo esto se siguen para nuestra vida:

 

1.    ¿Estamos dispuestos a seguir al Señor en obediencia y humildad? ¿Tiene nuestra vida realmente en cuenta las palabras: «Esta es la regla y vida de los hermanos (y hermanas): vivir en obediencia, en castidad y sin nada propio, y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo (1 R 1,1)»? ¿Estamos convencidos de que es precisamente mediante esta «vida del Evangelio» (1 R Pról 2) como servimos a la venida del Reino de Dios? Este es nuestro apostolado de la vida, que podemos realizar en todas partes y siempre. ¿Colaboramos así a la realización y cumplimiento de la misión de Cristo, que fue obediente hasta la muerte y está «en medio de nosotros como el que sirve» (Lc 22,27)? De esta forma nos convertimos, para expresarlo con palabras de santa Clara, en colaboradores de Dios en su obra de salvación y apoyos de los frágiles miembros de su maravilloso cuerpo, la santa Iglesia (cf. 3CtaCl 8).

 

2.    «Los que han sido constituidos sobre otros...»: aquí debemos pensar no sólo en el cargo de superior, sino en todas las posibilidades en que los hombres están subordinados a otro hombre. ¿Vemos todo cargo, toda misión, como la describe aquí Francisco, a la luz del lavatorio de los pies? ¿Lo consideramos como un servicio a los que nos están subordinados? ¿Somos conscientes de que somos llamados «siervos y ministros» de los demás? Digámoslo de manera práctica: ¿Estoy dispuesto y pronto a servir a todos con mis conocimientos y mi capacidad? ¿No retengo nada para mí, a fin de hacer sentir a los otros mi superioridad (= ¡mi fuerza!)? ¡En tal caso ambicionaría dominar sobre los otros! Pero eso, como dice expresamente el Señor, no debe ocurrir en el Reino de Dios.

 

3. ¿Cómo me comporto cuando se me priva de un cargo o soy relevado de una tarea? ¿Me irrito o, incluso, me ofendo? ¿Me siento humillado y zaherido? ¿Sé describir detalladamente, incluso después de años, cómo fui malentendido entonces? Semejantes y parecidos signos serían una prueba de que no soy pobre de espíritu y de que, por tanto, estoy todavía lejos del Reino de Dios. En todo esto hay «peligro del alma», porque se retrocede a la irredención y se cae fuera del Reino de Dios.

 

Con estas tres admoniciones (2.ª, 3.ª y 4.ª) comienza el «cantar de los cantares» de la pobreza de espíritu, de la pobreza interior, que Francisco canta estrofa a estrofa en sus «palabras de santa admonición». En ellas se nos despliega el «Mysterium paupertatis», el gran misterio de la pobreza, en el cual el «anonadamiento» de Cristo es imitado humanamente y, puesto que el hombre «deja todo lo que posee» en seguimiento de la llamada de Cristo, se crea el espacio para la venida del Reino de Dios, en el cual Dios es todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).

 

Estas exhortaciones que, por su estilo y contenido, indican que Francisco es su autor, son una auténtica revelación de su convicción y voluntad íntimas. Desgraciadamente han sido poco valoradas en las investigaciones modernas sobre san Francisco. Ellas habrían impreso una dirección bastante diferente a las discusiones sobre los ideales de san Francisco.