Meditación sobre la Admonición 3.ª de San Francisco
Francisco consideraba la obediencia como una parte integrante tan esencial de la vida franciscana que describe la incorporación a la Orden con esta simple expresión: «Sea recibido a la obediencia» (1 R 2,8), «los otros hermanos que han prometido obediencia» (1 R 2,13), «sean recibidas a la obediencia» (2 R 2,11), «los que ya han prometido obediencia» (2 R 2,14). También santa Clara asumió este concepto para sus hermanas (RCl 2). Esta manera de pensar puede parecernos extraña a primera vista, pues estamos habituados a considerar la pobreza como el elemento esencial de nuestra vida religiosa franciscana. Tal vez ello se deba a que hemos separado demasiado la obediencia de la pobreza, en tanto que Francisco considera ambas actitudes fundamentales estrechamente unidas. Así nos lo muestra claramente su Admonición 3ª. Vamos, pues, a considerarla, dividiéndola en dos partes.
I. LA RENUNCIA A LA PROPIA VOLUNTAD
«Dice el Señor en el Evangelio: Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser
discípulo mío (Lc 14,33); y: Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá (Lc 9,24).
»Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado. Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad
del prelado y mientras sea bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia.
»Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo
que le manda el prelado. Pues ésta es la obediencia caritativa (cf. 1 Pe 1,22), porque satisface a Dios y al prójimo» (Adm 3).
Como en la mayoría de sus admoniciones, también en ésta, tan importante para la vida comunitaria de toda fraternidad franciscana, se basa Francisco en las palabras de la Sagrada Escritura. Hemos oído ya estas palabras de Cristo con frecuencia. Son muy importantes para toda formación a la vida de la Orden. Por eso, debemos escucharlas otra vez, y como si fuese la primera:
«Dice el Señor en el Evangelio: Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y: Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá (Lc 9,24)».
¡Así nos habla el Señor también a nosotros! Su palabra, presente y actual, suena en nuestro aquí y ahora. ¿Nos sentimos, como «verdaderos discípulos de Cristo», interpelados por Él?
¡Fijemos nuestra atención en primer lugar, y especialmente, en la segunda palabra! En realidad debería traducirse: «Quien quiere salvarse a sí mismo, se perderá». ¡Una palabra que resulta chocante! El que quiere ponerse a sí mismo a seguro, se pone precisamente en el peligro de conseguir todo lo contrario. Ambas palabras contienen una misma exigencia: el discípulo de Cristo tiene que renunciar a todo, tiene que abandonar todo, y en primer lugar a sí mismo. En las dos palabras del Señor se trata, por tanto, de ser totalmente pobres. Al discípulo de Cristo no le está permitido desear tener nada para sí. «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29). Deben pertenecer enteramente al Señor. Su voluntad tiene que ser transformarse por completo en propiedad de Dios.
«Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado».
Salta a la vista que, para Francisco, la obediencia es el grado sumo de la pobreza total, pues en ella el hombre renuncia a su propio querer (véase la Admonición 2ª: es desobediente quien «reivindica su propia voluntad como propiedad personal»; cf. más arriba y en Sel Fran n. 36, 1983, 384-390). El libre albedrío es la más profunda posesión del hombre, y la de más difícil renuncia. Esta renuncia sólo puede producirse a fin de que en nuestra vida se haga exclusivamente la voluntad de Dios, como pone de manifiesto Francisco cuando exhorta a sus hermanos a pensar que «renunciaron por Dios a los propios quereres» (2 R 10,2).
Todos, sin duda, queremos obedecer a Dios. Quisiéramos hacer todas las cosas cumpliendo su palabra. Pero Dios no se hace visible en nuestra vida. No nos habla de manera que lo oigamos directamente a Él. Se sirve de instrumentos humanos, esto es, de los superiores que nos ha dado a través de su Iglesia. Así y todo son instrumentos humanos, con frecuencia demasiado humanos. Esto es lo que hace a veces tan difícil la obediencia. Por eso la obediencia es realmente: abandonar todo, renunciar a sí mismo, dejarse conducir y guiar por hombres que son representantes de Dios.
Esta obediencia, naturalmente, sólo es posible en la fe; en esa fe que confía que Dios actúa en su Iglesia y guía a los suyos a través de sus autoridades ministeriales: «Bienaventurados los obedientes; pues Dios no permitirá que caigan en el error» (Francisco de Sales).
«Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad del prelado y mientras sea también bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia».
La obediencia, por tanto, no sólo debe practicarse cuando se manda o se exige algo terminantemente, sino que debe ser una actitud de toda la vida. En nuestra vida no debería haber realmente nada contrario a la voluntad de los superiores. Deberíamos permanecer en la obediencia, aun cuando el superior no esté presente, incluso cuando estemos completamente solos. Por supuesto, Francisco fija un límite: sólo es lícito seguir la obediencia en lo que es bueno en sí. Sólo entonces vivimos de acuerdo con la voluntad de Dios, tal como llegamos a conocerla en el mandato del superior: esto «constituye la verdadera obediencia». Aquí existe naturalmente una grave obligación para todos los que han sido nombrados superiores por la Iglesia: sólo les es lícito exigir por obediencia lo que es bueno, es decir, lo que coincide con la voluntad de Dios. Por eso, ¡obedecer es ciertamente más fácil que mandar!
«Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo que le manda el prelado».
Es muy posible que el súbdito considere algo mejor y más provechoso para su vida religiosa que lo que el superior le manda. En tal caso, Francisco opina que es más importante y meritorio obedecer que seguir la propia opinión y criterio. Evidentemente, también aquí está en vigor el principio: «mientras sea bueno lo que hace». Hacer lo bueno, por obediencia, es más meritorio que hacer, sin obediencia, lo mejor. Ya no se trata de nosotros, de nuestros criterios y opiniones, sino del cumplimiento de la voluntad de Dios, aun cuando en ello el hombre se pierda a sí mismo.
Aquí percibimos una vez más que la perfecta obediencia sólo es posible en la fe sólida de que Dios sostiene en sus manos nuestra vida y gobierna y guía todas las cosas mejor de lo que podemos imaginarnos. Dios sabe todo mejor que nosotros y puede hacer cumplir su voluntad a través de quien quiere. Por eso, debemos abandonarnos confiadamente a su conducción.
En esta fe sólida se puede «sacrificar lo suyo voluntariamente a Dios» y cumplir con energía lo que ordena el superior. La obediencia se transforma así en un sacrificio, en el que nos ofrecemos enteramente a Dios, porque hemos renunciado a todo y nos hemos vaciado de nosotros mismos. Este sacrificio de obediencia nos introduce en el sacrificio de Cristo, que «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz» (Fil 2,8). Por eso prosigue Francisco:
«Pues ésta es la obediencia caritativa (cf. 1 Pe 1,22), que satisface a Dios y al prójimo».
A esta obediencia la llama también Francisco la «verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,15). Jesús agradó a Dios y salvó a los hombres, devolvió a su orden original nuestra pecaminosa desobediencia a Dios y de este modo nos reconcilió con Dios. Nosotros debemos llevar a la práctica con Cristo esta autohumillación suya, su obediencia: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Fil 2,5). Quien es obediente de esta forma con Cristo, participa en la tarea redentora de Cristo, en su obra salvífica. Lleva a cabo con Cristo la entrega de la propia voluntad, a fin de que Dios sea glorificado en todo: «porque satisface a Dios» (traducción alemana: agrada a Dios).
Esta obediencia introduce también en la Iglesia la obediencia salvífica de Cristo, la mantiene viva en la Iglesia, salvando y santificando: y «satisface al prójimo» (traducción alemana: salva al prójimo). Esta es la grandeza de nuestra vocación. Por eso dijimos nuestro «Sí», cuando prometimos en la profesión «vivir en obediencia», en esta verdadera y caritativa obediencia de nuestro Señor Jesucristo.
Consecuencias y aplicaciones prácticas:
Mediante la obediencia participamos en la redención
En su Admonición 3ª, Francisco trata cuestiones actuales que de alguna manera nos inquietan a todos. Tal vez estas cuestiones son hoy particularmente candentes. Francisco no las trata desde la periferia, sino desde el centro de la vida cristiana. Por eso percibimos cuán importantes pueden ser también sus realizaciones para nuestro tiempo. Veámoslas en detalle.
1. ¿Estamos dispuestos a renunciar a todo por el Señor? Francisco «solía decir que no ha dejado todas las cosas por el Señor quien se reserva la bolsa del juicio propio» (2 Cel 140). Renunciar a toda posesión exterior puede resultar fácil, y más fácil todavía en nuestras fraternidades que aspiran a ello. Pero renunciar a uno mismo, negarse a uno mismo, día a día, a lo largo de toda la vida, siempre y en todas partes, es difícil y resulta cada vez más difícil conforme vamos entrando en años. Ofrecerse a sí mismo en la oración «Hágase tu voluntad», es de una importancia decisiva para la venida del Reino de Dios. Y eso se realiza en la obediencia. ¿Estamos dispuestos a ello?
¡Pidamos a la Providencia divina una fe sólida, para poder colaborar como hombres obedientes a la venida del Reino de Dios!
2. ¿Estamos dispuestos a obedecer a Dios en sus representantes, que nos ha dado la Iglesia? Francisco nos exhorta: «El súbdito no tiene que mirar en su prelado al hombre, sino a aquel por cuyo amor se ha sometido. Cuanto es más desestimable quien preside, tanto más agradable es la humildad de quien obedece» (2 Cel 151). ¿Tenemos esta visión de fe? Pensemos en el ciego de nacimiento del Evangelio, que logró ver porque creyó (Jn 9,1-38). Así también, en la obediencia basada en la fe, lograremos nosotros ver por la voluntad de Dios.
Contemos también con la posibilidad de sustraernos fácilmente a la obediencia cuando buscamos excusarnos en las cualidades humanas, demasiado humanas con frecuencia, del superior. En tales casos afloran expresiones como: «Él mismo no hace lo que dice». «Lo conozco demasiado bien». «Como especialista que soy, debo saberlo mejor que él». También el leproso Naamán el sirio quería saber más que el profeta Eliseo. Pero fue curado sólo después de haber renunciado a su propia opinión y haber obedecido a lo que le había mandado el «hombre de Dios» (2 Re 5,1-19).
Pero debe tenerse también en cuenta el peligro contrario: que el súbdito haga todo lo que se le manda con servilismo, sin examinarlo e irreflexivamente. Contra esto dice expresamente Francisco: «Y nadie esté obligado por obediencia a obedecer a alguien en lo que se comete delito o pecado» (2CtaF 41). Y esto simplemente porque en sus representantes obedecemos a Dios. La obediencia debe lograr que se cumpla, siempre y en todas partes, la voluntad de Dios.
Obviamos ambos peligras con una fe auténtica, en la que aprendemos a ver la voluntad de Dios. Debemos vivir esta fe como hombres obedientes, es decir, como hombres que obedecen a Dios.
3. ¿Estamos dispuestos a obedecer con Cristo? La desobediencia a Dios va hoy en aumento. La mayoría de los hombres siguen su propia voluntad. Construyen su vida siguiendo su propio criterio, despreocupados de la voluntad de Dios. El peligro que esto supone para la vida interior de 1a Iglesia, salta a la vista. Por la desobediencia del pecado se impide también hoy a muchos hombres la redención mediante la obediencia de Cristo. Así muchos miembros de la Iglesia permanecen en estado de irredención. ¿Queremos ayudar en la vida interna del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, a estos miembros? Pues «si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Cor 12,26-27). ¡Precisamente hoy la Iglesia necesita cada vez más de la aportación de nuestra vida obediente! Necesita de nuestra vida como religiosos, que se someten a la palabra de Cristo: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15). De esta forma, le ayudamos en su obra salvifica.
Precisamente deberíamos participar cada día en él sacrificio de Cristo en la santa Misa con esta intención. En la santa Misa queremos crecer interiormente en la muerte obediente de Cristo, ofreciéndonos a nosotros mismos por entero en sacrificio. Entonces se nos da también cada día, en dicha celebración, la fuerza para llevar la cruz de una vida en obediencia. Entonces experimentaremos la bendición de la obediencia que nos ha prometido Francisco: «Y mientras perseveren en los mandatos del Señor, que prometieron por el santo Evangelio y por su forma de vida, sepan que se mantienen en la verdadera obediencia, y sean benditos del Señor» (1 R 5,17).
II. LA OBEDIENCIA A DIOS
A TRAVÉS DE SUS REPRESENTANTES
La obediencia es el punto culminante de una vida en pobreza total, en la que el hombre abandona todas las cosas y no retiene nada para sí mismo. En la obediencia el hombre se compromete a permanecer libre para Dios y el cumplimiento de su santa voluntad. Dice «No» a sí mismo para decir «Sí» a Dios sin ningún impedimento. «Se pierde a sí mismo para salvarse». Así la obediencia nos libera de toda voluntad propia que está en oposición a Dios. Esta obediencia «por Dios», que llevamos a cabo con y en Cristo, vence al pecado. Como ratificación de la obediencia de Cristo, que glorifica a Dios y nos redime, «satisface a Dios y al prójimo» (texto alemán: glorifica a Dios y salva al prójimo). A esta sublime vocación hemos sido admitidos en nuestra profesión. No olvidemos que esta vocación a la vida religiosa contiene una anotación muy concreta; pues la originalidad de la obediencia conventual radica en que los religiosos obedecen a Dios en los superiores designados por la Iglesia. Con ello se produce una gran dificultad, puesto que las superiores son y siguen siendo hombres. Ciertamente Francisco advierte a los superiores -y Clara toma también esta prevención respecto a las hermanas- que «no les manden (a sus hermanos, a sus súbditos) algo que esté en contra de su alma y de nuestra Regla» (2 R 10,1; cf. RCl 10), lo cual significa que tiene en cuenta que pueden producirse debilidades humanas. Esta dificultad es lo que analiza penetrantemente en la segunda parte de la Admonición 3ª.
«Pero, si el prelado le manda algo que está contra su alma, aunque no le obedezca, no por
eso lo abandone. Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene
verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma (cf. Jn 15,13) por sus hermanos.
»Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven cosas mejores que las que mandan sus prelados, miran atrás (cf. Lc 9,62) y tornan al vómito de la voluntad propia (cf. Prov 26,11; 2 Pe
2,22); éstos son homicidas, y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas» (Adm 4).
Cuando escuchamos estas palabras tan rigurosas de exhortación de nuestro fundador, de inmediato nos sobreviene el asombro, pues estamos acostumbrados a considerar los tiempos primitivos de la Orden como una edad de oro. Pero salta a la vista que hubo entonces entre los hermanos algunos que necesitaban ser amonestados con la seriedad que hemos visto. Y es posible también que hubiera superiores que abusaban de su cargo y causaban a sus súbditos conflictos de conciencia.
«Pero, si el prelado le manda algo que está contra su alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone».
Conviene aclarar aquí qué significa la expresión «contra su alma», que aparece con frecuencia en los escritos de Francisco. Para ello es conveniente aclarar otra palabra de Francisco, con la que amonesta a sus súbditos: «Y todos los otros hermanos obedézcanles (a los ministros) prontamente en lo que mira a la salvación del alma y no está en contra de nuestra vida» (1 R 4,3). El superior, por tanto, no debe mandar nada contrario a la salvación del alma del súbdito, es decir, nada contrario a su vida según la disposición de Dios. «Pues no hay obediencia allí donde se comete delito o pecado» (1 R 5,2). Una vez más, Francisco supone que todo mandato y toda obediencia tienen que estar orientados a Dios. Si, por el contrario, el superior exigiese algo contra la salvación del alma, algo que fuese pecado, en tal caso el súbdito debe no obedecer. Si obedeciese, su obediencia ya no se hallaría inserta en la obediencia de Cristo. Invertiría su importante posibilidad de que se cumpla en todo la voluntad de Dios.
Así pues, si en este caso al súbdito no le es licito obedecer, con todo no debe por ello desligarse de su superior. Esta palabra tenía su pleno sentido en aquella época en la que los hermanos no vivían todavía en conventos, sino que recorrían el mundo en grupos predicando y trabajando. Podía ocurrir entonces que uno, si entraba en conflicto con el superior, se separase de él y siguiese su propio camino. ¡Cuántas veces se dirige la palabra admonitoria del Padre contra quienes «vagan fuera de la obediencia» (1 R 5,16; CtaO 45)! Separarse de esta forma externa ya no es tan fácil actualmente. Pero, ¿no puede darse también una separación interior? ¿Acaso no se escucha en ocasiones: «Con ese (con esa) no quiero tener nada que ver»; «No quiero ni verlo»; «A éste (ésta) no le hablo nunca más»? Así se han separado interiormente algunos religiosos de su superior. ¡Esto no debe ocurrir entre franciscanos! En sus oídos resuenan las palabras del seráfico Padre moribundo, que quiere amar y honrar como a sus señores también a los sacerdotes pecadores «por el orden que tienen». «Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 9). El superior equivocado sigue siendo portador del cargo que le hace merecedor de estima y respeto.
Dios puede servirse también de instrumentos pecaminosos para nuestra salvación. Esto, desde luego, depende de nuestra fe. Mencionemos una vez más la frase de san Francisco de Sales: «Bienaventurados los obedientes, pues Dios no permitirá que caigan en el error». Cuanto con más fe acogemos al superior, incluso en situaciones perentorias como la aquí descrita por Francisco, tanto más le ayudamos y nos ayudamos. ¡Quien siempre ejercita la obediencia con fe, experimenta la bendición de Francisco! Él, el hombre de la obediencia de fe, es nuestro modelo: «Entre otras gracias que la bondad divina se ha dignado concederme, decía Francisco, cuento esta: que al novicio de una hora que se me diera por guardián, obedecería con la misma diligencia que a otro hermano muy antiguo y discreto» (2 Cel 151). No debemos tomar estas palabras como unas palabras meramente «edificantes», sino como vinculantes, a fin de poder experimentar la gravedad y autenticidad que ellas manifiestan.
«Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios».
Así continúa Francisco, suponiendo que se diese el peor de los casos posibles, a saber, que el superior «persiga» al súbdito que no le obedece en un caso como el anteriormente descrito. Traduzcamos el término «perseguir» a nuestro lenguaje y relaciones: menospreciar, perjudicar, vejar, etc.
En tal situación, «ámelos más por Dios». En esta expresión se revela una visión completamente distinta. Nosotros veríamos esto «humana» o «naturalmente», es decir, a partir de nuestro propio yo. Francisco lo considera a partir de Dios y orientado a Dios: si un superior actuara así, pecaría contra Dios. Actuaría injustamente ante Dios. Por eso, está en peligro de desvincularse de Dios. Este peligro pide ayuda a nuestro amor. Por amor de Dios debemos amarlo todavía más, para que se supere el peligro y el superior no perjudique su propia alma con su debilidad humana. «Por Dios», el súbdito debe evitar cualquier separación y comportarse con amor asistencial: con sacrificio y oración, con servicio de amor. También aquí se destruye el egoísmo, a la vez que se construye el amor. «Donde hay amor, allí está Dios».
«Pues quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma (cf. Jn 15,13) por sus hermanos».
La cita escriturística alude una vez más a la obediencia perfecta de Cristo, que «dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo Padre» (CtaO 40). Mediante esta obediencia creó el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.
Si el súbdito se desvincula de su superior, se separa también -¡tal es manifiestamente la opinión de san Francisco!- de sus hermanos. Y esto es siempre malo. Pero quien acepta todas las desgracias, en vez de separarse, persevera en la obediencia de Cristo. Mediante el sacrificio que se le exige y en el que obedece a los designios y permisiones de Dios, construye la comunidad fraterna. Permanece en la perfecta obediencia, pues acepta todo, incluso el infortunio y la persecución, de las manos de Dios. Precisamente aquí se evidencia cómo Francisco ve en la perfecta obediencia el cumplimiento de la voluntad de Dios, que puede manifestársenos en todas las circunstancias de la vida.
«Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven cosas mejores que las que mandan sus prelados, miran atrás (cf. Lc 9,62) y tornan al vómito de la propia voluntad (cf. Prov 26,11; 2 Pe 2,22); éstos son homicidas, y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas».
Tras exponer la bendición de la obediencia para la comunidad de la Orden, Francisco describe el daño que ocasiona a la comunidad la desobediencia. La verdadera obediencia siempre le es difícil al hombre. Por eso busca nuestro caprichoso «Yo» excusas, pretextos, evasivas para poder eludir el deber de la obediencia. Este peligro resulta más grande aún, por cuanto seguimos muy a gusto y con mucha facilidad nuestro propio «Yo». Francisco aclara aquí de manera especial un pretexto que se presentaba entonces con mucha frecuencia, y que también aparece en nuestros días, a saber: cuando el súbdito se mete en la cabeza que sus juicios son mejores que las disposiciones del superior y, por ello, se entrega a su propia voluntad. A tal actitud dirige Francisco la palabra del libro sapiencial del Antiguo Testamento: «Como el perro vuelve al vómito, vuelve el necio a su insensatez» (Prov 26,11). Ahora bien, como el necio es el hombre sin Dios, esta palabra muestra igualmente la situación de pérdida de Dios por parte del desobediente. Francisco patentiza además el daño que esto produce a la comunidad. Quien sigue su propia voluntad, no sólo cae fuera del orden de Dios, sino que también arruina con su mal ejemplo a muchas almas. Es un homicida y destruye la comunidad de los hermanos, que en cambio deben vivir vinculados a Dios.
Francisco, pues, emplea aquí palabras muy serias. Sin duda alguna, sabe por amarga experiencia cómo son los hombres, cómo pueden ser también los religiosos. Pero está convencido de que sólo la pobreza interior puede posibilitar la verdadera sociedad fraterna. El primer fruto de la pobreza interior es la obediencia, con la cual el hombre abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo y su alma con tal de no separarse de sus hermanos; por él contrario, la desobediencia es la ruina de la fraternidad, es un fratricidio.
Los errores e incomprensiones que Francisco intenta corregir con esta exhortación no son meramente imaginarios, sino reales, y amenazan de hecho la práctica efectiva de la vida fraterna. En cierto sentido, por tanto, nos ponen en guardia contra un excesivo triunfalismo en la exaltación de la primera generación franciscana, como la reproducen las «Florecillas».
Consecuencias y aplicaciones prácticas:
comprensión para con los superiores
Quien debe ejercer el oficio de presidir, percibe nítidamente cuán actuales son estas explicaciones de nuestro fundador. Pero puesto que todos nosotros nos hallamos en la situación de súbditos, percibimos con la misma nitidez que esta Admonición nos expone algo que tiene valor en todo tiempo. Intentemos, por tanto, aclarar y aplicarnos el núcleo de estas declaraciones de nuestro padre san Francisco.
1. ¿Qué hacemos cuando una disposición del superior nos parece contraria a la voluntad de Dios? En ningún caso debemos consultar nuestro propio criterio; pues nuestro «Yo» es parte en causa y tal vez nos suministre suficientes «pretextos y excusas». ¡Preguntemos a la fraternidad en capítulo conventual, a confesores, a religiosos con edad y experiencia, o dirijámonos a los superiores mayores! ¡No nos apoyemos sólo en nuestro propio juicio!
En todos los asuntos que manifiestamente no son pecado, debemos obedecer, aun cuando pensemos que somos nosotros quienes tenemos la razón. Examinémonos para ver si nuestra actitud encierra o no un afán de contradicción. Ciertamente aquí radican las mayores dificultades en la vida práctica de cada día. Precisamente en tales situaciones tiene que ponerse a prueba si nuestra concepción de la obediencia es una mera teoría o una realidad viva y vivida. ¿Encontramos en estas situaciones la conformidad con Dios, la decisión cristiana? ¿Tomamos parte con nuestra obediencia sacrificial en la obediencia redentora de Cristo «para nuestro bien y el de toda la santa Iglesia», especialmente en nuestra comunidad?
2. ¿Oramos mucho por nuestras superiores, para que todas sus disposiciones sean conformes a la voluntad de Dios? ¿Oramos por ellos, pidiendo que sean instrumentos apropiados de la voluntad de Dios? ¡En ningún caso debemos separarnos, ni desviarnos en murmuraciones sin amor, ni en difamaciones maldicientes! ¡Esto sería la ruina para nuestra convivencia fraterna! En tal caso seríamos nosotros igual de malos, pues estaríamos igualmente atrapados a merced de nuestro propio «Yo».
Sin ninguna duda, un superior interesado, egoísta, es un peligro, una amenaza, una auténtica dificultad para la comunidad. Por eso precisamente debemos hacer todo lo posible para apartar este peligro, para impedir las rupturas que puedan originarse. Ante todo debemos presentar a Dios esta dificultad, pues esta oración ayuda a salvar la comunidad. A esto hay que añadir un tercer punto.
3. ¿Intentamos comprender? ¡Pongámonos en la situación del superior, a la vez que nos preguntamos honradamente qué haríamos nosotros si estuviésemos en su lugar! Con frecuencia ayuda mucho también a esta comprensión un diálogo con el mismo superior. Este diálogo impediría más de una «ruptura».
Como superiores deberíamos también dar pie y espacio a este diálogo sincero. Cuando en ambas partes se da un esfuerzo franco y sincero para apartar confusiones y malentendidos, se puede prestar una ayuda recíproca incluso en las situaciones más difíciles. ¡Esta disposición debería darse por supuesta hoy día entre superiores y súbditos!
4. ¿Inquirimos en un sincero examen de conciencia cuáles son las «excusas y pretextos» que anos importunan y quieren inducirnos a la desobediencia? ¿Se mantienen de verdad tales excusas ante Dios? Tal vez sea difícil que podamos responder nosotros solos a esta pregunta. También aquí debemos buscar el consejo de personas experimentadas. Manifestémosles con toda franqueza nuestra dificultad, para que puedan ayudarnos de veras. Busquemos en un diálogo de este tipo, no que nos den incondicionalmente la razón, sino una auténtica ayuda para liberarnos de toda y de cualquier ceguera de nuestro «Yo».
Si nos esforzamos y ayudamos siempre de esta manera, permaneceremos en la «verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo».