OCÚLTESE EL BIEN PARA QUE NO SE MALOGRE
Meditación sobre la Admonición 28.ª de San Francisco
INTRODUCCIÓN
En sus Admoniciones Francisco procura siempre mostrar a sus hermanos cómo deben ser sus relaciones con Dios, de manera que respondan adecuadamente a la acción salvífica de Dios sobre el hombre. Su preocupación en estas «palabras de santa amonestación» es mostrar encarecidamente a cuantos le siguen cómo deben vivir, según su condición de siervos de Dios, en el Reino de Dios; dicho con otras palabras, cómo deben comportarse como hijos de la obediencia en la presencia de Dios Padre (cf. 1 Pe 1,17). No por casualidad emplea tantas veces Francisco en sus Admoniciones la expresión bíblica «siervo de Dios». Pues lo que quiere poner de manifiesto en todos estos apotegmas es que Dios, el Señor, es el centro inviolable, el núcleo de nuestra vida. Por eso no se cansa de manifestar a sus seguidores cómo deben servir en todo a Dios en pobreza y humildad, en obediencia y amor. Pues siempre que el hombre es pobre ante Dios, siempre que está dispuesto a servir a Dios y a los hombres por Dios, siempre que obedece a Dios y se entrega a Él en caridad agradecida, Dios es el centro de su vida. En una vida de estas características Dios puede ser el Señor, cuya voluntad se cumple en todo, ya que el hombre ha acogido el señorío de Dios. En una vida semejante ha llegado, por tanto, el Reino de Dios.
Todo esto exige que el hombre acepte enteramente la acción salvífica de Dios, la gracia de Dios. Para ello ha de estar abierto a Dios y a su santa operación. Esta acción de la gracia divina, estos dones con frecuencia ocultos del amor de Dios, Francisco los llama certeramente los «secretos del Señor», secreta Domini. ¡Son secretos de Dios, del Señor! ¡Secretos que realiza Dios, el Señor! Secretos que Dios, el Señor, su autor y dueño, quiere que se mantengan en secreto. Francisco piensa aquí sin duda en esas gracias que son fundamentales para la vida en el amor, la vida que une a Dios, el Señor, con el hombre, su siervo, esa vida que eleva al hombre y lo hace colaborador de Dios, partícipe del amor de Dios, aunque sea una vida que el hombre no merece ni tiene derecho alguno a exigir. Sin embargo, sabemos con cuánta facilidad olvida el hombre estos datos tan fundamentales, y se atribuye lo que le pertenece a Dios y es propiedad absoluta de Dios. Por eso leemos en la última Admonición de san Francisco:
«Bienaventurado el siervo que atesora en el cielo (cf. Mt 6,20) los bienes que el Señor le muestra, y no ansía, con la mira en la recompensa, manifestarlos a los hombres, porque el Altísimo en persona manifestará sus obras a quienes le agrade. Bienaventurado el siervo que guarda los secretos del Señor en su corazón (cf. Lc 2,19.51)» (Adm 28).
Con esta bienaventuranza Francisco señala un gran peligro para el Reino de Dios en nosotros. Este peligro es tanto mayor, por cuanto se esconde bajo apariencias de santidad. Muchas veces se enmascara tan sutilmente que es muy difícil de reconocer, por lo que caen en él incluso cristianos piadosos. Francisco quiere advertirnos y protegernos frente a este peligro en la última de sus Admoniciones. Y lo hace, una vez más, a su modo, proclamando una última bienaventuranza del pobre de espíritu: la bienaventuranza de «Dios, todo en todo» (cf. 1 Cor 15,28).
I. NUESTRA PIEDAD ES OBRA DE DIOS
Francisco indica con mucha frecuencia, no sólo en esta Admonición, que el hombre tiende, desde el pecado original, a apropiarse siempre de todo. El hombre querría adueñarse de todo, incluso de la piedad, incluso de aquello que Dios realiza en nosotros. Y cuando actúa así, se vuelve infeliz, puesto que se opone a Dios en vez de tributarle el honor que Dios merece. Esto explica por qué Francisco empieza la Adm 28 diciendo:
«Bienaventurado el siervo que atesora en el cielo los bienes que el Señor le muestra...».
Una vez más resuena la expresión «Bienaventurado el siervo de Dios», que hemos oído tantas veces. En el presente caso podemos resumirla del siguiente modo: bienaventurado y dichoso quien siempre y en todo devuelve a Dios lo que es de Dios y da a Dios lo que es de Dios; bienaventurado y dichoso el hombre que no atenta contra la propiedad de Dios como hicieron nuestros primeros padres en el paraíso, acarreando la desgracia sobre la humanidad entera, y como hace todo hombre cada vez que peca. Pero de la bienaventuranza y la dicha que aquí ensalza Francisco participará sólo el hombre que no quiera apropiarse de lo que es propiedad de Dios.
Francisco tiene el profundo convencimiento de que, en nuestra vida, todos los bienes le pertenecen a Dios. Todo bien es propiedad de Dios, que es quien habla y quien actúa en nosotros. Francisco no se cansa de repetirlo a sus seguidores. En esta Admonición añade un dato nuevo: debemos atesorar en el cielo el bien que Dios nos ha mostrado y nos muestra. No debe ser propiedad nuestra en este mundo: Dios quiere dárnoslo definitivamente cuando Él mismo, que es nuestro único premio y nuestro único bien, se nos entregue plenamente en su reino. Por consiguiente, no nos ha sido dado todavía como propiedad definitiva sino como prenda de los bienes futuros, en esperanza. Por tanto, no debemos querer retenerlo; al contrario, hemos de devolvérselo a Dios, a fin de que Él nos lo guarde para el día de la glorificación.
Esta enseñanza tan importante para la vida espiritual, y sobre todo para la vida de oración, Francisco no sólo la inculca a sus hermanos sino también a cuantos quieren vivir siguiendo su espiritualidad. Donde más claramente lo expone es en el siguiente ejemplo, que es tal vez la mejor explicación de la Adm 28:
«Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro"». Y más: «Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro». «Así debe ser -añadió-; que, cuando sale de la oración, se presente a los demás tan pobrecillo y pecador como si no hubiera obtenido una gracia nueva». «Por una recompensa pequeña -razonaba aún- se pierde algo que es inestimable y se provoca fácilmente al Dador a no dar más» (2 Cel 99).
Los ejemplos y apotegmas aquí recogidos muestran claramente la gran preocupación de Francisco por la enseñanza contenida en la última de sus Admoniciones, y cuánta importancia le concede. Esta enseñanza es un componente esencial de la pobreza franciscana, tal como él la entendía. Por eso sigue diciendo:
«... y no ansía, con la mira en la recompensa, manifestarlos a los hombres...».
Francisco se vuelve aquí muy práctico. Es consciente -así lo muestran nítidamente las palabras que acabamos de citar- de las amenazas que pesan sobre el bien de Dios en la vida del hombre. Es perfectamente conocedor de la facilidad y rapidez con que el hombre, incluido el cristiano y sobre todo el cristiano, cae en el riesgo de enorgullecerse apropiándose de algún bien en su vida, manifestándolo a los hombres con la mira puesta en la recompensa, haciendo públicas las gracias de Dios ante los demás, en espera de recibir su reconocimiento y su alabanza, como si fueran méritos propios, como si le perteneciesen a él: «Yo puedo orar y meditar»; «Yo puedo hacer esto o aquello»; «Esto no tiene ninguna dificultad para mí». Manifestaciones como éstas u otras semejantes son, sin duda, las expresiones más ingenuas de esa ansia de reconocimiento y aplauso. Y no son nada raras. Con todo, el ansia de vanagloriarse y jactarse de la propia vida espiritual suele manifestarse con más disimulo y encubrimiento. Se contenta con insinuaciones, pero éstas son tan obvias que quien las escucha no puede menos que formarse una buena opinión de nosotros. El otro tiene que quedarse con una buena imagen nuestra. A esta manera de actuar, o a otras semejantes, Francisco las llama por su nombre: son un robo a Dios. Eso es ser ladrones del tesoro de Dios. Pues el hombre que así actúa pretende adueñarse de lo que es propiedad de Dios. Se adorna, como dice el adagio, con «plumas ajenas». Se enaltece a costa de Dios. Y eso se opone a la pobreza de espíritu, al espíritu de los «pobres» a los que les ha sido prometido el Reino de Dios (Mt 5,2). Mientras tenga semejante pretensión, el franciscano no ha abandonado todo ni se ha entregado por entero. Quiere reservarse para sí parte de su vida de piedad y quiere vivir la vida de piedad por su propia cuenta. A quien así vive no puede aplicársele la expresión Bienaventurado el siervo de Dios..., Bienaventurado el pobre de espíritu...
En esta Admonición de san Francisco resulta evidente que nos hallamos ante el mismo Viviente primordial. Orar, hacer el bien, la vida espiritual en su conjunto no son, para Francisco, una tarea o una prestación que el hombre realiza con una finalidad determinada o en momentos concretos, algo, por tanto, que puede en cierto modo ser objeto de «evaluación». Al contrario, todo ello es un «entrar en relación» personal y viva con Dios, que es quien tiene la iniciativa. Él es quien coloca el fundamento. Él es quien nos capacita para hacer algo, para decir algo. Reconocer en amor y respeto esta actuación de Dios, su obra por nuestra salvación, y responderle en amor y acción de gracias, eso es vivir vueltos a Él, eso es vivir en Él. Todo esto constituye la vida espiritual, que se desarrolla en la oración y culmina en el encuentro siempre vivo con Él.
«... porque el Altísimo en persona manifestará sus obras a quienes le agrade».
Hay personas que afirman manifestar los dones del Señor para mayor gloria de Dios, para alabarlo y mostrar sus obras tal como son. No queremos negarlo sin más. De hecho, la experiencia de san Francisco le impulsa a basar su bienaventuranza y exhortación sobre esta frase, a primera vista sorprendente: porque el Altísimo en persona manifestará sus obras a quienes le agrade. Salta a la vista que Francisco sabe cuán peligroso es ese querer mostrar las obras para gloria de Dios. Francisco, sin duda, no estaría de acuerdo con ciertas prácticas de la vida espiritual, con estadísticas y diarios espirituales. Está convencido de que si Dios quiere lograr con su acción algo en nuestra vida, no necesita de nuestra colaboración: Si Él lo quiere, Él encontrará los medios y caminos para manifestar sus obras a quienes le agrade. Él lo revelará y dará a conocer cuando y como quiera. Los franciscanos, profundamente convencidos de que somos indigentes y mendigos ante Dios, de cuyas manos recibimos agradecidos todo como limosna, lo único que tenemos que hacer es dejar, con humildad y obediencia, que la obra de Dios se lleve a cabo en nosotros y, con pobreza de espíritu, devolvérselo todo a Él en alabanza y acción de gracias. El resto depende de Él, está en sus manos.
«Bienaventurado el siervo que guarda los secretos del Señor en su corazón (cf. Lc 2,19.51)».
En esta palabra está todo resumido una vez más. Y muestra concluyentemente que nuestro comentario de la Adm 28, según el pensamiento de san Francisco, es correcta. Así es como él quiere que se entienda. El texto de esta última bienaventuranza alude a María, la humilde Esclava del Señor, que conserva todas las cosas en su corazón (Lc 2,19.51), y que en su Magníficat engrandece al Señor, sin atribuirse ni reservarse nada para ella misma (Lc 1,46-55). Al igual que María, también nosotros debemos, como siervos de Dios, guardar los secretos del Señor en nuestro corazón, en actitud de acción de gracias jubilosa y desbordante, pues son propiedad exclusiva de Dios. Si lo hacemos así, podrán crecer y desarrollarse en nosotros. Y colaboraremos, como María, la Esclava del Señor, en la realización del Reino de Dios. Así, en esta pobreza transida de gratitud y en esta respuesta llena de amor es como podemos participar en el Reino de Dios. Ésa es la pobreza que nos «ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos», la «porción que conduce a la tierra de los vivientes» (2 R 6,4-5). «La pobreza es la verdadera investidura del reino de los cielos, la seguridad de su posesión y como una santa pregustación de la futura bienaventuranza» (Sacrum Commercium 3). En ella tenemos la felicidad de los siervos de Dios, pobres y desprendidos.
II. GUARDEMOS LOS SECRETOS DE DIOS
EN NUESTRO CORAZÓN
No es equivocado pensar que el concepto de pobreza interior con que concluye Francisco sus Admoniciones, el «Cantar de los cantares» de la «pobreza de espíritu», no sea demasiado conocido, ni siquiera en la familia franciscana. Cuando se habla de la pobreza de san Francisco y según san Francisco, suele pensarse en la «pobreza material», en la «pobreza de bienes temporales». En tal caso, se considera la pobreza sólo en su vertiente económica. ¡Y qué fácilmente se convierte entonces en un motivo de orgullo, en ocasión para la arrogancia! Por eso le importa tanto a san Francisco la pobreza interior. Las breves indicaciones de tipo práctico que presentamos a continuación, pueden arrojar un rayo de luz clarificadora.
1. En nuestro modo de hablar es donde más fácilmente aparece hasta qué punto hemos asimilado y convertido la pobreza interior en una actitud de nuestra propia vida. ¿Hablamos mucho sobre nosotros mismos? ¿Nos colocamos -abierta o encubiertamente- en el centro de la conversación?
Podemos preguntarlo de otra manera: ¿Sabemos escuchar al prójimo en silencio, sin aludir a nuestras propias dificultades, vivencias, experiencias? ¿Cuántas veces aprovechamos la manifestación de una dificultad por parte del prójimo para hablar de nosotros mismos? La mira en la recompensa hace prácticamente imposible un diálogo auténtico y dispuesto a ayudar al otro. El que es siervo de su propio yo no puede ayudar fraternalmente a los demás como siervo de Dios. Por eso, si se tiene semejante actitud el Reino de Dios en nosotros corre un grave peligro.
2. Como se sabe, Francisco habla raras veces sobre la castidad. ¿Pero, no brota esta Admonición de una actitud delicada y casta? ¿No se refleja en ella esa castidad interior que «no se desnuda ante cualquiera», que no expone en público los secretos de Dios y menos todavía en las páginas impresas? En este ámbito hace falta tener un tacto muy fino para poder discernir qué es lo que, a la luz del servicio al Reino de Dios, conviene o no conviene manifestar. ¿Se retira Dios de nuestra vida cuando no puede confiarnos sus secretos? Francisco responde a esta pregunta con un sí bien claro.
3. ¿Guardamos, como María, los secretos de Dios en lo íntimo de nuestro corazón? Un escritor eclesiástico afirma que María llevaba todo en su corazón, no en su boca (conferens in corde non in ore suo...). Del mismo modo, lo que el siervo de Dios debe hacer no es hablar, sino vivir de lo que Dios hace en él, sin atribuirse nada a él mismo y restituyendo todo, con la palabra y el ejemplo, al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien (cf. Adm 7,4).