Meditación sobre la Admonición 27.ª de San
Francisco
SEGUNDA PARTE
En la primera parte de nuestro comentario a la Adm 27 (cf. más arriba, y en Sel Fran n. 62, 1992, 296-302), meditamos sus tres primeros dichos y vimos cuán importante era su contenido para nuestra vida franciscana. Es posible que en nuestra reflexión quedara patente que no sólo se trata de conocer unas verdades, sino de vivirlas, de ponerlas en práctica. El presente es uno de esos casos en los que no basta con escuchar y en los que lo decisivo consiste en actuar. Oír (del latín «audire»), escuchar las palabras de san Francisco es muy importante, pero lo más importante es obedecerlas (del latín «obaudire»). Pues lo que nuestro Padre se propone con sus «palabras de amonestación» no es sino guiar a sus seguidores a una auténtica vida cristiana, a una vida moldeada por el espíritu del Evangelio, a una vida en el Reino de Dios. Y como con sus recomendaciones y advertencias sobre la vida espiritual, sobre la vida según el Espíritu del Señor, Francisco no se busca a sí mismo y sólo quiere servir desinteresadamente al Señor en los hombres, es un guía seguro en el que podemos confiar de verdad y al que debemos obedecer con prontitud.
LAS VIRTUDES GUÍAN AL AMOR DE DIOS
El cuarto apotegma de la Admonición 27 nos introduce en un tema completamente nuevo, pero de particular importancia para nuestro tiempo:
«Donde hay quietud y meditación, allí no hay preocupación ni vagancia».
Una vez más, Francisco coloca ante nuestros ojos un enunciado gnómico que tiene mucha importancia para la vida espiritual, para la vida de los religiosos. La vida de las personas integradas en órdenes o institutos religiosos, la Iglesia la denomina «vida religiosa», es decir, una vida vinculada con Dios, una vida atada a Dios; una vida escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,3); una vida al servicio de la salvación del mundo y de la edificación de la Iglesia; una vida, por tanto, que debe mantener la quietud en todas sus actuaciones. Y esto esta vigente para todos los religiosos y en todas las épocas, tanto si viven comunitariamente en un convento como si procuran vivir la vida religiosa fuera del convento, a la manera, por poner un ejemplo, de los miembros de la orden franciscana seglar.
Quizá comprendamos más fácilmente el sentido de este enunciado si lo formulamos a la inversa: cuando en una vida unida a Dios no hay quietud, sino veleidad, charlatanería y curiosidad, es decir, cuando en ella se instala la preocupación y la vagancia, lo principal está seriamente amenazado; en tal caso el hombre de Dios no puede llegar a ser interior y feliz, no puede llegar a experimentar la intimidad de su vida con Cristo, pasa por alto la comunión de los santos en la Iglesia. Dios no es un Dios de desasosiego, sino un Dios de quietud; en Él «no hay cambios ni sombras de rotaciones» (Sant 1,17). Por ello, cuanto más se acerca el hombre a Dios, más quietud posee; como reza Francisco: «Tú eres la seguridad, tú eres la quietud» (AlD 4). Y, al contrario, cuanto más se aleja de Dios, tanto más inquieto está el hombre interna y externamente. Por eso, cuando el ser humano abandona a Dios y sólo se busca a sí mismo, cuando gira en torno a él mismo en lugar de vivir orientado hacia Dios, se adueñan de él la preocupación, la inquietud y la vagancia. El hombre cuyo centro es él mismo, está abierto a muchas fuentes de inquietud, puesto que carece del verdadero centro. En cambio, el hombre centrado en Dios se sabe seguro, como certeramente expresa un antiguo proverbio: «Dios, que es quietud, aquieta todo con su acción sosegadora».
Esto pone de relieve un serio problema del que debemos precavernos los hombres de hoy, que vivimos en una época dominada por la agitación y el activismo. Las noticias se suceden rápidamente, una sensación sustituye a otra, una opinión desplaza a otra. Vivimos en un ambiente donde hay mucha preocupación y vagancia. Y esta agitación de la vida actual, contra la que es difícil defenderse, se filtra de muchos modos en la vida de todos nosotros. ¿Quién puede precaverse de la pasión del activismo que domina al hombre moderno, necesitado de mantenerse en continua actividad? ¿No hay muchas personas que se vuelven inquietas cuando todo se aquieta en torno a ellas? ¡Son capaces de soportar muchas cosas... salvo el silencio! ¿No se contagia esta inquietud? ¿Cómo podemos conservar entonces la quietud?
Aquí adquiere su pleno sentido la meditación, la segunda palabra que san Francisco contrapone como remedio para vencer la preocupación y la vagancia. Dice él textualmente: Donde hay quietud y meditación, allí no hay preocupación ni vagancia. En la meditación es donde hemos de aquietarnos, donde hemos de encontrar la quietud.
¿Y qué quiere decir meditación? Si nos atenemos al sentido original de la palabra «meditatio», que es la que aquí emplea Francisco, meditación significa que quien medita está atento a algo, reflexiona sobre algo, se fija en algo, considera algo, centra su atención en algo. Se trata, pues, de una serie de actividades que sólo pueden efectuarse en la quietud. Quien las realiza no quiere que se le moleste, porque si se distrae no puede alcanzar su propósito, no puede meditar.
Aplicando esta descripción a nuestro tema, podemos decir que para el cristiano meditar significa estar atento a Dios, reflexionar sobre Dios y sus obras, fijarnos en la vida con Dios y en Dios, considerar la unión de nuestra vida con Dios, centrar nuestra atención en nuestra vida en presencia de Dios, ejercitarnos, por tanto, en nuestra vida de comunión e intimidad con Dios. La ejecución de todas estas actividades supone y requiere quietud -así lo sugiere su misma enumeración-. A la vez, nos aquietan, puesto que hallamos la felicidad en Dios, puesto que Él puede regalarnos su palabra, puesto que nos renovamos en nuestra obediencia a Él, puesto que aprendemos a olvidarnos a nosotros mismos a fin de estar cada vez más a su disposición. En la meditación Dios vuelve a ser el centro de mi vida, el punto en torno al cual gira todo.
Así pues, la meditación se convierte en la posibilidad que Dios me ofrece de encontrarle, de acercarme a Él. En la meditación se me brinda la quietud de Dios para el resto de la vida de cada día, de modo que ya nada puede inquietarme, pues lo he encontrado a Él y no quiero separarme de Él, que es mi Amado (cf. Cant 3,4). Y aquí es preciso reflexionar sobre un problema que es especialmente grave en nuestro tiempo. Muchas personas se entregan de buena gana a actividades caritativas o a tareas apostólicas. En ellas se siente el hombre realizado y útil, y encuentra la plenitud más rápida y satisfactoriamente que en la aparente inactividad de la meditación, en la oración que aquieta en Dios. En aras de la actividad externa, se descuida o incluso se abandona la oración. Se cultiva, camuflándola peligrosamente, una piedad horizontal consistente en el servicio del hombre al hombre, a expensas de la piedad vertical, que une a Dios y al hombre. Por ello tiene una renovada actualidad la palabra de san Francisco que estamos meditando: Donde hay quietud y meditación, allí no hay preocupación ni vagancia. Cuando el hombre deja de aquietarse en la oración, pierde la quietud interior, cae en la preocupación, se vuelve inestable. Y la actividad apostólica y la acción caritativa pierden su fecundidad interior. Pero el hombre se da cuenta de ello casi siempre tarde, demasiado tarde. Cuando uno queda atrapado por el activismo, difícilmente vuelve a la quietud. Se evita entonces la quietud de la oración, que no se puede soportar física ni psíquicamente.
Ésta es sin duda la peligrosa situación en que se encuentran hoy en día muchos cristianos, aun cuando muchos de ellos crean que están actuando correctamente. Con su palabra de amonestación Francisco puede señalarnos el camino de la curación: si amamos y cultivamos la quietud de la oración, permaneceremos en el amor de Dios que en ella experimentamos y que nos hace felices, nuestro apostolado seguirá teniendo la bendición de Dios y nuestro servicio caritativo estará animado por el Espíritu del Señor.
«Donde hay temor del Señor para guardar el atrio, allí el enemigo no puede tener lugar para entrar».
Francisco, hombre plenamente evangélico, emplea aquí la expresión temor del Señor en el mismo sentido que se emplea en la Biblia. Quien posee el temor del Señor se coloca ante Dios en una actitud de veneración incondicional. Reconoce en obediencia el señorío de Dios sobre todo y sobre todos, empezando por la propia vida de uno. Teme a Dios, respeta y no conculca los derechos de Dios. Teme a Dios y lo acoge tal como es, como al Señor cuya posesión somos. Por eso, el temor de Dios implica pobreza y obediencia: pobreza, pues no se atribuye nada a sí mismo y usa todas las cosas en actitud de reverente acción de gracias a Dios; y obediencia, pues preserva respetuosamente la propiedad de Dios de cualquier abuso y usa las cosas según la voluntad de Dios.
Por eso el temor de Dios es camino y requisito del Reino de Dios: del «atrio de Dios», de la «propiedad de Dios» que somos cada uno de nosotros, tanto individualmente como en cuanto comunidad en la Iglesia, así como la misma Iglesia en su conjunto. Somos Iglesia también en lo pequeño y en lo mínimo, y el Reino de Dios permanece en nosotros si perseveramos en el temor del Señor, plenamente orientados hacia Él -ante todo a partir de la quietud que brota de la oración-, y estamos totalmente sometidos y sujetos a Él. Entonces somos siervos de Dios como hijos e hijas suyos amadísimos y, por tanto, obedientes.
Cuando el cristiano vive de este modo, el enemigo no puede tener lugar para entrar, pues Dios protege a quienes le temen, cuida de quienes le sirven, custodia a cuantos se adhieren a Él. «Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita» (Sal 111,1-2). «Primicia de la sabiduría es el temor del Señor, tienen buen juicio quienes lo practican; la alabanza del Señor dura por siempre» (Sal 110,10). «El malvado, al verlo, se irritará, rechinará los dientes hasta consumirse» (Sal 111,10). ¡Así es verdaderamente! Donde hay temor del Señor para guardar el atrio, allí el enemigo no puede tener lugar para entrar.
Aquí debemos referirnos una vez más al apotegma de san Francisco que hemos considerado antes. El respeto y la reverencia a Dios sólo se mantienen vivos en quien contempla incesantemente a Dios y su santa operación, sin apartarse del Señor. Quien así actúa, permanece en actitud de reverencia ante todo cuanto Dios hace. Tiene reverencia a la casa de Dios, al templo de Dios que somos cada uno de nosotros por la gracia. Si no encontramos continuamente a Dios en la oración, lo perdemos de vista. Y entonces nos perdemos en la lejanía de Dios. Sin la oración contemplativa desaparece el temor del Señor, que custodia el atrio. Y cuando esto ocurre no tiene nada de extraño el que penetren las potencias enemigas de Dios. ¡Hoy día debemos fijarnos con mucha atención y lucidez en estas relaciones de vida!
«Donde hay misericordia y discreción, allí no hay superfluidad ni endurecimiento».
La Adm 27, que es un cántico de alabanza a las virtudes, empezaba hablando de la caridad y termina con una palabra que se refiere a una actitud llena de amor y en la que manifiestamente se relacionan la misericordia y el endurecimiento, por una parte, y la discreción y la superfluidad por otra. La misericordia y la discreción verdaderas, el verdadero don del discernimiento, forman parte del amor auténtico, de la caridad que es amor de Dios. Esta misericordia ha de estar abierta a todos y a todo, incluso a las faltas y culpas de los demás: «¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, como también yo me compadecí de ti?» (Mt 18,33). Así lo exige Dios, que es el rey en su reino. Por eso el comportarnos mutuamente con misericordia es una ley básica del Reino de Dios, aunque el prójimo sea realmente culpable: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,1-2). En relación con este amor misericordioso de Dios a nosotros, pecadores, Francisco no puede menos que exhortar:
«Y en esto quiero conocer que amas al Señor y me amas a mí, siervo suyo y tuyo: si procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido misericordia, si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales» (CtaM 9-11).
Así como Dios tiene misericordia con nosotros a lo largo de toda nuestra vida, así también debemos nosotros tratarnos mutuamente con misericordia.
Si un hombre es duro y se mantiene inaccesible a quien ha sido culpable, si en vez de estar dispuesto a perdonar se aferra a sus propios derechos, quiere decirse que está centrado sobre él mismo. Todavía sigue sometido a ese egoísmo que tiene por centro a su amado «yo». En un hombre así no puede desplegarse el amor que proviene de Dios y que nos ha sido dado para que llegue a los demás a través de nosotros. Los hombres endurecidos son «impedimento en ellos y en los otros para la caridad» (2 R 7,3). Y el hombre egoísta, que no tiene ninguna misericordia, está excluido del amor de Dios. Por tanto, ya no forma parte del Reino de Dios.
¡Fijémonos también en la discreción y la superfluidad, el segundo punto de esta máxima de san Francisco! A la virtud contraria al vicio de la superfluidad Francisco la denomina «discretio», discreción, que puede traducirse por «discernimiento», «moderación», «indulgencia». Con esta palabra designa Francisco la actitud que impulsa al hombre a mantenerse atento en todo a la voluntad de Dios y le permite tomar sus decisiones según la voluntad de Dios, teniendo en cuenta todas las circunstancias y no un simple punto de vista. Esta actitud, ajustada a la medida de Dios, no exagera unilateralmente ni en determinadas prácticas de piedad ni en una complacencia excesiva (que puede darse sobre todo respeto a uno mismo), ni de ningún otro modo. La discreción no se aparta de la medida de Dios. Cuando no existe esta justa medida, pueden actuar a rienda suelta el capricho y la terquedad del hombre. Y entonces el hombre se busca a sí mismo, no busca a Dios. Se entrega a su amor propio, en vez de entregarse a «la caridad que es Dios» (1CtaF II,19). En cierto modo gira en torno a sí mismo. Por eso la misericordia y la discreción forman parte del auténtico amor en el Reino de Dios, que es reflejo del amor de Dios. En cambio, cualquier inmoderación y todo endurecimiento impiden ese amor, impiden y ponen en peligro el Reino de Dios en nosotros.