Meditación sobre la Admonición 27.ª de San Francisco
PRIMERA PARTE
Comparada con las demás Admoniciones, la Adm 27 tiene un carácter peculiar. Es uno de los opúsculos de san Francisco que pueden denominarse laudas, cánticos de alabanza. El más célebre de ellos lo constituye el Cántico del hermano sol; pero no debemos olvidar los restantes: el Saludo a la bienaventurada Virgen María, que nos permite formarnos una idea bastante exacta de la piedad mariana de san Francisco; el capítulo 21 de la Regla no bulada, que es un ejemplo típico de la predicación penitencial de los primeros franciscanos; el Saludo a las virtudes, tan parecido a la Adm 27.
No por azar todos estos escritos reciben en latín el nombre de «laudes», es decir, de cánticos de alabanza. Son cantos que Francisco y sus primeros hermanos cantaban y explicaban a la gente. En ellos se ha conservado hasta nuestros días una forma concreta de cómo los primeros franciscanos ejercían el apostolado.
Esta finalidad apostólica esclarece también el carácter peculiar de esta serie de cánticos. En ellos se formulan, breve y concisamente, ordenadas de manera que se puedan recordar con facilidad, ideas básicas de la vida cristiana. Resultan muy inteligibles y muy fáciles de retener en la memoria. Con razón, las traducciones más recientes han procurado que la misma impresión gráfica reflejara tales características.
«Donde hay caridad y sabiduría, allí no hay temor ni ignorancia.
»Donde hay paciencia y humildad, allí no hay ira ni perturbación.
»Donde hay pobreza con alegría, allí no hay codicia ni avaricia.
»Donde hay quietud y meditación, allí no hay preocupación ni vagancia.
»Donde hay temor del Señor para guardar el atrio (cf. Lc 11,21), allí el enemigo no puede tener lugar para entrar.
»Donde hay misericordia y discreción, allí no hay superfluidad ni endurecimiento» (Adm 27).
Ya en una primera lectura se advierte que estos breves apotegmas permiten formarse una idea bastante exacta de lo esencial de la enseñanza de san Francisco sobre las virtudes. Estos dichos son, en cierto modo, como el sumario de todo cuanto él ha ido vertiendo en el corazón de sus hermanos con las demás Admoniciones.
I. LAS VIRTUDES, CONDICIONES DEL REINO DE DIOS
A continuación, vamos a aclarar cada una de las estrofas de este cántico de alabanza, pero es evidente que aquí no podemos explicar exhaustivamente todas y cada una de las virtudes en ellas mencionadas, tal y como Francisco las entiende. Remitimos para ello a las otras Admoniciones y sus respectivos comentarios. De lo que aquí se trata es de las relaciones de unas virtudes con otras y con los vicios que ellas ahuyentan. Eso justamente es lo que propone Francisco en este cántico de alabanza, como muy certeramente expresa el antiguo título de este opúsculo: «De la virtud que ahuyenta el vicio», o, como indica otro título antiguo, «Del poder de las virtudes».
«Donde hay caridad y sabiduría, allí no hay temor ni ignorancia».
No por casualidad la Adm 27 coloca a la caridad en la cima de todas las virtudes que en ella se citan, pues todo converge y se reduce a la caridad. Ella es la primera y la mayor de todas las virtudes, su raíz y su culminación a un mismo tiempo.
Sin caridad, ninguna virtud es verdaderamente cristiana. Y, para Francisco, la caridad cristiana es, siempre y ante todo, respuesta al amor de Dios. «Tenemos que amar mucho -dice en otro lugar- el amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196c). El amor proveniente de Dios se derrama sobre nosotros con una abundancia inconcebible y nos invita a darle una respuesta. El amor de Dios al hombre despierta el amor del hombre a Dios.
El amor es un diálogo entre Dios y el ser humano. Por eso, nuestro amor a Dios y nuestro amor a todo lo que Dios ama crece conforme crece nuestro conocimiento del amor de Dios, que hace cosas tan grandes, y siempre admirables, en nosotros. Este conocimiento, por tanto, no sólo es enriquecimiento intelectual, sino también un conocer en sentido bíblico: un conocimiento mutuo en la mutua entrega amorosa. Ese conocimiento conduce a la sabiduría. Por tanto, cuando en el ser humano existen a la vez este amor, esta caridad y esta sabiduría, a la persona no le queda ya espacio alguno posible para el temor ni la angustia ante Dios, y, al mismo tiempo, está libre de esa ignorancia que es la raíz de toda indiferencia hacia Dios.
Donde hay caridad y sabiduría, el ser humano está atento a Dios y a su santa operación. No permanece indiferente y remiso. No vive «al día» y encerrado en su propio mundo; al contrario, se mantiene atento a dar siempre y en todo la respuesta de amor que su sabiduría le indica: hemos de amar de corazón y de verdad el amor de Aquel que nos ha amado tanto.
¿Cuándo y cómo debe realizarse esto? Juan, el discípulo amado, nos lo dice con toda claridad: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Juan no había olvidado la palabra del Señor: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). En este amor mutuo, en la caridad, experimentamos -en la práctica- la grandeza del amor de Dios. ¡Esta experiencia concreta, perceptible, es la verdadera sabiduría!
«Donde hay paciencia y humildad,allí no hay ira ni perturbación».
Francisco habla sobre la paciencia y la humildad en muchas de sus Admoniciones. Ambas virtudes son, sin ninguna duda, dos elementos importantes de la vida franciscana, en cuanto vida de hermanos menores. Las dos son también, como dice nítidamente Francisco, una contribución importante que los hermanos y hermanas menores debemos aportar a la edificación del Reino de Dios: «Mis hermanos se llaman menores precisamente para que no aspiren a hacerse mayores. La vocación les enseña a estar en el llano y a seguir las huellas de la humildad de Cristo... Si queréis que den fruto en la Iglesia de Dios, tenedlos y conservadlos en el estado de su vocación» (2 Cel 148).
Cuando una persona no tiene paciencia ni humildad, incurre en la ira. Y cuando cae en la ira, se desmorona, cae él mismo. Cuando, por carecer de paciencia y de humildad, se incurre en la perturbación y en la irritación, deja uno de ser su propio dueño y pasa a estar bajo el dominio de su propio «yo». Y mientras sea el propio «yo» quien mande, todavía no ha llegado el Reino de Dios, pues «El Reino de Dios está ya en vosotros» (Lc 17,21).
Y no debe olvidarse que la paciencia y la humildad son la defensa más eficaz de la caridad y de la sabiduría, del mismo modo que nada impide tanto la caridad y la sabiduría como la ira y la perturbación; como dice el mismo Francisco, «la ira y la conturbación son impedimento en ellos (los ministros provinciales, a los que deben recurrir los hermanos que han pecado) y en los otros para la caridad» (2 R 7,3). Y como el Reino de Dios es el reino de la caridad, lo construimos cuando conservamos la paciencia y la humildad, cuando no incurrimos en la ira ni en la perturbación. Entonces damos realmente «fruto en la Iglesia de Dios» (2 Cel 148) como hermanos y hermanas que, como auténticos menores, están dispuestos a servir a todos. Para todos los seguidores de Francisco tiene validez lo que él dice en su Carta a todos los fieles: «Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios» (2CtaF 47). Si la paciencia, la humildad, la caridad y la sabiduría pueden desarrollarse en nosotros, entonces está en nosotros el Reino de Dios.
Por eso, si queremos contribuir a la edificación del Reino de Dios, si queremos que el Reino sea una realidad en nosotros y crezca a través de nosotros, hemos de procurar cultivar la paciencia y ayudarnos a llevar los unos las cargas de los otros, cumpliendo así el mandamiento de la caridad fraterna que Cristo nos mandó (cf. Gál 6,2). Y, siguiendo el ejemplo de Cristo, que está en medio de nosotros como el que sirve (Lc 22,27), hemos de esforzarnos también en ayudarnos y servirnos unos a otros. Cuando no esperamos que los demás nos sirvan, cuando no planteamos ninguna reclamación ni exigimos nada, sino que estamos dispuestos a servir con Cristo desinteresadamente y sin querer pasar factura, allí no hay ira ni perturbación, allí está y reina la paz de Cristo en el Reino de Cristo.
«Donde hay pobreza con alegría, allí no hay codicia ni avaricia».
Al igual que la ira y la perturbación, también la codicia, tanto respecto a lo que se posee como respecto a lo que se ambiciona, y la avaricia impiden la caridad. Por eso son un pecado capital que impide la realización del Reino de Dios: «Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21).
En sí misma y por sí sola, la pobreza no es ninguna garantía de que la persona esté libre de codicia y de avaricia. Quien sufre bajo el peso de su pobreza o la siente como si fuera una carga, está codiciando, ambiciona poseer esto o aquello. Difícilmente puede compartir o es incapaz de hacerlo. En semejante pobre todo sigue girando en torno a su propio y amado «yo». ¿Y cómo podrá el Reino de Dios hacerse presente en el pobre, si su corazón sigue pendiente de cosas materiales, de sus pretensiones y sus propios derechos?
Por eso, la pobreza debe ir acompañada de la alegría. La persona que sigue a Jesucristo, como lo hizo antes que nosotros y de manera ejemplar el Pobrecillo de Asís, ha de sentir alegría de ser pobre. Así nos lo dice Francisco con validez perenne en su instrucción sobre La verdadera y perfecta alegría. Por eso, el franciscano ha de estar alegre cuando experimenta la pobreza o cuando empieza a experimentarla: los hermanos «deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2). La persona en cuya vida se den simultáneamente la pobreza y la alegría, estará gozosamente dispuesta a cualquier renuncia, llevará gozosamente el que hagan caso omiso de ella o el que la traten con menos miramientos que a los demás.
¿No es esto contrario a la naturaleza humana? ¿No es esto una exigencia que supera al ser humano? Desde un punto de vista meramente humano, hay que responder afirmativamente a estas preguntas. Pero el cristiano sabe que el Reino de Dios es de quienes son, de buen grado, pobres de espíritu (cf. Mt 5,3). En efecto, el sentido más profundo de la pobreza cristiana radica en que el hombre lo espere todo de solo Dios y no desee tener nada que no sea un don que el Señor le ofrece a través de los demás; con ello coincide la exigencia de Francisco: «Y no pretendas de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé» (CtaM 6).
Cuando el hombre vive su pobreza con esta alegría -sin codicia ni ansia de posesión, sin avaricia y sin querer retener nada para él mismo-, entonces es completamente libre, de manera que Dios puede actuar en su vida cuando quiera y sin traba alguna. ¿Por qué? Porque entonces la persona no presenta, con sus apetencias arbitrarias, ninguna interferencia a la acción de Dios; porque entonces -al contrario de lo que hicieron los «piadosos» fariseos contemporáneos de Jesús, dejando escapar la hora de la salvación y quedándose fuera del Reino de Dios-, el ser humano no quiere imponerle a Dios ninguna norma que le marque cómo debe actuar.
II. ELEMENTOS FUNDAMENTALES
PARA LA VIDA FRANCISCANA
Nuestras breves reflexiones sobre los primeros versículos de este cántico de alabanza nos muestran qué profunda sabiduría contiene la Adm 27, y cuán importantes son sus enseñanzas para nosotros y para toda nuestra vida, que debe estar informada del espíritu de san Francisco. Nos muestran que nunca pensaremos bastante en estos breves apotegmas, que nunca los meditaremos suficientemente. Como elementos básicos de nuestra vida franciscana, valdría la pena que los aprendiéramos de memoria. Así podrían ser objeto permanente de nuestro examen de conciencia, para que así llegaran a informar nuestra vida de cada día. Tal vez pueda ayudarnos a ello el planteamiento de algunas preguntas de tipo práctico.
1. Con frecuencia pensamos que amamos a Dios. Así lo proclamamos en las oraciones que recitamos, en los cantos que cantamos. ¿Pero nuestro amor a Dios es realmente fuerte y vivo? ¿Es un verdadero impulso de nuestro corazón? ¿Es, sobre todo, una respuesta viva, es decir, encarnada en la vida diaria, al inmenso y admirable amor de Dios?
Esto sólo puede suceder si el amor está acompañado de la sabiduría. Por eso debemos preguntarnos también: ¿Conocemos bastante el amor de Dios? ¿Nos esforzamos por experimentarlo con una profundidad cada vez mayor? Escuchamos la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Leemos la Sagrada Escritura. ¿Pero no la escuchamos desde un ángulo excesivamente ético, moral? ¿No resaltamos excesivamente la pregunta sobre lo que tenemos que hacer? Esta manera de actuar no es incorrecta, pero es unilateral. Deberíamos escuchar y leer la Palabra de Dios meditándola, a fin de conocer y experimentar la grandeza del amor que Dios nos tiene, para alegrarnos de ese amor, para que crezca nuestra acción de gracias a ese amor. Como es lógico, esto vale sobre todo respecto a la contemplación de la vida, las palabras y las acciones de Cristo, que, en todo cuanto es, dice y hace, nos está revelando el amor del Padre. Cuanto más conocemos y reconocemos a Dios, cuanto más crecemos en la auténtica sabiduría, tanto más crece en nosotros la caridad, pues allí no hay ningún temor ni ignorancia.
En cuanto experiencia del amor de Dios, la sabiduría crece todavía más si, a nuestra vez, damos ese amor de Dios y lo experimentamos en el amor mutuo. En este ámbito está vigente con fuerza la palabra de san Pablo: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos queridos» (Ef 5,1). «La prueba del amor a Dios es el ejercicio del amor hacia el prójimo; por eso, en el verdadero discípulo de Cristo brille sobremanera el amor al prójimo... Para que el amor abunde en el obrar, es necesario que abunde antes en el corazón». Con estas palabras mostraba el papa Pío XI a los terciarios regulares cuál es el camino que conduce a un amor que crece desde la experiencia, desde la auténtica sabiduría, un amor que ahuyenta todo temor e ignorancia
2. En cuanto imitación del amor de Dios, la caridad cristiana fraterna se manifiesta en la paciencia que hemos de tener unos con otros, con nuestras debilidades y miserias. Sin embargo, reconocemos que la vida de comunidad resulta hoy en día muy difícil. Las relaciones de la vida moderna vuelven a las personas nerviosas, supernerviosas incluso. Rápidamente se incurre en la ira, fácilmente se cae en la perturbación, faltando a la caridad y poniendo obstáculos a la vida en común. Por eso, el tener paciencia los unos con los otros es en la actualidad una forma muy importante de amor al prójimo. Dice un proverbio chino: «Perdonarle al otro que sea diferente de nosotros, es el principio de la sabiduría». Esta sabiduría sólo la logra quien es paciente, quien no permite que la ira o la perturbación impidan la caridad en él ni en los demás.
En cuanto imitación del amor de Dios, del amor de Cristo, la caridad cristiana fraterna alcanza su máxima expresión en la humildad, que nos hace servidores de todos, como lo fue Cristo. «La santa humildad confunde la soberbia y a todos los mundanos, y todo lo mundano» (SalVir 12). La humildad destruye todo tipo de egoísmo, que es una amenaza para la existencia de nuestra comunidad. El humilde no se busca a sí mismo, sino que busca el bien de los demás. ¿Somos, en este sentido, verdaderamente discípulos de Cristo humilde?
3. Todo esto supone implícitamente una condición previa que no debemos olvidar: la pobreza. «Ella, en efecto, es el fundamento y salvaguardia de todas las virtudes» (Sacrum Commercium 1). Sólo cuando el ser humano no retiene nada para él mismo, sólo cuando está dispuesto a dar con caridad y a recibir con acción de gracias, sólo cuando es pobre en el sentido amplio de la palabra, sólo entonces es también humilde y está en condiciones de practicar la paciencia. Quien se ha liberado de sí mismo mediante esta pobreza, está libre de toda codicia y avaricia, no incurre en la ira ni en la perturbación, está libre de temor y abierto a la sabiduría de Dios. Cuando la pobreza «prepara en el hombre un lugar para morada de Dios» (Sac Com 1), entonces puede desarrollarse en toda su plenitud «la caridad que es Dios» (1 R 17,5). Para quien conoce este sentido de la pobreza, ésta no es ningún peso que uno intenta rechazar o evitar en cuanto puede, sino un valor que se busca con alegría de corazón. Y sabe que la pobreza es «el camino que nos conduce al Rey de la gloria», porque es el camino a través del cual, siguiendo el plan de Dios, nos ha salvado Cristo (Sac Com 16). Por eso, donde hay pobreza con alegría, el Reino de Dios entre los hombres es una realidad.