Meditación sobre las Admoniciones 24.ª y 25.ª de San Francisco

 

La Admonición 23 trataba de «la humildad», del «ser menores», que constituye uno de los elementos esenciales de la vida franciscana, individual o comunitaria. Las Admoniciones 24 y 25 tratan de otro elemento esencial de esa misma vida, el «del amor verdadero» o, como titulan con mayor precisión muchos manuscritos, «del verdadero amor fraterno».

 

La Regla no bulada dice: «Todos sin excepción llámense hermanos menores» (1 R 6,3). Ciertamente esta norma afecta en primer lugar a los religiosos seguidores de san Francisco. Pero, además, contiene el núcleo esencial de aquello a lo que son llamados por la gracia de Dios todos los hombres y mujeres que siguen al santo de Asís. Las palabras citadas describen cuál es la grandeza de la vocación de todos los franciscanos en el Reino de Dios y, a la vez, la bendición que esta vocación significa para la Iglesia; expresan lo que debemos ser y vivir como fraternidad franciscana o como Orden en la Iglesia; nos exponen de manera fácilmente comprensible en qué consiste nuestra más urgente tarea en la Iglesia: mantener viva en ella, como hermanos menores de todos, la pobreza y humildad salvíficas de Cristo.

 

Francisco ya nos ha indicado en otras Admoniciones suyas cómo debemos ser los «menores», viviendo en pobreza y verdadera humildad. Ahora nos habla sobre la fraternidad, de la que también ha hablado con frecuencia en sus «palabras de amonestación», y nos expone cómo debemos vivir el amor fraterno en la vida cotidiana:

 

«Dichoso el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo y no puede corresponderle como cuando está sano y puede corresponderle» (Adm 24).

 

«Dichoso el siervo que tanto ama y respeta a su hermano cuando está lejos de él como cuando está con él, y no dice detrás de él nada que no pueda decir con caridad delante de él» (Adm 25).

 

 

I. «DICHOSO EL SIERVO…»

 

Estas dos Admoniciones empiezan, como muchas otras, con la bienaventuranza: «Dichoso el siervo...». Es un detalle que no debemos dejar pasar desapercibido, si no queremos perder de vista que cuanto en ellas se dice se relaciona con el Reino de Dios. Porque es dichoso el hombre que cumple, como siervo de Dios, lo que Dios quiere. «Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así» (Mt 24,46), tal como se lo había encargado. Cuando el hombre no actúa conforme al mandato de Dios, se precipita en el desorden, en el caos, y entonces no es feliz, sino infeliz y desgraciado. Por el contrario, cuando hace lo que el Señor quiere, lo que el Señor espera de él, y cumple con el corazón bien dispuesto los mandatos de Dios, está acogiendo y haciendo presente el reinado de Dios, realiza el Reino de Dios. Y los hombres que acogen el Reino de Dios y lo sirven como siervos obedientes, son dichosos.

 

Cuanto más se reflexiona sobre este «Dichoso el siervo...», tantas veces repetido por Francisco, hombre que mantuvo una relación filial exquisita con Dios y que experimentó con tanta fe la paternidad de Dios, tanto más se siente, y con razón, la necesidad de preguntarse cuál es el sentido y el porqué de esta expresión. Sin duda, Francisco la tomó del evangelio, y comprendió que ella debía modelar la actitud del hombre hacia Dios. Si comparamos entre sí las Admoniciones que empiezan con esta bienaventuranza, inmediatamente salta a la vista que es siervo de Dios el hombre que obedece a Dios, el hombre que está dispuesto a servirlo. Cuanto más el hombre escucha y obedece a Dios en su vida personal y en su vida de convivencia y relación con los demás, tanto más es, como siervo de Dios, un hombre dichoso, un hombre perfecto y santo, redimido y santificado. La obediencia a Dios es el alma de la salvación y santificación del hombre, el alma de toda santidad.

 

Esto se nos hará tal vez más evidente si pensamos, como hace aquí Francisco, en el mandamiento primero y principal de la ley de Dios, que es también el más difícil para el hombre enredado y ensimismado en su propio yo, el mandamiento del amor mutuo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). Obedeciendo a este mandamiento, el hombre alcanza la perfección. Así es como llega a ser un hombre perfecto, un cristiano cabal. En esta obediencia al amor, en esta obediencia caritativa («Pues ésta es la obediencia caritativa, porque cumple con Dios y con el prójimo», Adm 3,6), alcanza también la plenitud y perfección la vida en común de los cristianos, como hijos del único Padre, unidos en el amor de Cristo.

 

Todos somos hermanos porque todos somos hijos del Padre que está en el cielo (cf. Mt 23,9), y nuestra unidad fraterna es el signo del nuevo pueblo de Dios, de los siervos de Dios en la nueva alianza: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). Así pues, el amor mutuo, que nosotros, como «hermanos menores» y siervos de Dios, debemos hacer realidad plenamente y sobre todo en la Iglesia, es el principal servicio que tenemos que prestar al Reino de Dios, a su realización aquí y ahora. Esto es justamente lo que Francisco pone en claro cuando exhorta a sus seguidores diciendo: «Dichoso el siervo...».

 

 

 

II. EL AMOR DEBE SER DESINTERESADO

 

El amor fraterno, sin el cual no puede existir el Reino de Dios, ha de ser auténtico y debe vivirse en los pequeños detalles de cada día. Debe vivirse y manifestarse con toda autenticidad en las relaciones de uno con los demás. Del amor en esos pequeños detalles, que muchas veces pasamos por alto, es de lo que habla Francisco en estas dos Admoniciones:

 

«Dichoso el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo y no puede corresponderle como cuando está sano y puede corresponderle» (Adm 24).

 

El texto original latino es un tanto oscuro. Ya en la Edad Media proporcionó muchos quebraderos de cabeza a los copistas, que trataron de limarlo y hacerlo comprensible. De todos modos, su sentido es bien evidente.

 

Francisco advierte que también el amor fraterno puede vivirse en propio provecho, buscando el beneficio de uno mismo. Si ese fuera el caso, estaríamos abusando egoístamente del amor. Por su naturaleza, el ser humano piensa ante todo y en todas las cosas en su propio beneficio. Por eso, en las acciones realizadas por amor al prójimo puede infiltrarse el interés egoísta. A veces, quien hace un bien a otra persona, piensa en cómo ésta puede corresponderle. Así ocurre siempre que hacemos algo bueno a los otros esperando que nos den las gracias o nos reconozcan lo que les hemos hecho, queriendo, por tanto, retener para nosotros mismos parte del bien que hemos realizado. Cuántas veces pensamos y decimos: ¿Por qué he de ser siempre yo quien empiece? ¿Y de mí, quién se preocupa? ¿Y esto a mí de qué me aprovecha? La actitud reflejada en estas preguntas imposibilita amar tal y como Cristo nos dijo: «Os doy un mandamiento... Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). El amor del seguidor de Cristo es un amor que no retiene nada para sí mismo. El amor del hermano menor, que siempre y en todo debe vivir «sin nada propio» (cf. 1 R 1,1; 2 R 1,1), es un amor desinteresado, que no busca nada para él mismo.

 

Y este amor es el que explica nuestro padre san Francisco en la Admonición 24, presentando como ejemplo el caso del hermano enfermo o delicado que no está en condiciones de poder corresponder al bien que se le ha hecho. En la atención al enfermo puede desplegarse la plenitud del amor de Cristo que se nos brinda en los santos sacramentos con total desinterés, con auténtico servicio y plena fraternidad. En la atención al hermano enfermo, débil o desvalido puede nuestro amor dar muestras de ser un amor auténtico, prolongación del amor de Cristo. ¡Donde existe ese amor, allí está Dios! ¡Y donde está Dios, el hombre es dichoso!

 

«Dichoso el siervo que tanto ama y respeta a su hermano cuando está lejos de él como cuando está con él, y no dice detrás de él nada que no pueda decir con caridad delante de él» (Adm 25).

 

El genuino amor fraterno, si es verdaderamente cristiano, es un amor respetuoso. El respeto es la esencia, el secreto más profundo del amor cristiano. El amor cristiano crece y se apoya en el respeto a Cristo, que vive por la gracia en nuestros hermanos. El hombre tiene respeto a lo santo, a Dios. Por eso, debemos respetar todo lo que se relaciona con Dios. ¡Por desgracia, esto se olvida con frecuencia! Ésta es la razón por la cual nuestro amor mutuo debe ser siempre respetuoso: debe basarse sobre el respeto a Dios y no ser algo meramente externo. Y este amor respetuoso hay que practicarlo y cultivarlo no sólo cuando el hermano está presente, sino también, lo cual es generalmente mucho más difícil, en su ausencia.

 

Y es que, como nos deja entrever aquí Francisco, cuando no está presente el hermano se vulnera muchas veces este amor respetuoso con duras murmuraciones o con rigurosos juicios y condenas; los cristianos, las comunidades franciscanas, no somos una excepción en ese modo de actuar. ¡Tal vez por eso nos advierte aquí Francisco expresamente sobre este punto! En todo caso, y no obstante su sobriedad de expresión, esta palabra de amonestación es una maravillosa indicación del camino que conduce a un amor fraterno auténtico, hecho vida y realidad: «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). Y este mandamiento tiene vigencia de modo especial cuando hablamos de los demás, sobre todo en su ausencia. Así es como se abate y remueve uno de los principales obstáculos para amar a Cristo en nuestros hermanos. Así puede desplegarse en nuestras comunidades, con libertad y sin obstáculos, el amor de Cristo que habita en nosotros. Un amor cultivado y desarrollado de este modo, actualiza en medio de nosotros, de manera real y eficaz, un fragmento del Reino de Dios. Y éste existe sólo cuando hay una actitud correcta de unos hombres con otros. Más todavía: el Reino de Dios existe precisamente donde se da esa actitud en los encuentros y relaciones de cada día, y en los que muchas veces no caemos en la cuenta que son lugar de la actualización y presencia del Reino de Dios.

 

III. CONSECUENCIAS PRÁCTICAS

 

Estamos llamados a cosas sublimes: a la comunión de vida en el Reino de Dios. Y, para alcanzarla, Dios mismo nos ha pertrechado con la gracia santificante: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). El Espíritu Santo quiere construir y consolidar a través de nosotros el reino del amor, el nuevo Reino de Dios. Y, para ello, es imprescindible nuestra colaboración.

 

1. Todo depende, por tanto, de que, en una actitud de disponibilidad y de servicio desinteresados y con amor respetuoso, seamos instrumentos dóciles y adecuados del Espíritu de Dios. A ello alude con energía Francisco en estas dos Admoniciones. En ambas resplandece la fuerza liberadora y salvífica de la obediencia a Dios. Esta obediencia quita en el siervo de Dios los impedimentos que imposibilitan o dificultan la libre acción del Espíritu de Dios en nosotros y a través de nosotros. El siervo de Dios, que «no quiere retener nada para sí mismo» (cf. CtaO 29), es un instrumento adecuado, dócil y siempre disponible en las manos amorosas del Espíritu Santo, que quiere animarlo todo. En la renuncia a todo lo propio, se convierte en puro instrumento a través del cual el amor de Dios puede entregarse plenamente a los hombres. ¡Cuanto más actuamos así, tanto más dichosos somos como siervos de Dios!

 

2. «En una actitud de disponibilidad y de servicio desinteresados». Es lo primero que aquí se nos exige. Esta actitud ayuda a alcanzar la perfección de un amor que no pasa factura, que está libre de cualquier expectativa de remuneración o de reconocimiento, que no tiene ningún afán de alabanza ni de recompensa. Francisco nos propone, como criterio para conocer si nuestro amor es verdaderamente así, el hecho de comportarnos con los débiles y necesitados, con los pobres y enfermos, que no pueden recompensarnos, del mismo modo que nos comportamos con los sanos, los fuertes, los influyentes, que pueden mostrarnos su agradecimiento por lo que les hemos hecho. Y nuestro amor a los primeros debe manifestarse con disponibilidad y servicio desinteresados, como el amor del «menor», del más pequeño, que nunca quiere ser «mayor», superior, ni siquiera en la forma más sutil. El amor a las personas que padecen cualquier tipo de desvalimiento puede parecer un amor «altivo», un «rebajarse condescendiente» y ser, por tanto, hiriente para las personas a las que se ha hecho el favor. Pero si se conserva la «minoridad» y el «ser menor» en el amor, éste puede desplegarse libre y auténticamente. Por eso, la disponibilidad y el servicio desinteresados del «menor» son los que determinan, en última instancia, la autenticidad del amor y, por tanto, manifiestan si se trata de un amor servicial y desinteresado a Cristo, en definitiva, si es un auténtico amor cristiano. Y aquí surge naturalmente la pregunta decisiva sobre si todo esto se toma suficientemente en cuenta. Puede preguntarse, con razón, por qué la llamada caridad cristiana, que se practica con frecuencia en la actualidad con mucho ruido, es en el fondo tan poco eficaz. ¿No tienen en este punto los seguidores de san Francisco, los «menores», una tarea válida en todo momento y en cualquier lugar? ¿No la tienen precisamente aquí y ahora?

 

3. «Con amor respetuoso»: tal como se merece Cristo, que sale a nuestro encuentro en todo hombre, sobre todo en el «menor», en el pequeño, con quien debemos comportarnos como hermanos. En los más pequeños nos encontramos con el Señor, y Él quiere que le manifestemos y demostremos la autenticidad del amor con que le amamos a Él en el amor a los «menores», a los pequeños (cf. Mt 25,40.45). Francisco nos indica aquí muy claramente que este amor respetuoso debemos cultivarlo sobre todo en nuestro hablar sobre los demás. Y precisamente en la ausencia de los otros es cuando demostramos los cristianos que amamos de verdad al prójimo. El modo como hablamos del prójimo revela el amor y respeto que de verdad le profesamos. Sin ninguna duda, si cultiváramos en todo nuestro hablar y siempre que hablamos de los demás un amor respetuoso, se mostraría también cómo el Espíritu Santo puede edificar su reino de amor en nosotros y a través de nosotros.

Aun cuando las Admoniciones 24 y 25 parecen hablar sólo de pequeñas cosas de nuestra convivencia de cada día, nos muestran a su manera un camino directo para vivir el Reino de Dios. Precisamente esas pequeñas cosas, de las que habla aquí san Francisco, no hay que darlas por supuestas en la vida y convivencia humanas. Al contrario, merecen una especial atención. El rostro de nuestras comunidades cambiaría si las lleváramos a la práctica con seriedad. Entonces se haría visible y palpable aquí y ahora algo de la bienaventuranza de los siervos de Dios; en ellos el Espíritu del amor puede actuar sin trabas.