Meditación sobre la Admonición 23.ª de San Francisco

 

La presente Admonición lleva, en los manuscritos más antiguos, el título: «De la humildad». (El título «De la verdadera humildad», que aparece también en algunos manuscritos, es más reciente). Sobre la humildad tratan, directa o indirectamente, muchas Admoniciones de san Francisco, quien habla sobre esta virtud con tanta frecuencia y con tanto énfasis como sobre el amor mutuo. Puede decirse que la humildad y el amor mutuo son dos temas sobre los que Francisco habla continuamente y con toda seriedad a sus hermanos, no sólo en sus «palabras de santa amonestación», sino también en sus restantes escritos. La razón es bien clara: la humildad y el amor mutuo constituyen los dos elementos esenciales de la vida franciscana, individual y comunitaria: «ser hermanos» y «ser menores». Y sólo se puede ser hermano, o hermana, del otro si uno lo ama de verdad, si uno se preocupa de él con todo el corazón, si uno se sabe responsable del otro con un amor auténtico. Por eso nos exhorta incesantemente Francisco a este amor fraterno verdaderamente cristiano. Para ser hermanos menores, para ser hermanas menores (como se llamaba en la Edad Media a las terciarias franciscanas), imitando a Francisco y siguiendo sus huellas, hay que «observar la pobreza y humildad... de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 12,4; RCl 12,31), hay que asumir estas actitudes fundamentales del Señor y, siendo pobres interna y externamente, «someterse a toda humana criatura por Dios» (1 R 16,6; 2CtaF 47). De esta humildad en cuanto pobreza interior es de lo que nos habla Francisco en su Admonición 23:

 

«Dichoso el siervo que es hallado tan humilde entre sus súbditos como lo sería si se encontrase entre sus señores.

 

»Dichoso el siervo que siempre se mantiene bajo la vara de la corrección.
»Es siervo fiel y prudente (cf. Mt 24,45) el que en ninguna caída tarda en reprenderse interiormente por la contrición, y exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra» (Adm 23).

 

Inmediatamente se advierte cómo con esta triple bienaventuranza Francisco describe la pobreza interior, la auténtica humildad, desde tres puntos de vista distintos pero, como veremos, íntimamente interrelacionados. También se advierte en seguida que esta manera de hablar sobre la humildad resulta anticuada para el hombre moderno y típica de la Edad Media; sin embargo, bajo estas expresiones de corte medieval palpita un fondo de imperecedera validez. De él tratamos en esta meditación.

 

 

I. LA HUMILDAD ES DISPONIBILIDAD PARA SERVIR

 

La primera de las tres bienaventuranzas induce a pensar inmediatamente en las relaciones conventuales, aun cuando las describe con palabras cuyo uso no suele gustar hoy en día, ni siquiera en los conventos:

 

«Dichoso el siervo que es hallado tan humilde entre sus súbditos como lo sería si se encontrase entre sus señores».

 

Aunque esta frase fue pronunciada originariamente pensando en las relaciones de unos religiosos con otros en su vida de comunidad, más concretamente en la vida de comunidad de los hermanos menores, no hay duda de que podemos verla en un conjunto más amplio y con validez general.

 

Desde el pecado original, el hombre lleva en cierto modo en su sangre el ansia de poder, el «querer dominar». El hombre quiso ser como Dios; y esto significaba que también quería ser señor de los demás. Piénsese simplemente en Caín y Abel (cf. Gén 4). En contraposición con este instinto primario del hombre, Cristo indica del siguiente modo cuál ha de ser la característica del hombre nuevo: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, sea esclavo vuestro» (Mt 20,25-27; cf. 1 R 5,12-15). Aquí se advierte nítidamente la oposición existente entre el reino terreno y el Reino de Dios: entre el reino en el que el hombre quiere ser la medida de todas las cosas, y el Reino de Dios en el que el hombre, siervo y esclavo de Dios, se apropia del ejemplo de Cristo y lo convierte en norma de toda su vida. Hay reino terreno cuando y allí donde el hombre quiere dominar a sus semejantes y disponer de ellos, cuando y donde el hombre quiere decidir según su propio arbitrio, cuando y donde hace que los demás sientan su fuerza y experimenten su superioridad. ¡En todos esos casos el hombre se vuelve enemigo del hombre! «Sus propios familiares serán los enemigos de cada cual» (Mt 10,36).

 

¡Todo lo contrario debe suceder en el Reino de Dios! En el Reino de Dios el hombre, puesto que es cristiano, tiene que estar dispuesto a servir. Pues el cristiano es discípulo y seguidor de aquel que dijo de sí mismo: «El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28), y: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 27,27). La disponibilidad para servir, la humildad es, pues, una señal distintiva del discípulo, del auténtico seguidor de Cristo. Este servir es signo de que somos «imitadores de Dios, como hijos queridos» (Ef 5,1); pues Dios, el Señor de todo, nos sirve en todo momento mediante la creación y la conservación del mundo. Como expresa Francisco en su oración, Dios hace maravillas y, con todo, es la humildad: «Tú eres el santo, Señor Dios único, el que haces maravillas. Tú eres el fuerte, tú eres el grande, tú eres el altísimo, tú eres el rey omnipotente; tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra... Tú eres la humildad» (AlD 1-2.4).

 

Sin embargo, con frecuencia esta señal distintiva no aparece en los cristianos, incluidos los que siguen a san Francisco. Por eso nos exhorta el Pobrecillo, y ahora se comprende mejor la profundidad de su palabra de amonestación: Dichoso el siervo que es hallado tan humilde entre sus súbditos como lo sería si se encontrase entre sus señores. Mostrarse humildes y estar dispuestos a servir a los «superiores», a los «jefes», no tiene por qué ser necesariamente una virtud. ¡Puede ser simplemente una medida calculada e incluso astuta! También puede ser fruto de un sentimiento de subordinación, fomentado por un determinado ambiente social. Pero estar dispuestos a servir a quienes uno cree que son sus «súbditos», a los que uno considera inferiores, dependientes de uno, sobre quienes «tiene algo que decir», eso sí es difícil. Y esto justamente es seguimiento de Jesús humilde, esto es imitación de Dios, que es la humildad. Sólo así somos «imitadores de Dios, como hijos queridos» (Ef 5,1). Sólo entonces somos hermanos menores de todos. Y como entonces vivimos en el orden de Dios, nos convertimos, sirviéndonos mutuamente, en la comunidad de los hijos de Dios ante el Padre. Dichoso el siervo...

 

«Dichoso el siervo que siempre se mantiene bajo la vara de la corrección».

 

Podríamos preguntarnos con asombro qué es lo que tienen en común esta bienaventuranza y la que acabamos de ver. De hecho, la conexión entre ambos dichos revela que Francisco fue realmente un experimentado conocedor de almas. La valentía para servir a los demás en seguimiento de Cristo y como imitadores de Dios, exige una y otra vez y siempre el vencimiento de sí mismo. Una disponibilidad para el servicio fraterno como la que acabamos de ver, es algo que no brota espontáneamente en el ser humano, sobre quien pesa el pecado original. Piénsese simplemente en la reacción espontánea cuando se le exige a alguien semejante humildad: «¿Me toman por loco?», «¿quién hace algo por mi"?», «¡no pueden exigirme eso!», «¡donde las dan, las toman!»... Así, o de forma parecida, es como reacciona el hombre que piensa de manera «natural», y a quien la auténtica humildad, el «ser menor», la minoridad, le parece una insensatez, una locura.

 

En efecto -ahora se comprende mejor-, quien está dispuesto a servir a los demás, incluso a los súbditos, tiene que consagrarles tiempo y renunciar a sus propios deseos y caprichos; no tiene derecho a esperar que se lo agradezcan; en una palabra: tiene que estar desprendido de sí mismo. Y esto exige autovencimiento, ese «negarse a sí mismo» de que nos habla el evangelio (cf. Mt 16,24). Exige autocorrección y autodominio. Por eso tiene validez la palabra de Francisco: Dichoso el siervo que siempre se mantiene bajo la vara de la corrección. Siempre: es decir, en todo momento y en todo lugar, sin excepción alguna. Mediante esta autocorrección y autodominio aprende uno, especialmente en la convivencia con los demás, a superarse a sí mismo cada día, a tener en cuenta a los otros, a renunciar al propio querer. Así lo exige el orden del amor. Pero a quien vive siempre en este orden, y lo afirma y cumple fielmente como expresión de su seguimiento de Cristo, como servicio a la venida, aquí y ahora, del Reino de Dios, ya no le resulta tan difícil la disponibilidad para el servicio fraterno. Y puesto que su «yo», no obstante ser rebelde, dominante y obstinado como consecuencia del pecado original, se mantiene dominado por el orden del amor de Cristo, es también dichoso en calidad de siervo de Dios. En el servicio a los demás encuentra la felicidad, una felicidad imperecedera, pues el amor dura eternamente (cf. 1 Cor 13).

 

«Es siervo fiel y prudente (cf. Mt 24,45) el que en ninguna caída tarda en reprenderse interiormente por la contrición, y exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra».

 

Las exigencias de las dos primeras bienaventuranzas de esta Admonición constituyen sin duda la esencia del espíritu del evangelio, pero ni siquiera al hombre redimido y dotado con la gracia sobrenatural le resultan fáciles de cumplir. También el cristiano experimenta no raras veces su fallo, su caída ante tales exigencias. Cuando así ocurre, tiene que hacer penitencia. Y ésta se hace, en primer lugar, en el interior del hombre: alejándose de lo equivocado y volviéndose de nuevo a lo que es recto ante Dios. Esta es la auténtica penitencia, la conversión necesaria, el verdadero arrepentimiento, que es un cambio del corazón. Y dado que siempre convivimos con otras personas, nuestra caída repercute negativamente en la vida de convivencia; por eso, como expone Francisco con claridad, la penitencia en su pleno sentido exige también manifestar externamente, por la confesión, nuestra conversión interior.

 

Esta confesión sincera puede hacerse ante el confesor, en su calidad de representante de la comunidad eclesial; pero también puede hacerse ante la comunidad misma. Y a esa confesión le seguirá luego, más fácilmente, la satisfacción de obra, la reparación. Así se compensará en parte el daño causado. De este modo el siervo fiel y prudente experimentará la bendición de la humildad, no sólo en su vida personal, sino también, y sobre todo, en la vida de convivencia con los demás. Y, a pesar de todos sus fallos humanos, sirve como menor, como servidor, como esclavo de Dios al crecimiento del Reino de Dios en la Iglesia y en el mundo. El Señor enaltece a los humildes; los humildes son los que recibirán la bendición de Dios (cf. Lc 1,52).

 

 

II. LA HUMILDAD PRESUPONE
AUTODOMINIO Y DISCIPLINA

 

Nuestras reflexiones han puesto de relieve que, aunque las tres bienaventuranzas de esta Admonición estén expresadas con una terminología medieval y suenen un tanto anticuadas, contienen un núcleo cuya validez es permanente. En efecto, en ellas palpitan verdades, realidades irrenunciables en la tarea de edificación del Reino de Dios. Éste no podrá convertirse en una realidad si no se construye sobre el fundamento de tales verdades, aun cuando éstas no sólo no encajen con la mentalidad del hombre moderno, sino que incluso se opongan a ella. ¡Cuando el hombre las pone en práctica es cuando actúa como siervo de Dios y es, por tanto, dichoso! Vale, pues, la pena que las meditemos un poco más.

 

1. Sin duda, no debemos referir la primera bienaventuranza exclusivamente a las relaciones conventuales, por el hecho de que en ella se hable de súbditos. En efecto, en ella no se contraponen súbditos y superiores, sino súbditos y señores. Por tanto, esta sentencia tiene muchas posibilidades de aplicación, y si las ponemos en práctica nos previenen del peligro de pensar que se refiere a los demás, a los superiores, pero no a nosotros. ¡De cuántas maneras nos sabemos o nos creemos superiores a los demás: ¡por nuestra ciencia, por nuestras habilidades prácticas o nuestras dotes intelectuales, por nuestros conocimientos técnicos o nuestras especiales dotes personales! Desde este punto de vista, el otro puede ser mi súbdito; puede necesitarme, depender de mí. A la vez, también hay personas que están más capacitadas que yo en este o aquel otro ámbito; están sobre mí, son en cierto modo mis maestros, y me fijo en ellos y dependo de ellos. ¿Cómo me comporto con unos y con otros?

 

Esta pregunta revela en seguida cuán práctica es, aquí y ahora, esta «palabra de exhortación» de nuestro padre san Francisco. ¿Estoy dispuesto a servir a unos del mismo modo que a los otros? ¿Soy igual de humilde respecto a unos que respecto a otros? El que es pobre de verdad sabe que todos los dones y talentos son un don que hemos recibido de Dios y que, por tanto, todos somos responsables de los mismos ante Dios; por eso, no se coloca sobre los demás, sino que con humildad da gloria a Dios, y esto no solamente mediante la oración agradecida, sino también y sobre todo con el servicio fraterno a todos, sean como sean. Cuando existe esta pobreza humilde, Dios sigue siendo «el Señor». Y es glorificado. Sobre esta pobreza se derrama la bienaventuranza proclamada por Francisco.

 

2. Todo ello se apoya en la palabra del Apóstol: «Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador» (Col 3,9-10). Ahora bien, esto sólo es posible mediante el autodominio, mediante la autocorrección diaria. No en vano emplea aquí el texto original latino la palabra permanet: permanecer, perseverar, continuar, durar. ¡Cuántas veces esta autodisciplina a todas luces imprescindible nos parece una carga que nos aplasta y que coarta nuestra «libertad»! Y como son muchos los que, por amor a esta supuesta libertad, no quieren soportar ese peso, no quieren perseverar en la autodisciplina y no aceptan la humildad que ello supone, la vida en común se vuelve a veces muy difícil, insoportable. ¡Quizás sea también ésta la razón por la que con frecuencia se percibe tan poco el Reino de Dios en los cristianos y en la Iglesia! Tal vez comprendamos ahora mejor por qué, en una exhortación sobre la humildad, escribe Francisco: Dichoso el siervo que siempre se mantiene bajo la vara de la corrección.

 

3. El hombre viejo, autoritario y deseoso de ser su único señor, autosuficiente y orgulloso como es, no quiere admitir su propia culpa; tal como da a entender Francisco en la Admonición 22, siempre tiene la boca llena de excusas (tiene prisa para excusarse). Esta actitud no contiene ninguna voluntad de contrición, carece de la confesión liberadora y salvífica, y tampoco tiene voluntad alguna de satisfacer con las obras. Quien, en cambio, reconoce con humildad su caída, sin buscar excusas fáciles, refleja el hombre nuevo y edifica la comunidad de los hijos de Dios. Precisamente el tercer dicho de esta Admonición pone de manifiesto cómo también a partir de nuestras mismas caídas, de nuestras faltas, puede crecer el bien en nosotros y en nuestra vida en común. Cuando, actuando como siervos de Dios, somos siervos fieles y prudentes tal y como nos indica esta bienaventuranza, se edifica -¡incluso a través de toda nuestra pobreza!- el Reino de Dios en nosotros y en nuestras comunidades. ¡La confesión de nuestras caídas, de nuestras debilidades, de nuestros pecados, se convierte en confesión de la misericordia, de la humildad, del perdón de Dios!