Meditación sobre la Admonición 22.ª de San
Francisco
En nuestras anteriores meditaciones sobre las Admoniciones de nuestro padre san Francisco, ya hemos procurado repetidas veces explicar que, con el pecado, el hombre se aparta de Dios y se vuelve hacia sí mismo, como si fuera el centro de su propia vida. Con el pecado, el hombre se convierte, como dice gráfica y penetrantemente san Buenaventura, en una «natura in se recurvata», en «un ser retorcido sobre sí mismo». El pecador da la espalda a Dios, y sólo se busca y se ve a sí mismo. Así ocurrió en el paraíso, en el pecado original de nuestros primeros padres, que quisieron ser como Dios, ser sus propios señores y dueños, ya que se les antojó determinar por sí mismos el bien y el mal. Y así sucede, en su más profunda esencia, en todo pecado. El hombre que peca quiere de modo distinto de como Dios quiere. Quiere decidir por sí mismo y ser señor de sí mismo.
Ahora bien, cuando actúa de este modo, el hombre deja de ser imagen y semejanza de Dios, y se convierte en una caricatura, en «un ser retorcido sobre sí mismo». Ya no se mira a la luz de Dios, y se vuelve ciego respecto a él mismo. Andando el tiempo se enamora tanto de sí, que ya no se ve ni ve el mundo tal como son. Carece de la luz necesaria para el autoconocimiento, pues sólo nos conocemos tal cual somos cuando nos contemplamos desde Dios, cuando nos vemos a la luz de Dios. Para el hombre que se abandona al pecado, esto es muy difícil, si no totalmente imposible.
Este autoenamoramiento, esta autosatisfación, este autoengaño constituye una gran carencia en nuestra vida. Por supuesto, no es raro que veamos de color rosa todo cuanto somos, hacemos o dejamos de hacer. Pero, si queremos no salirnos del camino recto, hemos de suprimir esta gran indigencia en nuestra vida cristina. Y nos salimos del camino recto cuando sólo seguimos a nuestro propio «yo», cuando nos aferramos a la opinión que tenemos acerca de nosotros mismos.
En este contexto aparece con toda su transparencia la Admonición 22 de san Francisco:
«Dichoso el siervo que soporta la advertencia, la acusación y la reprensión que le viene de
otro con la misma paciencia que si le viniera de él mismo.
»Dichoso el siervo que, al ser reprendido, acata benignamente, se somete con sonrojo, confiesa humildemente y expía de buen grado.
»Dichoso el siervo que no tiene prisa para excusarse y soporta humildemente el sonrojo y la reprensión por un pecado en el que no tiene culpa» (Adm 22).
Con estas «bienaventuranzas», un tanto ásperas al oído, Francisco quiere ponernos en claro que, en cuanto siervos de Dios, somos dichosos si otras personas nos indican el camino recto. Se trata de personas impulsadas por una sincera solicitud para con nosotros y que quieren ayudarnos; personas, pues, que nos corrigen, es decir, que nos reprenden, que nos sujetan con fuerza, que nos muestran el camino recto según la voluntad de Dios, el camino adecuado a nuestra vocación cristiana, a nuestra vocación franciscana. Todos necesitamos de alguien que nos ame y que, a la luz y en el amor de Dios, esté dispuesto a liberarnos del retorcimiento sobre nosotros mismos.
I. LA CORRECCIÓN FRATERNA
NOS INDICA EL CAMINO RECTO
La primera bienaventuranza de esta «palabra de amonestación» resulta algo chocante cuando la escuchamos por primera vez. Su misma formulación en el texto original es un tanto difícil y de traducción nada sencilla:
«Dichoso el siervo que soporta la advertencia, la acusación y la reprensión que le viene de otro con la misma paciencia que si le viniera de él mismo».
Pero si uno se fija bien, inmediatamente salta a la vista una profunda coherencia. Bien mirado, deberíamos ser nosotros mismos quienes nos advirtiéramos, acusáramos y reprendiéramos; es decir, deberíamos ser autocríticos. Entonces se nos abriría el camino que conduce a la dicha del Reino de Dios. Pero como no queremos o no podemos ser autocríticos, no nos queda más remedio que aceptar con paciencia el que otros nos critiquen.
¡Y ahí está el problema! En teoría, consideramos que las correcciones son necesarias; cuando afectan a otras personas, casi siempre nos parecen pertinentes y oportunas. Pero si van dirigidas a nosotros, no las aceptamos a gusto. ¡Qué fácilmente nos irritamos entonces! ¡Cuán rápidamente nos enojamos y ofendemos si alguien nos advierte, nos reprende o nos llama la atención por alguna falta, aunque lo haga con toda amabilidad! En el fondo, es incluso comprensible. Nuestro querido «yo» no puede soportar algo parecido. Nos irritamos en cuanto alguien rompe las ilusiones, las aspiraciones que nos hemos forjado sobre nosotros mismos, cuando alguien derrumba nuestros castillos en el aire. Y entonces nos enfurruñamos como esos niños a quienes les estallan sus hermosas pompas de jabón. Este enfurruñamiento muestra bien a las claras hasta qué punto seguimos girando en torno a nuestro propio «yo», hasta qué punto somos «seres retorcidos sobre nosotros mismos».
Ahora bien, quien sólo gira en torno a sí mismo y sólo se mira a sí mismo, no encontrará la auténtica vida cristiana; no encuentra el orden de Dios, sino que permanece en su propio desorden. Por tanto, no será dichoso, pues -como hemos repetido varias veces en estas meditaciones- ser dichoso significa tener paz con Dios, estar en el orden de Dios, vivir en el amor de Dios, pertenecer al Reino de Dios. Y todo esto sólo lo logramos si puede irrumpir y desarrollarse en nosotros la salvación que se nos ofrece gratuitamente en los sacramentos. Esto supone la eliminación de los obstáculos que impiden esta irrupción y desarrollo. Y una valiosa ayuda para ello consiste precisamente en soportar con paciencia las advertencias, acusaciones y reprensiones.
«... con la misma paciencia que si le viniera de él mismo». También ésta es una prueba muy práctica. Sabemos por experiencia que quienes peor soportan las advertencias, acusaciones y reprensiones son aquellos a quienes más les gusta advertir, acusar y reprender a los demás. Pero en seguida se ofenden, enojan e irritan si alguien les advierte, acusa o reprende. Para ellos tiene vigencia, pues, en especial esta palabra de santa exhortación, a fin de que también en ellos se cumpla la bienaventuranza: ¡Dichoso el siervo!
Si analizamos el presente problema a la luz del espíritu de san Francisco, hemos de estar agradecidos a todo aquel que nos corrige, indicándonos el camino recto, y que nos llama la atención sobre nuestras faltas; pues nos está ayudando a seguir el camino de Dios, a ser dichosos ya en esta tierra.
En cambio, los admiradores y aduladores, a quienes tan gustosamente presta oídos nuestro idolatrado «yo», no nos ayudan en esta tarea. Lo único que hacen es perjudicarnos, pues impiden el desarrollo de la gracia en nosotros, en vez de favorecerlo.
«Dichoso el siervo que, al ser reprendido, acata benignamente, se somete con sonrojo, confiesa humildemente y expía de buen grado».
La palabra latina «reprehensio», de «re-prehendere» o «re-prendere», a la que corresponde la castellana «reprensión», significa originariamente la acción de coger, agarrar, asir, detener, retener, conservar, parar; posteriormente se le añadió el sentido de «reprobación, reproche, censura». Quien, por tanto, reprende a alguien, debe hacerlo sólo con el propósito de preservarlo del mal, de impedir que se extravíe, de mantenerlo en el bien. Una reprensión semejante es verdaderamente una forma genuina de amor cristiano al prójimo. Pero quien, como responsable en una comunidad y por el bien de la misma, está obligado a reprender, sabe cuán ingrata es esta obligación. Por eso precisamente se omiten muchas reprensiones necesarias. Y eso produce un grave daño a los individuos y a la comunidad.
Si queremos evitar este grave daño, debemos no poner inútilmente dificultades a quien quiera ayudamos con una reprensión; al contrario, siguiendo la exhortación de san Francisco, debemos acatarla benignamente, es decir, sin encolerizarnos ni ofendernos. Si nos encolerizamos y ofendemos, nadie volverá a ayudamos con una reprensión, y permaneceremos en la ceguera respecto a nosotros mismos.
Más aún, debemos someternos con sonrojo a que nos reprendan algo; y estar dispuestos a confesar nuestras faltas y errores. Quien confiesa humildemente su falta, está demostrando con ello que se aparta de la misma, que desiste de su actitud equivocada. Esta confesión ya es una contribución importante para reparar el daño producido. Quien está dispuesto a ello, también está dispuesto a expiar de buen grado. Hará lo posible por cambiar y mejorarse. Caminará nuevamente por el camino recto y será dichoso como siervo de Dios, como hombre que obedece a Dios y hace cuanto Dios quiere de él.
«Dichoso el siervo que no tiene prisa para excusarse y soporta humildemente el sonrojo y la reprensión por un pecado en el que no tiene culpa».
En este dicho aparecen aunadas dos cosas distintas pero muy importantes. En primer lugar, se nos exhorta a no tener prisa en excusarnos. Quien piensa inmediatamente en excusas, no está en condiciones de prestar atención a lo que Dios quiere decirle por medio de sus instrumentos, las personas que le reprenden. Quien se excusa en seguida y a la ligera, está demostrando claramente que todavía se preocupa demasiado de sí mismo. Todavía no tiene la mirada libre, o no la tiene lo bastante libre para ver lo que Dios quiere indicarle. En cambio, sólo es dichoso el siervo que en todo sabe escuchar a Dios y dejar que le hable a través de sus instrumentos.
Lo segundo es tal vez más difícil aún de llevar a la práctica, pues a nuestro «yo» le repugna demasiado el soportar humildemente el sonrojo y la reprensión por un pecado en el que no tiene culpa. ¿No vulnera eso la justicia? ¿Puede exigírsele a alguien soportar algo semejante?
Desde un punto de vista meramente humano, esta Admonición hiere derechos fundamentales de la persona. Pero ¡no olvidemos que estamos hablando del Reino de Dios! La vida cristiana está sujeta a la palabra del Señor: «El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Por eso, hemos de estar dispuestos a soportar con paciencia la injusticia. También esto forma parte del seguimiento de Jesús, en línea con su exigencia: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). El soportar la injusticia forma, por tanto, parte de la negación de uno mismo y de la mortificación que aquí exige el Señor. Dice san Francisco en otro lugar: «Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian", pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1 R 22,1-4). Sin duda, esto nos resultará con frecuencia muy duro, pero dominaremos nuestro «yo». Y quedaremos libres para seguir el camino de Dios. Y se cumplirá de verdad en nosotros la palabra: ¡Dichoso el siervo de Dios!
II. ACEPTEMOS DE BUEN GRADO LA CORRECCIÓN
En tiempos no muy lejanos se hablaba de la obligación de la «corrección fraterna». Esta obligación se estudiaba en la teología moral y en la ética cristiana dentro del tratado sobre la virtud de la caridad, y se basaba en la palabra del Señor: «Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele a solas tú con él. Si te escucha habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15). No hay nadie que no esté convencido de la gran importancia de esta palabra del Señor para nuestra vida individual y comunitaria. Pero, ¿cómo se practica en las comunidades cristianas y en nuestras comunidades franciscanas?
1. Muchos ni siquiera se atreven a poner en práctica esta instrucción del Señor. Prefieren escudarse tras la pregunta de Caín: «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gén 4,9). ¿Por qué no se atreven? ¿Por qué los demás no osan ponerla en práctica respecto a nosotros?
Estas dos preguntas expresan la actualidad de las tres bienaventuranzas de la Admonición 22. Cuanto más las asumamos, tanto más podrá desarrollarse en nuestra vida y en la vida de nuestras comunidades la bendición de la palabra del Señor expresada en Mt 18,15, y tanto más posible será la vida cristiana en comunidad; pues en tal caso podremos ayudarnos eficazmente unos a otros con la dirección rectificada, corregida, en el camino hacia Dios, y liberados de cualquier retorcimiento sobre el propio «yo». Y también Dios podrá actuar más libremente y sin obstáculos en nuestra vida personal y comunitaria.
2. Quienes por su oficio, es decir, por encargo de la Iglesia en cuanto responsables de una comunidad, tienen la obligación de reprender y corregir, y también cualquiera que, en base al mandato de Cristo, haya de reprender a su hermano advirtiéndole de sus faltas, deberán hacerlo siempre por solicitud caritativa hacia el prójimo. Evitarán toda dureza y toda brusquedad. Procurarán no ser hirientes con sus palabras ni con su actitud. No tratarán a los demás desde arriba. La «corrección fraterna» quizá haya caído en descrédito por haber tomado formas que no eran expresión de un auténtico amor fraterno, que no estaban impregnadas del espíritu del Evangelio.
3. Con frecuencia puede resultar incómodo e incluso penoso el tener que cumplir con la obligación de la corrección fraterna. Por eso, no debe olvidarse la seria advertencia de san Francisco: «Por lo tanto, custodiad vuestras almas y las de vuestros hermanos, porque horrendo es caer en las manos del Dios vivo» (1 R 5,l). Dichoso el siervo que con su comportamiento, moldeado por las tres bienaventuranzas de esta Admonición, facilita a los demás el cumplimiento de la obligación de la corrección fraterna.
4. Si se nos corrige, si alguien nos hace caer en la cuenta de nuestras faltas o nos reprende, debemos, como creyentes, ver en ello un signo de Dios, una advertencia de Dios. Dios está actuando. Se preocupa de nosotros, para que no andemos por un camino equivocado. ¡Ay del orgulloso que no reconoce la acción de Dios! Permitamos, pues, de buen grado que nos indiquen el camino recto. Consideremos de verdad las correcciones, acusaciones y reprensiones como una gracia de Dios: así seremos siervos de Dios y, por tanto, dichosos.
Si meditamos bien todo esto, la Admonición 22 se revelará como muy importante para cuantos quieren seguir a san Francisco viviendo una vida «según la forma del santo Evangelio». ¡Hoy se habla mucho de seguir a san Francisco en esta vida evangélica! ¿Pero estamos dispuestos a recorrer el camino concreto que Francisco nos indica para alcanzar esta meta? En tal caso comprenderemos lo que dice el beato Gil, ese fiel seguidor de san Francisco: «Una gracia llama a otra gracia. Y una falta a otra. La gracia no quiere ninguna alabanza, y la falta no quiere ningún reproche. Es decir, el hombre de la gracia no va tras el reconocimiento, ni busca la alabanza de los demás; y el hombre de la falta no soporta ningún desprecio ni reproche alguno. Esto hace la soberbia. El espíritu llega, mediante la humildad, a la paz. Y su hija es la paciencia».