Meditación sobre la Admonición 2.ª de San Francisco
Tomamos como base de nuestra meditación el texto de la segunda Admonición de nuestro padre san Francisco, que lleva como título «El mal de la propia voluntad». Esta Admonición tiene mucha importancia para nuestra vida según los consejos evangélicos, según la intención y el espíritu de san Francisco, a quien todos nosotros veneramos como Padre. En ella nos dice cosas decisivas para la vida en obediencia.
«Dijo el Señor a Adán: De todo árbol puedes comer, pero no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf. Gén 2,16-17).
»Podía comer de todo árbol del paraíso, porque no cometió pecado mientras no contravino la obediencia. Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él; y de esta manera, por la sugestión del diablo y por la transgresión del mandamiento, lo que comió se convirtió en fruto de la ciencia del mal. Por eso es preciso que cargue con el castigo» (Adm 2).
I. LA OBEDIENCIA,
BASE DE NUESTRA RELACIÓN CON DIOS
Como en la mayoría de sus Admoniciones, también en ésta toma Francisco como punto de partida una palabra de la Sagrada Escritura, concretamente la palabra con la que Dios colocó al hombre en la alternativa de obedecer o desobedecer:
«Dijo el Señor a Adán: De todo árbol puedes comer, pero no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf. Gén 2,16-17)».
Dios creó el cielo y la tierra, y al hombre como administrador de todo cuanto había creado. Al hombre le estaba permitido usar de todas las cosas; todo estaba a su disposición. Como nos invita a orar la Iglesia en la Plegaria Eucarística IV: «A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su creador, dominara todo lo creado».
¿Por qué impuso Dios al hombre, con esta prohibición, una palpable frontera? No lo hizo ciertamente para atormentarlo, ni para limitarlo, ni para precipitarlo en la infelicidad. Esta prohibición contiene una piedra de toque para la actitud interior del hombre. Mediante esta obediencia exigida, el hombre debía reconocer a Dios como Señor de todo, como verdadero dueño al que pertenece cuanto existe en el mundo creado, propietario de todas las cosas. Así lo entiende Francisco y así lo expresa en muchos pasajes de sus escritos: «Son matados por la letra los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros. Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7, 3-4). «Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni uno solo (Rom 3,12). Por lo tanto, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo (cf. Mt 20,15), que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,1-3). «Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se 1e tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno (cf. Lc 18,19)» (1 R 17,17-18)...
Dios es propietario de todo lo bueno. Los bienes están sólo confiados al hombre. Mediante esta obediencia el hombre debía reconocer el Señorío de Dios, glorificar a Dios. Con este reconocimiento y aceptación del Señorío de Dios, el hombre debía permanecer totalmente sujeto a Dios. Se trataba, por tanto, de preservar al hombre de referir las cosas sólo a sí mismo, como si fuese señor absoluto de las mismas. Según la disposición de Dios, el hombre era simplemente administrador del Señorío de Dios sobre las cosas.
Salta, pues, a la vista que la obediencia es la relación fundamental, la base de todas las relaciones entre Dios y nosotros, entre nosotros y la creación de Dios. Dios no puede renunciar a esta obediencia sin renunciarse a sí mismo. Él tiene que seguir siendo, siempre y en todo, el Señor. ¿Qué queremos decir con la expresión «seguir siendo el Señor»? Su voluntad es determinante. El hombre debe y tiene que guiarse y comportarse en todo tomando la voluntad de Dios como norma. La voluntad de Dios nos brinda la única dirección válida y buena para nuestra conducta. Mediante la libre decisión del hombre obediente, Dios es reconocido como Dios, es glorificado. En el reconocimiento obediente de la voluntad divina radica el núcleo esencial de toda glorificación de Dios por parte del hombre: Dios es reconocido como Señor.
«Podía comer de todo árbol del paraíso, porque no cometió pecado mientras no contravino la obediencia. Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él».
De estas palabras de nuestro padre san Francisco se desprende con toda claridad que, para él, el pecado no sólo es transgresión de una ley, considerada desde el punto de vista positivo y jurídico, con la que se lesiona el orden jurídico, sino más bien algo que acontece entre el hombre y el Dios vivo. El pecado acaece funestamente entre Dios y el hombre. ¡Es un nefasto suceso en esta relación entre Dios y el hombre, la más personal de todas las relaciones! En su más profunda esencia, es una desobediencia a Dios. El hombre que peca no quiere reconocer con su obediencia a Dios como Señor, sino que quiere ser señor de sí mismo. ¡Quiere definir por sí mismo lo bueno y lo malo! No quiere ser contradicho en nada. No quiere ser limitado por nada. ¡El pecado es, por tanto, un atentado contra el Señorío de Dios! ¡El hombre trata de destronar a Dios en su vida! Hace caso al tentador: «Seréis como Dios» (Gén 3,5). En el pecado, pues, el hombre intenta insensatamente colocarse en el lugar de Dios. Tal fue el pecado de Adán. Su aprehensión del fruto prohibido significaba precisamente atraer hacia sí las cosas como si él fuese el fin de las mismas. Pero el hombre no es el fin de las cosas, Dios es el fin de las cosas. Negar esto equivale a excluir a Dios como Señor. Con su injusta y abusiva apropiación, Adán quería conseguir la autoposesión de su ser-hombre: «Seréis como Dios» (Gén 3,5).
Este pecado de Adán se prolonga en todos los pecados que pueda cometer el hombre. Francisco lo interpreta aquí en una doble dirección:
1. «Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien y del mal el que se apropia para sí su voluntad...» (o, con otras palabras, reivindica su propia voluntad como propiedad personal). En el pecado, el hombre usa incorrectamente su propia voluntad. Abusa del mayor y más hermoso don que Dios le ha concedido. Pierde su más encumbrada dignidad, la de ser libre servidor de Dios. Y no consigue lo que quería: en vez de convertirse en señor, se torna vasallo, esclavo de las fuerzas contrarias a Dios. La expresión de Francisco «se apropia para sí» (reivindica como propiedad personal), nos lleva a algo todavía más profundo. Según esta expresión, la obediencia significa no reivindicar la propia voluntad como propiedad personal, sino insertarse totalmente en el cumplimiento de la voluntad de Dios. La obediencia es, por tanto, una parte de nuestra pobreza franciscana, de nuestra vida «sin nada propio» (2 R 1,1), como dice Francisco. La obediencia, como renuncia a la propia voluntad, a cualquier capricho de la propia voluntad, es sin ninguna duda la parte más importante de nuestra pobreza franciscana. En general resultará más difícil y abnegada que la renuncia a las cosas y bienes externos, pues se trata del desprendimiento de toda posesión y dominio interiores.
2. «Y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él». Aclaremos en primer lugar la expresión «enaltecerse», es decir fanfarronear, presumir de algo, hincharse, sobrevalorarse, etc. ¿Qué quiere decir Francisco con esta expresión? Dios, el Señor, es no sólo el creador de todo cuanto nos rodea, sino también el autor de todo bien dicho o hecho a través de nosotros. También en esto debemos no adornarnos con méritos ajenos, no apropiarnos de nada, no atribuirnos ningún merecimiento como propio, sino reconocer siempre y en todo bien a Dios como Señor, pues a Él le pertenece, es de su propiedad. Se trata, por tanto, también aquí, de un auténtico reconocimiento del Señorío de Dios, de glorificar a Dios. Todos sabemos que semejante pobreza es especialmente difícil, con frecuencia incluso indeciblemente difícil. Todos sabemos que aferramos con mucho gusto el bien en nuestra vida, para adjudicárnoslo a nosotros mismos. Para quien es completamente pobre, para Francisco, esta usurpación es simplemente pecado. Y vemos también, por otra parte, cómo Francisco permanece sumamente atento a dar realmente a Dios lo que es de Dios (cf. Lc 20,25). En verdad permanece delicadamente atento a que no se menoscaben los derechos de Dios. Dios debe ser el único y solo Señor en nuestra vida de pobres. Con ello queda obviamente claro también que la humildad es una parte esencial de la pobreza franciscana. ¡El que es auténticamente humilde no quiere apropiarse nada!
«Y de esta manera, por la sugestión del diablo y por la transgresión del mandamiento, lo que comió se convirtió en fruto de la ciencia del mal».
El diablo, que fue el primero que canceló la disposición de servir obedientemente a Dios, busca siempre separar al hombre del trato con Dios. Deslumbra al hombre con sus sugestiones. Tienta al hombre con la falsedad: «Seréis como Dios» (Gén 3,5). Quien le hace caso y sigue sus sugestiones, infringe la misión que Dios le ha confiado. Se hace malo y aspira al mal. Pierde su relación vital con Dios. Separado de Dios, se convierte en enemigo de Dios. Con su desobediencia pecadora se torna, de libre servidor de Dios, en esclavo del diablo, en siervo del mal. ¡Entre Dios y el diablo no cabe término medio, sólo cabe el «por o contra»!
«Por eso es preciso que cargue con el castigo».
Sabemos qué castigo sorprendió a Adán y Eva después del pecado original. Fueron expulsados del paraíso, de la placentera cercanía de Dios. Dios hizo lo que ellos querían y los colocó en la vida a la que se habían entregado ellos mismos. Como habían disuelto su vínculo con Dios, experimentaron la total amargura de una vida desvinculada de Dios. Así acontece, tal como indica Francisco con toda seriedad, a quien apostata de Dios con su desobediencia y soberbia.
II. CONSECUENCIAS Y APLICACIONES PRÁCTICAS:
RECONOCER CON LA OBEDIENCIA EL SEÑORÍO DE DIOS
Tras haber intentado comprender profunda y ampliamente las «palabras de amonestación» de nuestro padre san Francisco en toda su coherencia, apliquemos ahora estos conocimientos a nuestra vida concreta de cada día. Examinemos en una triple dirección nuestra vida diaria a la luz de esta Admonición.
1. ¿Vivimos en obediencia a Dios? ¿Nos importa realmente su voluntad por encima de todo, tal como rezamos incesantemente: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»? Preguntémonos lo mismo, a la inversa: ¿Quién desempeña el principal papel en mi vida, yo o Dios? ¿Qué es lo determinante y decisivo incluso en los secretos interiores de la vida espiritual? ¿Qué voluntad cumplimos, la nuestra o la de Dios? ¿Nos fijamos bastante y con esmero en el camino de Adán, como nos lo describe aquí Francisco con palabras breves pero esenciales? ¿Qué hacemos en suma para conocer la voluntad de Dios? ¡Ésta no se manifiesta sólo en los diez sabidos mandamientos! Toda la Sagrada Escritura, en cuanto revelación, es para nosotros la «manifestación», la clarificación de lo que Dios quiere. De acuerdo con nuestra vocación especial como religiosos, Dios nos da también a conocer su voluntad a través de la Regla, que debe conformar nuestra vida, al igual que a través de los Estatutos promulgados por las autoridades eclesiásticas, que interpretan nuestra vida según la Regla. En ellos y en muchos otros lugares nos habla la voluntad de la Iglesia. Y la Iglesia es representante de Dios. En su nombre nos hablan nuestros superiores, pues ellos son representantes de la Iglesia. Estamos llamados a obedecer en todo esto. Aquí radica para nosotros la llamada a reconocer el Señorío de Dios, a glorificarle. ¿Nos alegramos por poder reconocer a Dios como Señor en nuestra obediencia? ¡Esta alegría es la única que nos hace felices! La obediencia es servicio de Dios, glorificación de Dios, reconocimiento del Señorío de Dios.
2. ¿Vivimos en humildad ante Dios? ¿Actúa vital y eficazmente en nosotros la conciencia de que todo lo que somos y tenemos es propiedad de Dios? ¡Todo lo que sé y cuanto puedo es siempre don de Dios y a Él le pertenece! Se nos ha entregado todo como a administradores. Debemos usarlo todo glorificando a Dios, reconociendo su Señorío. Nada debe tener en nosotros su fin, su finalidad y perfección, todo debe volver a Dios. No debo atribuirme nada, nada debo apropiarme, nada debo registrar a mi favor. Tampoco debo presumir de nada, ni vanagloriarme de nada. La humildad, en cuanto pobreza interior, excluye toda vanidad y autocomplacencia. Quien es auténticamente humilde abandona todo servicio de sí mismo y conoce sólo una cosa: servir a Dios. La humildad es servicio a Dios, reconocimiento del Señorío de Dios.
3. ¿Vivimos, como siervos obedientes y humildes de Dios, en una actitud contraria al pecado? ¿Tan escueta y evidentemente como describe aquí Francisco? ¿Conocemos bien lo terrible del pecado, ese misterio de maldad? ¿O nos hemos acostumbrado a él? ¿Hemos llegado a un acuerdo con el pecado? ¿Triunfan en nosotros las sugestiones del diablo? ¡Esas sugestiones que siempre adulan y quieren dar la razón a nuestra soberbia y a nuestra avaricia! ¡En tal caso tendremos que soportar necesariamente el castigo de la lejanía de Dios! Pues Dios y el pecado no se avienen. ¿No lo experimentamos una y otra vez en nuestra oración y precisamente en nuestra oración? Donde está el pecado, está excluida una vida con Dios. Pero cuando el hombre vive en obediencia y humildad, cuando el hombre toma en serio «vivir sin nada propio», tal como lo entiende nuestro padre san Francisco, entonces no hay espacio alguno para el pecado. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3). Quien tiene el espíritu de pobreza, pertenece al Reino de Dios, en el cual Dios es el centro en torno al cual gira todo. ¡Aquí es Él el Señor, todo en todos y en todo!
Esta meditación sobre las «palabras de amonestación» de san Francisco nos muestra hasta qué punto puede nuestro santo Fundador ser un guía y maestro eficaz de la vida cristiana. Resumamos los principios que han llevado a Francisco a las conclusiones anteriores: Francisco nos advierte que la felicidad plena del hombre consiste en vivir una vida en pobreza obediente y humilde en el ámbito de la voluntad, de la acción de Dios. Sólo así nos liberaremos de las estrecheces de una vida en la que todo se refiera a nosotros como a su fin, en la que todo deba encontrar en nosotros su propio fin. En tales estrecheces, la vida con Dios no puede menos que asfixiarse. Como pobres y humildes, es decir, como franciscanos, como auténticos hijos del padre san Francisco, debemos ofrecernos nosotros mismos, entregar nuestro propio yo -¡lo hacemos cada día en el Sacrificio de Cristo, que se transforma en nuestro propio sacrificio!- a fin de poder llegar a ser administradores del Señorío de Dios en su Reino: ¡Hombres tal y como Él nos ha pensado!
LA PERFECTA OBEDIENCIA
Francisco consideraba la obediencia como una parte integrante tan esencial de la vida franciscana que describe la incorporación a la Orden con esta simple expresión: «Sea recibido a la obediencia» (1 R 2,8), «los otros hermanos que han prometido obediencia» (1 R 2,13), «sean recibidas a la obediencia» (2 R 2,11), «los que ya han prometido obediencia» (2 R 2,14). También santa Clara asumió este concepto para sus hermanas (RCl 2). Esta manera de pensar puede parecernos extraña a primera vista, pues estamos habituados a considerar la pobreza como el elemento esencial de nuestra vida religiosa franciscana. Tal vez ello se deba a que hemos separado demasiado la obediencia de la pobreza, en tanto que Francisco considera ambas actitudes fundamentales estrechamente unidas. Así nos lo muestra claramente su Admonición 3ª. Vamos, pues, a considerarla, dividiéndola en dos partes.
I. LA RENUNCIA A LA PROPIA VOLUNTAD
«Dice el Señor en el Evangelio: Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y: Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá (Lc 9,24).
»Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado. Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad del prelado y mientras sea bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia.
»Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo que le manda el prelado. Pues ésta es la obediencia caritativa (cf. 1 Pe 1,22), porque satisface a Dios y al prójimo» (Adm 3).
Como en la mayoría de sus admoniciones, también en ésta, tan importante para la vida comunitaria de toda fraternidad franciscana, se basa Francisco en las palabras de la Sagrada Escritura. Hemos oído ya estas palabras de Cristo con frecuencia. Son muy importantes para toda formación a la vida de la Orden. Por eso, debemos escucharlas otra vez, y como si fuese la primera:
«Dice el Señor en el Evangelio: Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y: Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá (Lc 9,24)».
¡Así nos habla el Señor también a nosotros! Su palabra, presente y actual, suena en nuestro aquí y ahora. ¿Nos sentimos, como «verdaderos discípulos de Cristo», interpelados por Él?
¡Fijemos nuestra atención en primer lugar, y especialmente, en la segunda palabra! En realidad debería traducirse: «Quien quiere salvarse a sí mismo, se perderá». ¡Una palabra que resulta chocante! El que quiere ponerse a sí mismo a seguro, se pone precisamente en el peligro de conseguir todo lo contrario. Ambas palabras contienen una misma exigencia: el discípulo de Cristo tiene que renunciar a todo, tiene que abandonar todo, y en primer lugar a sí mismo. En las dos palabras del Señor se trata, por tanto, de ser totalmente pobres. Al discípulo de Cristo no le está permitido desear tener nada para sí. «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29). Deben pertenecer enteramente al Señor. Su voluntad tiene que ser transformarse por completo en propiedad de Dios.
«Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado».
Salta a la vista que, para Francisco, la obediencia es el grado sumo de la pobreza total, pues en ella el hombre renuncia a su propio querer (véase la Admonición 2ª: es desobediente quien «reivindica su propia voluntad como propiedad personal»; cf. más arriba y en Sel Fran n. 36, 1983, 384-390). El libre albedrío es la más profunda posesión del hombre, y la de más difícil renuncia. Esta renuncia sólo puede producirse a fin de que en nuestra vida se haga exclusivamente la voluntad de Dios, como pone de manifiesto Francisco cuando exhorta a sus hermanos a pensar que «renunciaron por Dios a los propios quereres» (2 R 10,2).
Todos, sin duda, queremos obedecer a Dios. Quisiéramos hacer todas las cosas cumpliendo su palabra. Pero Dios no se hace visible en nuestra vida. No nos habla de manera que lo oigamos directamente a Él. Se sirve de instrumentos humanos, esto es, de los superiores que nos ha dado a través de su Iglesia. Así y todo son instrumentos humanos, con frecuencia demasiado humanos. Esto es lo que hace a veces tan difícil la obediencia. Por eso la obediencia es realmente: abandonar todo, renunciar a sí mismo, dejarse conducir y guiar por hombres que son representantes de Dios.
Esta obediencia, naturalmente, sólo es posible en la fe; en esa fe que confía que Dios actúa en su Iglesia y guía a los suyos a través de sus autoridades ministeriales: «Bienaventurados los obedientes; pues Dios no permitirá que caigan en el error» (Francisco de Sales).
«Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad del prelado y mientras sea también bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia».
La obediencia, por tanto, no sólo debe practicarse cuando se manda o se exige algo terminantemente, sino que debe ser una actitud de toda la vida. En nuestra vida no debería haber realmente nada contrario a la voluntad de los superiores. Deberíamos permanecer en la obediencia, aun cuando el superior no esté presente, incluso cuando estemos completamente solos. Por supuesto, Francisco fija un límite: sólo es lícito seguir la obediencia en lo que es bueno en sí. Sólo entonces vivimos de acuerdo con la voluntad de Dios, tal como llegamos a conocerla en el mandato del superior: esto «constituye la verdadera obediencia». Aquí existe naturalmente una grave obligación para todos los que han sido nombrados superiores por la Iglesia: sólo les es lícito exigir por obediencia lo que es bueno, es decir, lo que coincide con la voluntad de Dios. Por eso, ¡obedecer es ciertamente más fácil que mandar!
«Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo que le manda el prelado».
Es muy posible que el súbdito considere algo mejor y más provechoso para su vida religiosa que lo que el superior le manda. En tal caso, Francisco opina que es más importante y meritorio obedecer que seguir la propia opinión y criterio. Evidentemente, también aquí está en vigor el principio: «mientras sea bueno lo que hace». Hacer lo bueno, por obediencia, es más meritorio que hacer, sin obediencia, lo mejor. Ya no se trata de nosotros, de nuestros criterios y opiniones, sino del cumplimiento de la voluntad de Dios, aun cuando en ello el hombre se pierda a sí mismo.
Aquí percibimos una vez más que la perfecta obediencia sólo es posible en la fe sólida de que Dios sostiene en sus manos nuestra vida y gobierna y guía todas las cosas mejor de lo que podemos imaginarnos. Dios sabe todo mejor que nosotros y puede hacer cumplir su voluntad a través de quien quiere. Por eso, debemos abandonarnos confiadamente a su conducción.
En esta fe sólida se puede «sacrificar lo suyo voluntariamente a Dios» y cumplir con energía lo que ordena el superior. La obediencia se transforma así en un sacrificio, en el que nos ofrecemos enteramente a Dios, porque hemos renunciado a todo y nos hemos vaciado de nosotros mismos. Este sacrificio de obediencia nos introduce en el sacrificio de Cristo, que «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz» (Fil 2,8). Por eso prosigue Francisco:
«Pues ésta es la obediencia caritativa (cf. 1 Pe 1,22), que satisface a Dios y al prójimo».
A esta obediencia la llama también Francisco la «verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,15). Jesús agradó a Dios y salvó a los hombres, devolvió a su orden original nuestra pecaminosa desobediencia a Dios y de este modo nos reconcilió con Dios. Nosotros debemos llevar a la práctica con Cristo esta autohumillación suya, su obediencia: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Fil 2,5). Quien es obediente de esta forma con Cristo, participa en la tarea redentora de Cristo, en su obra salvífica. Lleva a cabo con Cristo la entrega de la propia voluntad, a fin de que Dios sea glorificado en todo: «porque satisface a Dios» (traducción alemana: agrada a Dios).
Esta obediencia introduce también en la Iglesia la obediencia salvífica de Cristo, la mantiene viva en la Iglesia, salvando y santificando: y «satisface al prójimo» (traducción alemana: salva al prójimo). Esta es la grandeza de nuestra vocación. Por eso dijimos nuestro «Sí», cuando prometimos en la profesión «vivir en obediencia», en esta verdadera y caritativa obediencia de nuestro Señor Jesucristo.
Consecuencias y aplicaciones prácticas:
Mediante la obediencia participamos en la redención
En su Admonición 3ª, Francisco trata cuestiones actuales que de alguna manera nos inquietan a todos. Tal vez estas cuestiones son hoy particularmente candentes. Francisco no las trata desde la periferia, sino desde el centro de la vida cristiana. Por eso percibimos cuán importantes pueden ser también sus realizaciones para nuestro tiempo. Veámoslas en detalle.
1. ¿Estamos dispuestos a renunciar a todo por el Señor? Francisco «solía decir que no ha dejado todas las cosas por el Señor quien se reserva la bolsa del juicio propio» (2 Cel 140). Renunciar a toda posesión exterior puede resultar fácil, y más fácil todavía en nuestras fraternidades que aspiran a ello. Pero renunciar a uno mismo, negarse a uno mismo, día a día, a lo largo de toda la vida, siempre y en todas partes, es difícil y resulta cada vez más difícil conforme vamos entrando en años. Ofrecerse a sí mismo en la oración «Hágase tu voluntad», es de una importancia decisiva para la venida del Reino de Dios. Y eso se realiza en la obediencia. ¿Estamos dispuestos a ello? ¡Pidamos a la Providencia divina una fe sólida, para poder colaborar como hombres obedientes a la venida del Reino de Dios!
2. ¿Estamos dispuestos a obedecer a Dios en sus representantes, que nos ha dado la Iglesia? Francisco nos exhorta: «El súbdito no tiene que mirar en su prelado al hombre, sino a aquel por cuyo amor se ha sometido. Cuanto es más desestimable quien preside, tanto más agradable es la humildad de quien obedece» (2 Cel 151). ¿Tenemos esta visión de fe? Pensemos en el ciego de nacimiento del Evangelio, que logró ver porque creyó (Jn 9,1-38). Así también, en la obediencia basada en la fe, lograremos nosotros ver por la voluntad de Dios. Contemos también con la posibilidad de sustraernos fácilmente a la obediencia cuando buscamos excusarnos en las cualidades humanas, demasiado humanas con frecuencia, del superior. En tales casos afloran expresiones como: «Él mismo no hace lo que dice». «Lo conozco demasiado bien». «Como especialista que soy, debo saberlo mejor que él». También el leproso Naamán el sirio quería saber más que el profeta Eliseo. Pero fue curado sólo después de haber renunciado a su propia opinión y haber obedecido a lo que le había mandado el «hombre de Dios» (2 Re 5,1-19).
Pero debe tenerse también en cuenta el peligro contrario: que el súbdito haga todo lo que se le manda con servilismo, sin examinarlo e irreflexivamente. Contra esto dice expresamente Francisco: «Y nadie esté obligado por obediencia a obedecer a alguien en lo que se comete delito o pecado» (2CtaF 41). Y esto simplemente porque en sus representantes obedecemos a Dios. La obediencia debe lograr que se cumpla, siempre y en todas partes, la voluntad de Dios.
Obviamos ambos peligras con una fe auténtica, en la que aprendemos a ver la voluntad de Dios. Debemos vivir esta fe como hombres obedientes, es decir, como hombres que obedecen a Dios.
3. ¿Estamos dispuestos a obedecer con Cristo? La desobediencia a Dios va hoy en aumento. La mayoría de los hombres siguen su propia voluntad. Construyen su vida siguiendo su propio criterio, despreocupados de la voluntad de Dios. El peligro que esto supone para la vida interior de 1a Iglesia, salta a la vista. Por la desobediencia del pecado se impide también hoy a muchos hombres la redención mediante la obediencia de Cristo. Así muchos miembros de la Iglesia permanecen en estado de irredención. ¿Queremos ayudar en la vida interna del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, a estos miembros? Pues «si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Cor 12,26-27). ¡Precisamente hoy la Iglesia necesita cada vez más de la aportación de nuestra vida obediente! Necesita de nuestra vida como religiosos, que se someten a la palabra de Cristo: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15). De esta forma, le ayudamos en su obra salvifica.
Precisamente deberíamos participar cada día en él sacrificio de Cristo en la santa Misa con esta intención. En la santa Misa queremos crecer interiormente en la muerte obediente de Cristo, ofreciéndonos a nosotros mismos por entero en sacrificio. Entonces se nos da también cada día, en dicha celebración, la fuerza para llevar la cruz de una vida en obediencia. Entonces experimentaremos la bendición de la obediencia que nos ha prometido Francisco: «Y mientras perseveren en los mandatos del Señor, que prometieron por el santo Evangelio y por su forma de vida, sepan que se mantienen en la verdadera obediencia, y sean benditos del Señor» (1 R 5,17).
II. LA OBEDIENCIA A DIOS
A TRAVÉS DE SUS REPRESENTANTES
La obediencia es el punto culminante de una vida en pobreza total, en la que el hombre abandona todas las cosas y no retiene nada para sí mismo. En la obediencia el hombre se compromete a permanecer libre para Dios y el cumplimiento de su santa voluntad. Dice «No» a sí mismo para decir «Sí» a Dios sin ningún impedimento. «Se pierde a sí mismo para salvarse». Así la obediencia nos libera de toda voluntad propia que está en oposición a Dios. Esta obediencia «por Dios», que llevamos a cabo con y en Cristo, vence al pecado. Como ratificación de la obediencia de Cristo, que glorifica a Dios y nos redime, «satisface a Dios y al prójimo» (texto alemán: glorifica a Dios y salva al prójimo). A esta sublime vocación hemos sido admitidos en nuestra profesión. No olvidemos que esta vocación a la vida religiosa contiene una anotación muy concreta; pues la originalidad de la obediencia conventual radica en que los religiosos obedecen a Dios en los superiores designados por la Iglesia. Con ello se produce una gran dificultad, puesto que las superiores son y siguen siendo hombres. Ciertamente Francisco advierte a los superiores -y Clara toma también esta prevención respecto a las hermanas- que «no les manden (a sus hermanos, a sus súbditos) algo que esté en contra de su alma y de nuestra Regla» (2 R 10,1; cf. RCl 10), lo cual significa que tiene en cuenta que pueden producirse debilidades humanas. Esta dificultad es lo que analiza penetrantemente en la segunda parte de la Admonición 3ª.
«Pero, si el prelado le manda algo que está contra su alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone. Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma (cf. Jn 15,13) por sus hermanos.
»Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven cosas mejores que las que mandan sus prelados, miran atrás (cf. Lc 9,62) y tornan al vómito de la voluntad propia (cf. Prov 26,11; 2 Pe 2,22); éstos son homicidas, y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas» (Adm 4).
Cuando escuchamos estas palabras tan rigurosas de exhortación de nuestro fundador, de inmediato nos sobreviene el asombro, pues estamos acostumbrados a considerar los tiempos primitivos de la Orden como una edad de oro. Pero salta a la vista que hubo entonces entre los hermanos algunos que necesitaban ser amonestados con la seriedad que hemos visto. Y es posible también que hubiera superiores que abusaban de su cargo y causaban a sus súbditos conflictos de conciencia.
«Pero, si el prelado le manda algo que está contra su alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone».
Conviene aclarar aquí qué significa la expresión «contra su alma», que aparece con frecuencia en los escritos de Francisco. Para ello es conveniente aclarar otra palabra de Francisco, con la que amonesta a sus súbditos: «Y todos los otros hermanos obedézcanles (a los ministros) prontamente en lo que mira a la salvación del alma y no está en contra de nuestra vida» (1 R 4,3). El superior, por tanto, no debe mandar nada contrario a la salvación del alma del súbdito, es decir, nada contrario a su vida según la disposición de Dios. «Pues no hay obediencia allí donde se comete delito o pecado» (1 R 5,2). Una vez más, Francisco supone que todo mandato y toda obediencia tienen que estar orientados a Dios. Si, por el contrario, el superior exigiese algo contra la salvación del alma, algo que fuese pecado, en tal caso el súbdito debe no obedecer. Si obedeciese, su obediencia ya no se hallaría inserta en la obediencia de Cristo. Invertiría su importante posibilidad de que se cumpla en todo la voluntad de Dios.
Así pues, si en este caso al súbdito no le es licito obedecer, con todo no debe por ello desligarse de su superior. Esta palabra tenía su pleno sentido en aquella época en la que los hermanos no vivían todavía en conventos, sino que recorrían el mundo en grupos predicando y trabajando. Podía ocurrir entonces que uno, si entraba en conflicto con el superior, se separase de él y siguiese su propio camino. ¡Cuántas veces se dirige la palabra admonitoria del Padre contra quienes «vagan fuera de la obediencia» (1 R 5,16; CtaO 45)! Separarse de esta forma externa ya no es tan fácil actualmente. Pero, ¿no puede darse también una separación interior? ¿Acaso no se escucha en ocasiones: «Con ese (con esa) no quiero tener nada que ver»; «No quiero ni verlo»; «A éste (ésta) no le hablo nunca más»? Así se han separado interiormente algunos religiosos de su superior. ¡Esto no debe ocurrir entre franciscanos! En sus oídos resuenan las palabras del seráfico Padre moribundo, que quiere amar y honrar como a sus señores también a los sacerdotes pecadores «por el orden que tienen». «Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 9). El superior equivocado sigue siendo portador del cargo que le hace merecedor de estima y respeto.
Dios puede servirse también de instrumentos pecaminosos para nuestra salvación. Esto, desde luego, depende de nuestra fe. Mencionemos una vez más la frase de san Francisco de Sales: «Bienaventurados los obedientes, pues Dios no permitirá que caigan en el error». Cuanto con más fe acogemos al superior, incluso en situaciones perentorias como la aquí descrita por Francisco, tanto más le ayudamos y nos ayudamos. ¡Quien siempre ejercita la obediencia con fe, experimenta la bendición de Francisco! Él, el hombre de la obediencia de fe, es nuestro modelo: «Entre otras gracias que la bondad divina se ha dignado concederme, decía Francisco, cuento esta: que al novicio de una hora que se me diera por guardián, obedecería con la misma diligencia que a otro hermano muy antiguo y discreto» (2 Cel 151). No debemos tomar estas palabras como unas palabras meramente «edificantes», sino como vinculantes, a fin de poder experimentar la gravedad y autenticidad que ellas manifiestan.
«Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios».
Así continúa Francisco, suponiendo que se diese el peor de los casos posibles, a saber, que el superior «persiga» al súbdito que no le obedece en un caso como el anteriormente descrito. Traduzcamos el término «perseguir» a nuestro lenguaje y relaciones: menospreciar, perjudicar, vejar, etc.
En tal situación, «ámelos más por Dios». En esta expresión se revela una visión completamente distinta. Nosotros veríamos esto «humana» o «naturalmente», es decir, a partir de nuestro propio yo. Francisco lo considera a partir de Dios y orientado a Dios: si un superior actuara así, pecaría contra Dios. Actuaría injustamente ante Dios. Por eso, está en peligro de desvincularse de Dios. Este peligro pide ayuda a nuestro amor. Por amor de Dios debemos amarlo todavía más, para que se supere el peligro y el superior no perjudique su propia alma con su debilidad humana. «Por Dios», el súbdito debe evitar cualquier separación y comportarse con amor asistencial: con sacrificio y oración, con servicio de amor. También aquí se destruye el egoísmo, a la vez que se construye el amor. «Donde hay amor, allí está Dios».
«Pues quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma (cf. Jn 15,13) por sus hermanos».
La cita escriturística alude una vez más a la obediencia perfecta de Cristo, que «dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo Padre» (CtaO 40). Mediante esta obediencia creó el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.
Si el súbdito se desvincula de su superior, se separa también -¡tal es manifiestamente la opinión de san Francisco!- de sus hermanos. Y esto es siempre malo. Pero quien acepta todas las desgracias, en vez de separarse, persevera en la obediencia de Cristo. Mediante el sacrificio que se le exige y en el que obedece a los designios y permisiones de Dios, construye la comunidad fraterna. Permanece en la perfecta obediencia, pues acepta todo, incluso el infortunio y la persecución, de las manos de Dios. Precisamente aquí se evidencia cómo Francisco ve en la perfecta obediencia el cumplimiento de la voluntad de Dios, que puede manifestársenos en todas las circunstancias de la vida.
«Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven cosas mejores que las que mandan sus prelados, miran atrás (cf. Lc 9,62) y tornan al vómito de la propia voluntad (cf. Prov 26,11; 2 Pe 2,22); éstos son homicidas, y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas».
Tras exponer la bendición de la obediencia para la comunidad de la Orden, Francisco describe el daño que ocasiona a la comunidad la desobediencia. La verdadera obediencia siempre le es difícil al hombre. Por eso busca nuestro caprichoso «Yo» excusas, pretextos, evasivas para poder eludir el deber de la obediencia. Este peligro resulta más grande aún, por cuanto seguimos muy a gusto y con mucha facilidad nuestro propio «Yo». Francisco aclara aquí de manera especial un pretexto que se presentaba entonces con mucha frecuencia, y que también aparece en nuestros días, a saber: cuando el súbdito se mete en la cabeza que sus juicios son mejores que las disposiciones del superior y, por ello, se entrega a su propia voluntad. A tal actitud dirige Francisco la palabra del libro sapiencial del Antiguo Testamento: «Como el perro vuelve al vómito, vuelve el necio a su insensatez» (Prov 26,11). Ahora bien, como el necio es el hombre sin Dios, esta palabra muestra igualmente la situación de pérdida de Dios por parte del desobediente. Francisco patentiza además el daño que esto produce a la comunidad. Quien sigue su propia voluntad, no sólo cae fuera del orden de Dios, sino que también arruina con su mal ejemplo a muchas almas. Es un homicida y destruye la comunidad de los hermanos, que en cambio deben vivir vinculados a Dios.
Francisco, pues, emplea aquí palabras muy serias. Sin duda alguna, sabe por amarga experiencia cómo son los hombres, cómo pueden ser también los religiosos. Pero está convencido de que sólo la pobreza interior puede posibilitar la verdadera sociedad fraterna. El primer fruto de la pobreza interior es la obediencia, con la cual el hombre abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo y su alma con tal de no separarse de sus hermanos; por él contrario, la desobediencia es la ruina de la fraternidad, es un fratricidio.
Los errores e incomprensiones que Francisco intenta corregir con esta exhortación no son meramente imaginarios, sino reales, y amenazan de hecho la práctica efectiva de la vida fraterna. En cierto sentido, por tanto, nos ponen en guardia contra un excesivo triunfalismo en la exaltación de la primera generación franciscana, como la reproducen las «Florecillas».
Consecuencias y aplicaciones prácticas:
comprensión para con los superiores
Quien debe ejercer el oficio de presidir, percibe nítidamente cuán actuales son estas explicaciones de nuestro fundador. Pero puesto que todos nosotros nos hallamos en la situación de súbditos, percibimos con la misma nitidez que esta Admonición nos expone algo que tiene valor en todo tiempo. Intentemos, por tanto, aclarar y aplicarnos el núcleo de estas declaraciones de nuestro padre san Francisco.
1. ¿Qué hacemos cuando una disposición del superior nos parece contraria a la voluntad de Dios? En ningún caso debemos consultar nuestro propio criterio; pues nuestro «Yo» es parte en causa y tal vez nos suministre suficientes «pretextos y excusas». ¡Preguntemos a la fraternidad en capítulo conventual, a confesores, a religiosos con edad y experiencia, o dirijámonos a los superiores mayores! ¡No nos apoyemos sólo en nuestro propio juicio!
En todos los asuntos que manifiestamente no son pecado, debemos obedecer, aun cuando pensemos que somos nosotros quienes tenemos la razón. Examinémonos para ver si nuestra actitud encierra o no un afán de contradicción. Ciertamente aquí radican las mayores dificultades en la vida práctica de cada día. Precisamente en tales situaciones tiene que ponerse a prueba si nuestra concepción de la obediencia es una mera teoría o una realidad viva y vivida. ¿Encontramos en estas situaciones la conformidad con Dios, la decisión cristiana? ¿Tomamos parte con nuestra obediencia sacrificial en la obediencia redentora de Cristo «para nuestro bien y el de toda la santa Iglesia», especialmente en nuestra comunidad?
2. ¿Oramos mucho por nuestras superiores, para que todas sus disposiciones sean conformes a la voluntad de Dios? ¿Oramos por ellos, pidiendo que sean instrumentos apropiados de la voluntad de Dios? ¡En ningún caso debemos separarnos, ni desviarnos en murmuraciones sin amor, ni en difamaciones maldicientes! ¡Esto sería la ruina para nuestra convivencia fraterna! En tal caso seríamos nosotros igual de malos, pues estaríamos igualmente atrapados a merced de nuestro propio «Yo».
Sin ninguna duda, un superior interesado, egoísta, es un peligro, una amenaza, una auténtica dificultad para la comunidad. Por eso precisamente debemos hacer todo lo posible para apartar este peligro, para impedir las rupturas que puedan originarse. Ante todo debemos presentar a Dios esta dificultad, pues esta oración ayuda a salvar la comunidad. A esto hay que añadir un tercer punto.
3. ¿Intentamos comprender? ¡Pongámonos en la situación del superior, a la vez que nos preguntamos honradamente qué haríamos nosotros si estuviésemos en su lugar! Con frecuencia ayuda mucho también a esta comprensión un diálogo con el mismo superior. Este diálogo impediría más de una «ruptura».
Como superiores deberíamos también dar pie y espacio a este diálogo sincero. Cuando en ambas partes se da un esfuerzo franco y sincero para apartar confusiones y malentendidos, se puede prestar una ayuda recíproca incluso en las situaciones más difíciles. ¡Esta disposición debería darse por supuesta hoy día entre superiores y súbditos!
4. ¿Inquirimos en un sincero examen de conciencia cuáles son las «excusas y pretextos» que anos importunan y quieren inducirnos a la desobediencia? ¿Se mantienen de verdad tales excusas ante Dios? Tal vez sea difícil que podamos responder nosotros solos a esta pregunta. También aquí debemos buscar el consejo de personas experimentadas. Manifestémosles con toda franqueza nuestra dificultad, para que puedan ayudarnos de veras. Busquemos en un diálogo de este tipo, no que nos den incondicionalmente la razón, sino una auténtica ayuda para liberarnos de toda y de cualquier ceguera de nuestro «Yo».
Si nos esforzamos y ayudamos siempre de esta manera, permaneceremos en la «verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo».