Meditación sobre la Admonición 21.ª de San
Francisco
Las Admoniciones de nuestro padre san Francisco son, para todos los franciscanos, un auténtico «espejo de perfección», más genuino que los numerosos libros y leyendas que con ese título han llegado desde la Edad Media hasta nosotros. Estos dichos breves y substanciosos indican, hasta en los mínimos detalles, cómo deben ser, según san Francisco, los hombres y mujeres que le siguen. Por eso, quien tome en serio su propia vocación franciscana, nunca meditará bastante estas palabras tan profundas, nunca las contemplará lo suficiente; debería tenerlas siempre presentes, y, a la luz de estas «palabras de amonestación», examinar su conciencia y revisar su vida de cada día. Si queremos, de acuerdo con nuestra vocación, mantener vivo en la Iglesia el carisma, el don de gracia regalado por Dios a la Iglesia en Francisco, debemos preguntarnos en qué medida somos realmente personas impregnadas por el carisma, por el espíritu de nuestro Padre. Y cuanto más lo hagamos, tanto más reconoceremos dónde debemos centrar nuestra propia tarea.
Esta es la razón por la cual queremos confiar una vez más, y siempre, en la pauta competente y autorizada que nos marca nuestro Fundador. Él nos guiará con seguridad mediante sus consignas a vivir tal como nos lo pide la llamada de Dios y a ser auténticos franciscanos. Sus Admoniciones pueden convencernos -como, por otra parte, demuestran todos sus escritos- de que Francisco es uno de los más sublimes «guías de almas», un maestro de la vida espiritual.
Muchas de esas discusiones tan de moda hoy en día sobre qué es o no franciscano, resultarían superfluas si nos atuviéramos más a las actitudes evangélicas básicas de la vida cristiana, tal como las describe Francisco con sus palabras siempre jóvenes y lozanas. Cuanto más caso hagamos a Francisco y sus palabras, tanto más crecerá nuestra vida «según la forma del santo Evangelio» (Test 14), tanto más progresaremos en una vida según «el Espíritu del Señor» (2 R 10,9).
En su Admonición 21 san Francisco pone el dedo en una llaga muy real:
«Dichoso el siervo que, cuando habla, no manifiesta todas sus cosas con miras a la recompensa, y no es pronto para hablar (cf. Prov 29,20), sino que sabiamente prevé lo que debe hablar y responder.
»¡Ay de aquel religioso que no retiene en su corazón los bienes que el Señor le muestra (cf. Lc 2,19.51) y no los muestra a los otros por las obras, sino que, con miras a la recompensa, ansía más mostrarlos a los hombres con palabras! Él recibe su recompensa (cf. Mt 6,2.16) y los oyentes obtienen poco fruto» (Adm 21).
Con estas palabras Francisco nos previene contra un peligro que ha producido muchas veces funestos efectos, incluso en la vida de los cristianos. Quiere precavernos de un peligro que ha destruido la vida religiosa, la vida de unión con Dios en cristianos excelentes. Debemos, pues, meditar esta Admonición cuidadosamente y procurar entenderla con todo el corazón, esforzándonos en penetrar en su más profunda esencia.
I. POBREZA EN EL HABLAR
La primera parte de esta Admonición parece más una norma de cortesía y buen gusto que una «palabra de santa amonestación». Pero salta a la vista que Francisco quiere que la entendamos en sentido auténticamente cristiano, como lo indican los vocablos introductorios «Dichoso el siervo»:
«Dichoso el siervo que, cuando habla, no manifiesta todas sus cosas con miras a la recompensa, y no es pronto para hablar, sino que sabiamente prevé lo que debe hablar y responder».
La locuacidad, a la que no nos gusta llamar por su nombre y con frecuencia ocultamos bajo un manto de silencio, es un grave peligro para la vida cristiana. Quien no cesa de hablar, demuestra que vive todavía muy egoístamente y que disfruta colocándose en el primer plano. Francisco desenmascara esta actitud con claridad meridiana.
Hay quien habla mucho con miras a la recompensa, es decir, buscando el renombre y el elogio. Querría ser y estar siempre en el centro de la conversación; por eso, prácticamente habla sólo de sí mismo, de sus logros y éxitos, y de todo lo que puede y sabe: manifiesta todas sus cosas. El locuaz no puede callarse nada: es pronto para hablar. Cuando le viene algo a la mente, no se queda tranquilo hasta haberlo contado a otros. Procura por todos los medios hacerse el interesante. Refiere incluso cosas que sólo se imagina, sin preocuparle en demasía si dice dos palabras de más o de menos. Para él, lo importante es ser y estar en el centro. No soporta que hablen los otros. Por ello, les corta la palabra y rápidamente centra el tema en torno a él. Cuando hablan los demás, los escucha de mala gana. Desconoce el arte de escuchar, pues está siempre a la espera de poder intervenir: no prevé sabiamente lo que debe hablar y responder.
En resumen: se coloca y se empeña en permanecer siempre en el centro. Pero quien así actúa olvida que es siervo de Dios y que todo se lo debe a Dios; olvida que, por sí mismo, ni tiene, ni sabe, ni puede nada; que, por tanto, todo en su vida es don de Dios: un don inmerecido de la gracia y el amor de Dios.
En este texto aparece clara, una vez más, la visión de la pobreza franciscana, a la que deben aspirar todos los seguidores de san Francisco. Quien está hondamente imbuido de la verdad de que todo se lo debe a Dios, de que todo bien en su vida es propiedad de Dios, no manifiesta todas sus cosas con miras a la recompensa, y no es pronto para hablar.
El pobre auténtico no buscará su propio honor mediante la locuacidad y la verborrea, sino que procurará, con el silencio, dar gloria al único a quien le pertenece: a Dios. A fin de no violar los derechos soberanos del Señor, el derecho de propiedad de Dios, pensará sabiamente qué debe hablar y responder. Meditará atentamente si sus palabras son un elogio de sí mismo o alaban a Dios. Preferirá callar antes que violar con su locuacidad vana y huera el honor de Dios. Quien así actúa es un verdadero siervo de Dios, pues su vida está rectamente ordenada al Señor, y es, por tanto, dichoso. En todo cuanto dice se mantiene unido a Dios; y como permanece pobre en todo lo que dice, sabiéndose en todo deudor de Dios y manteniéndose en su servicio, es un auténtico franciscano.
«¡Ay de aquel religioso que no retiene en su corazón los bienes que el Señor le muestra y no los muestra a los otros por las obras, sino que, con miras a la recompensa, ansía más mostrarlos a los hombres con palabras! Él recibe su recompensa y los oyentes obtienen poco fruto».
En esta segunda parte Francisco repite las mismas ideas, pero con mayor énfasis y con un marcado acento admonitorio. Es malo y peligroso para nosotros no retener en nuestro corazón el bien que nos ha mostrado, es decir, que nos ha demostrado y regalado el Señor, como lo retuvo María, la Virgen humilde, quien conservó en su corazón todas las grandezas que Dios hizo en ella (cf. Lc 2,19.51). Y esto sólo puede hacerlo el hombre liberado del egoísmo de la jactancia y la vanidad, del afán de contradecir y de la altivez; quien ha aprendido a callar, a guardar silencio y ser discreto, a mantenerse en segundo plano. Una persona así no se atribuirá egoístamente lo que pertenece sólo a Dios.
No debemos mostrar los bienes de Dios con palabras, sino con obras, considerándolos como tarea y viviendo de acuerdo con ellos. Por eso desaprueba Francisco con toda energía que alguien, con miras a la recompensa, intente mostrar con palabras a los hombres los dones de Dios: Él recibe su recompensa y los oyentes obtienen poco fruto. En tal caso no actúa la gracia de Dios, pues todo gira en torno al «yo» humano; el hombre no permanece vinculado a Dios, no es un religioso, ni tampoco un seglar franciscano.
Por último, hay que hacer constar que en esta Admonición Francisco asume objetivos centrales del sermón de la montaña, traduciéndolos al lenguaje de su tiempo: «Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa... Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará... Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 2. 6. 17-18).
II. MOSTREMOS POR LAS OBRAS LOS DONES DE DIOS
Como en muchas de sus Admoniciones, también en ésta usa Francisco la expresión bíblica dichoso el siervo, con la que empiezan en el Nuevo Testamento bastantes comparaciones de las que el Señor se sirve para ilustrar la realidad del Reino de Dios. Así, pues, lo que Francisco dice sobre el comportamiento del siervo de Dios, nos muestra, según su concepto de la vida del hombre, cómo debemos contribuir a la consecución del Reino de Dios. Y como muestra la presente Admonición, el ser-siervo-de-Dios tiene en su raíz mucho que ver con la pobreza: con esa pobreza interior y exterior que reconoce siempre los derechos soberanos de Dios, sus derechos de propiedad, derechos que el auténtico pobre nunca quiere lesionar, ni en sí mismo ni en ningún otro ámbito. De esta manera, la pobreza del siervo de Dios se convierte, como dice san Francisco en otra ocasión, en «la porción que nos conduce a la tierra de los vivientes» (2 R 6,5), es decir, al Reino de Dios.
Ahora bien, en este sentido, el Reino de Dios no está amenazado tanto por una rebelión abierta y digamos heroica como por la rebelión del hombre vulgar, del cristiano aburguesado que continuamente procura reservarse en exclusiva pequeños dominios en los que ser dueño y señor. Y en ese caso ya no hay una autodonación total que abarque todos los ámbitos de la propia vida. El Reino de Dios, en cambio, exige la autodonación total, este «hacerse pobre» sin reserva alguna; pues el Reino de Dios tiene carácter exclusivo; frente a él, uno no puede reservarse ninguna parcela. «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6,24).
Para entender esta Admonición hemos de partir de estos puntos básicos; entonces no caeremos en la tentación de preguntar: ¿Tan importante es todo esto? ¿Es verdaderamente tan decisivo? Si tenemos presente lo anteriormente dicho, comprenderemos en seguida la primera consecuencia práctica:
1. En nuestra vida cristiana, en la que debemos ser siervos de Dios, siervas de Dios en el Reino de Dios, lo más importante, lo decisivo consiste en que Dios prevalezca y esté por encima de nuestro propio «yo». Quizá digamos rápida e inmediatamente que tal es nuestro caso. Pero aprovechemos la ocasión que nos brinda esta Admonición de san Francisco y hagamos un serio examen de conciencia. ¿Por qué hablamos tanto? ¿Por qué nos resulta muchas veces tan difícil callar? ¡Examinémonos! ¿No se debe en la mayoría de los casos a nuestro querido «yo», a nuestro idolatrado «yo», que quiere hacerse el interesante y ser el centro de atención; a nuestro «yo», deseoso de ostentación y ávido de honores, que quiere ser admirado? En ese caso, todavía no reina Dios en nosotros, sino que somos nosotros quienes queremos reinar. Yo procuro apropiarme para mí, para mi propia exaltación, lo que es propiedad de Dios y de lo que sólo Él puede disponer. Y esto es la ruina del Reino de Dios en nosotros.
2. La vida del cristiano exige, por tanto, educación y disciplina en el hablar. Antes de hablar y responder, hay que ponderar con prudencia lo que se habla y responde. Y esto sólo puede hacerlo quien ha aprendido a callar y reflexionar. Esta condición previa es indispensable. Para el franciscano se trata de poner en práctica la actitud básica de la pobreza en el ámbito relacionado con el hablar. Todos sabemos por experiencia que es más difícil llevar a la práctica la pobreza absoluta en el ámbito del hablar que en el de los bienes materiales. El prever sabiamente quiere decir, por tanto, que el siervo de Dios aprende a respetar los derechos soberanos de Dios también cuando habla; a defender los derechos de propiedad de Dios, dándole a Él todo el honor, reconociéndolo y glorificándolo como Señor. Por eso decíamos que la educación y la disciplina en el hablar es una forma de pobreza imprescindible para nuestro servicio al advenimiento del Reino.
3. En nuestro tiempo se habla mucho de diálogo. Se tiene por muy importante el hablar unos con otros. ¡Y con razón! Pero si es cierto que los hombres están convencidos de la necesidad del diálogo, no lo es menos que a la mayoría les resulta difícil mantener un diálogo auténtico. Los diálogos auténticos incluso han disminuido. El egoísmo, sobre el que Francisco nos previene en esta Admonición, imposibilita un diálogo auténtico y fraterno. Los hombres hablan o callan a la vez, en lugar de escucharse unos a otros con complacencia y ayudarse mutuamente con palabras apropiadas. Francisco nos muestra aquí un camino que nos permite construir comunidades vivas y auténticamente fraternas.
4. Debemos procurar mostrar por las obras los bienes de Dios. ¿Nos esforzamos diariamente en ello? Sólo así tomamos en serio a Dios, dador de todos los bienes. Francisco indica con toda claridad que lo decisivo en el Reino de Dios no consiste en hablar piadosamente, sino en hacer lo que debemos, respondiendo al don de Dios. Por tanto, no olvidemos nunca que para nosotros, siervos de Dios, nuestro actuar, nuestra vida, son más decisivos que las palabras bonitas. Y esto vale también para nuestras tareas apostólicas. Nuestro apostolado sirve al Reino de Dios sólo cuando se enraíza en nuestra vida franciscana de pobreza absoluta, en esa vida de siervos de Dios pobres y disponibles.
De este modo aparece, con toda claridad, que esta Admonición es mucho más que una norma de urbanidad. En ella se subraya un comportamiento imprescindible para que el hombre sirva, como siervo de Dios, al Reino de Dios. Con su estilo personal, san Antonio de Padua resume con las siguientes palabras el objetivo que san Francisco ha expuesto en esta Admonición: «Quien está llenó del Espíritu Santo, habla en diversas lenguas. Las distintas lenguas, a saber: la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia, son el signo de que renunciamos a nosotros mismos por Cristo. Cuando los demás ven estas virtudes en nosotros, entonces les hablamos. Nuestra palabra es eficaz cuando habla nuestro obrar. ¡Os suplico, por tanto, que hagáis callar a vuestra boca y hablar a vuestras obras! Nuestra vida está demasiado llena de buenas palabras y vacía de buenas obras. Y entonces cae sobre nosotros la maldición del Señor (cf. Mt 21,19); él maldijo a la higuera, porque en ella sólo encontró hojas y ningún fruto» (Sermón de Pentecostés).