Meditación sobre la Admonición 20.ª de San Francisco


 

«Bienaventurado aquel religioso que no encuentra placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría. ¡Ay de aquel religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas y con ellas conduce a los hombres a la risa!» (Adm 20).

 

La Admonición 20 de nuestro padre san Francisco lleva ya en los más antiguos manuscritos como título: «El religioso bueno y el religioso vano». El contenido de esta exhortación puede resultarnos, a primera vista, incomprensible o al menos raro. Esto se debe fundamentalmente a que nosotros tenemos con frecuencia y por superficialidad un concepto de la vida religiosa del todo distinto del que ciertamente tuvo nuestro seráfico Padre. Para nosotros, ¿quién es un buen religioso, una auténtica religiosa? Un hombre que vive en el convento, que reza mucho, que observa fielmente sus votos, que se esfuerza por alcanzar la perfección, que procura cumplir escrupulosamente las obligaciones de su vocación, que se adapta bien a la vida común y la hace agradable, etc. De quien hace todo esto, nosotros diríamos: «Bienaventurado el religioso...».

 

En la Admonición de san Francisco, sin embargo, no se habla de nada de esto. Se trata ciertamente de un «bienaventurado» y de un «¡ay!», pero ¡suenan tan profundamente distintos! Y no es que san Francisco menospreciase cuanto antes hemos enumerado. Muchas de sus expresiones laudatorias nos demuestran que sí sabía justipreciarlo con exactitud. No obstante, debemos remarcar clara y sencillamente que a Francisco, en este caso, lo que le interesa es distinguir al religioso auténtico del que solamente lo es en apariencia, y para ello utiliza un criterio diverso, un principio de distinción diferente del nuestro, y por esto es por lo que nos resulta extraña su exhortación. Tendremos, pues, que esforzarnos para comprender con exactitud el sentido de sus palabras.

 

 

LA VIDA RELIGIOSA, TESTIMONIO DE ALEGRÍA

 

Desde el primer momento observamos que en este texto no se dice: «Bienaventurado el siervo», palabras con que empiezan la mayoría de las Admoniciones a partir de la 17ª, sino que se dice expresamente: «Bienaventurado aquel religioso», y «¡Ay de aquel religioso!». El cambio de palabras puede ser casual. No lo sabemos. Creemos sin embargo, y con suficiente fundamento, que el cambio es intencionado y que Francisco quiere significar con ello que se trata de algo de vital importancia para la vida religiosa como tal.

 

«Bienaventurado aquel religioso que no encuentra placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor».

 

Para Francisco, por tanto, es un auténtico religioso y como tal digno de que se le proclame bienaventurado, el hombre que vive totalmente orientado hacia Cristo, el Señor, y que está en actitud de recibir y asimilar la palabra y la vida de Cristo, a las que es muy sensible. Ser religioso significa para Francisco todavía más: ser enteramente un Cristo. El religioso, como un Cristo íntegro, debe asimilar y encarnar en su vida en la medida más cumplida posible todo cuanto Cristo, el Señor, ha dicho y hecho. Ser por entero un Cristo significa vivir a Cristo.

 

El don sobrenatural de la vida de Cristo que se nos da en los sacramentos, debe desarrollarse y perfeccionarse siempre de forma progresiva en nuestra vida. Esta es una tarea que incumbe ciertamente a todos los cristianos, pero que atañe de manera particular a los religiosos, llamados a esta vida de Cristo y con Cristo. Pensamos aquí precisamente en las palabras del capítulo cuarto de la Regla para los religiosos de la Tercera Orden, núm. 12: «Deben seguir e imitar al seráfico Padre de tal modo que puedan exclamar con san Pablo: "Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,19-20)». En la vida religiosa se trata siempre, por tanto, de lo primero y esencial: «¡No yo, sino Cristo!». Como Juan el Bautista decía de sí y de Cristo: «Preciso es que Él crezca y que yo mengüe» (Jn 3,30). Francisco expresaba esta misma verdad cuando urgía y animaba tan frecuente e insistentemente a sus hermanos y hermanas a «seguir en todo las huellas de Cristo» (1 R 1,1; 1 R 22,2; 2CtaF 13; CtaL 3). Esto es lo principal que hace que todo cristiano y todo religioso conviva y se transforme en Cristo, que viva y reviva, mediante la gracia santificante, la vida de Cristo, como dice el apóstol Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21). Esto nos resulta difícil porque va radicalmente contra nuestro propio «yo».

 

Necesitamos, por consiguiente, adentrarnos siempre más y más en el Evangelio con un corazón ardiente y generoso, y desde allí revivir en nosotros, con toda alegría, lo que Cristo ha dicho y hecho. Cuanto más penetremos, mediante la lectura y meditación de la Escritura, en las santísimas palabras y obras del Señor, tanto más crecerá en nosotros la alegría. Y cuanto más crezca nuestra alegría en estas santísimas palabras y obras, tanto más nos transformarán ellas en «otro Cristo», en cristianos y religiosos enteros.

 

¡Tan sólo se ama lo que a uno le produce alegría! Y siempre se desea parecerse más y más a aquello que se ama con alegría. Consiguientemente, quien ama a Cristo con corazón alegre, querrá siempre conformarse más y más a Él. Francisco tiene toda la razón: «Bienaventurado aquel religioso que no encuentra placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor».

 

Tal vez alguno de nosotros se sienta molesto por las contundentes y duras palabras inexorablemente exclusivas: «no», «sino». Tal vez querríamos preguntar si para ser buen cristiano y religioso no se pueda ya hallar alegría en ninguna otra cosa. Pero ya en el mismo planteamiento de la pregunta hay algo que falla. Recordemos una vez más la frase concisa de Francisco en su undécima Admonición: «Nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del pecado», es decir, todo lo demás debe agradarle, en todo lo demás debe alegrarse. Francisco efectivamente contempla el mundo y toda la realidad como religioso y hombre cristiano. De ahí que para él el mundo y la realidad, en su totalidad y unidad, son palabra de Dios y obras de Dios. Para Francisco, ser esto es la más íntima realidad de todo y de cada ser. Pensemos en su Cántico del Hermano Sol.

 

El cristiano-religioso debe vivir ante todo consciente de esta íntima realidad del mundo y de las situaciones y relaciones. Y también aquí, con total alegría. La frase en apariencia simple de S. Francisco, por tanto, comprendida en su pleno significado, es un programa completo para nuestra vida religiosa, especialmente en nuestro tiempo en que todo se ha desquiciado y destrozado funestamente: lo natural y lo sobrenatural, lo religioso y lo profano; y que por eso en su así llamado cristianismo es peor que más de un paganismo que, a pesar de todo, es creyente en sus más profundos fundamentos.

 

«... y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría».

 

¡Nunca se es cristiano para sí sólo! ¡El cristiano siempre es responsable de los demás! Se es cristiano en tanto en cuanto se ayuda a los demás a serlo. Y porque todos nosotros debemos ser Cristos, esta verdad vale para nosotros de manera particular. No somos religiosos exclusivamente para nosotros, para nuestro propio perfeccionamiento, para nuestra santificación personal. Francisco no quiso «vivir para sí sólo, sino ser de provecho a los demás». Por eso debemos también sentirnos siempre responsables de los demás. Somos cristianos y religiosos en tanto en cuanto ayudamos a los demás a ser cristianos.

 

En la segunda parte de su escrito nos indica Francisco cómo podemos ayudar a los otros a ser cristianos: «... y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría». Debemos comenzar por enseñarles en nosotros la vivencia de Cristo, vivir a Cristo por ellos. Los hombres no necesitan sólo nuestra oración y sacrificios; necesitan ante todo el ejemplo personal de una vida auténticamente cristiana. Más aún: los hombres de hoy necesitan perentoriamente la alegría de una vida cristiana, que nosotros debernos ofrecerles con autenticidad y convencimiento. «Los santos tristes son tristes santos» (S. Francisco de Sales). Hoy precisamente los hombres buscan alegría y felicidad. Y nosotros debemos demostrarles con nuestra vida que Cristo, que sus palabras y sus obras son fuente de nuestra alegría y felicidad. Si ellos comprueban esto en nosotros, también ellos buscarán y amarán a Cristo. Así los llevaremos, en nuestra alegría y gozo, al amor de Dios que se les entrega en la vida de Cristo.

 

Tal vez el significado de esta Admonición nos responsabiliza aún más a un apostolado de vital necesidad; tal vez el sentido de esta exhortación, tan importante para el apostolado franciscano, se nos descubrirá mucho más si acertamos a dar a las «santísimas palabras y obras de Dios» una expresión moderna y comprendemos desde ella la historia concreta de la salvación: todo lo que Dios hizo y reveló desde el principio, lo que Él dice y obra ahora y hasta la consumación del mundo. En esta realidad salvífica, y por tanto letificante y gozosa, debe enraizarse nuestra vida religiosa, de ella debe vivir. Si vivimos en esta historia concreta de salvación, principalmente en la liturgia de la Iglesia, si somos felices y alegres en esto, nos convertiremos en testigos de ello para los otros y los podremos convencer. Si todos nuestros esfuerzos apostólicos tuvieran aquí su raíz, podríamos verdaderamente prestar en Cristo un servicio a los hombres de hoy. En resumen: no deberíamos olvidar nunca que sólo podremos extender a los otros algo vivo y vital si es vivo y vital en nosotros. ¡Nadie nos acepta hoy palabras vacías!

 

«¡Ay de aquel religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas...!».

 

Ahora describe Francisco con trazos igualmente seguros e incisivos el caso contrario: el religioso que olvidando su tarea propia se goza en aquello que no tiene relación alguna con Dios o que directamente es contrario a Dios: ocioso y vano. Podría extrañarnos que Francisco use aquí los términos «ociosas y vanas», y no, como hubiéramos esperado, la palabra «malas». En el mismo título, si traducimos literalmente, no se trata del religioso «malo», sino del «vano», es decir, del religioso frívolo, vacío, inútil. Detrás de esta expresión de Francisco está el pensamiento y el modo de expresarse bíblicos: «vano», «vacío», «inútil», «baldío», «insípido», son expresiones que indican algo que no es lo que debería ser. Al hombre que no es lo que debería ser, la Sagrada Escritura lo llama vano, inútil, vacío, y expresa lo mismo también con los términos «impío», «ateo», sin-Dios.

 

El religioso que no halla alegría y gozo en la palabra de Dios, sino que se entrega a palabrerías vacías y distantes de Dios, es un religioso inútil. No es «religioso», es decir, no es un hombre unido, relacionado y vinculado, aliado con Dios. Está ligado a las «vanidades», a las cosas profanas, a lo sin-Dios. ¿Pero acaso no sabemos por experiencia que tales «vanidades» hacen brecha en nuestra vida y pueden enseñorearse de ella? Por esto nos dice Francisco aquí con profundo sentido práctico: Quien no sabe callar y escuchar sólo a Dios para percibir y comprender con profunda alegría las palabras y obras del Señor, se pierde fácilmente en la lejanía de Dios. Cuando al hombre no le satisfacen las cosas divinas, sufre la invasión de las profanas, de las cosas ajenas o contrarias a Dios, que acaban por adueñarse de él. Entonces se olvida y pierde lo verdaderamente decisivo y fundamental en la vida del cristiano-religioso. Y su vida es absurda, vacía, inútil. Es precisamente lo que dice Francisco: «¡Ay de aquel religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas!».

 

«... y con ellas conduce a los hombres a la risa!».

 

Cuando el cristiano-religioso deja de tener su alegría en Dios y, consiguientemente, ya no es feliz; cuando la alegría de una vida cristiana no le llena ni satisface ya, entonces deja de prestar a sus semejantes aquel servicio que en primer lugar estaba obligado a prestarles. Ya no puede orientar ni conducir a los hombres, «con gozo y alegría, al amor de Dios», porque los hombres ya no le creen en absoluto. Se ríen de él; tal vez ríen incluso con él; lo consideran una persona agradable, un hombre ameno; pero, en cuanto religioso o religiosa, no lo toman en serio. Por ello, esos tales religiosos «vanos» ya no pueden cumplir su misión esencial para con el mundo y los hombres. En definitiva, cuando uno no es lo que debería ser ante Dios y para los hombres, se convierte en un muñeco ridículo. Su vida es inútil, vacía, absurda, un contrasentido.

 

 

EL VERDADERO SERVICIO APOSTÓLICO

 

La presente Admonición tiene la más íntima relación con el núcleo central de nuestra vida religiosa franciscana: «Vivir el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo». Tal vez el «bienaventurado» y el «ay» de esta exhortación tomen de aquí todo su carácter particular. Deberíamos familiarizarnos constantemente con la esencia auténtica de nuestra vida franciscana mediante el estudio diligente de estas palabras de nuestro Padre. Para ello tal vez nos sea útil plantearnos las siguientes cuestiones:

 

1. ¿Hallamos verdaderamente todo nuestro gozo y alegría «en las santísimas palabras y obras de Dios»? ¿Nos sentimos nosotros y nuestras vidas, siempre y en todas las circunstancias, injertados en la historia de la salvación? Tal vez leamos mucho, libros, revistas, periódicos... ¿Leemos la Sagrada Escritura con gozo y fervor de corazón? ¿La leemos para conocer a fondo las palabras y obras del Señor y estimarlas más cordialmente? ¿Leemos de vez en cuando algún libro que nos ayude a profundizar nuestra comprensión de la S. Escritura, o nos resulta ello demasiado aburrido, o no lo suficientemente interesante? ¿Cómo pretendemos vivir incardinados en la obra salvífica de Dios y ser portadores de 1a misma si ella no informa nuestra vida? Si la informase, nuestra vida se convertiría en una potencia creativa; pero ¿cómo será esto posible si apenas conocemos nada de tal obra?

 

2. ¿De qué asuntos solemos hablar con los hermanos y hermanas en la fraternidad, con los hombres que trabajan con nosotros o con los que nos encontramos en cualquier parte? ¿Domina también entre nosotros, en nuestros círculos, en nuestras conversaciones, aquel «boicot del silencio ante los temas religiosos», contra el que un católico de nuestro tiempo nos ha puesto insistente y dramáticamente en guardia? Con ello no queremos decir que en toda ocasión, conveniente o inconveniente, hayamos de tener en la punta de la lengua palabras devotas.

 

También aquí valen cumplidamente las palabras del Señor: «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). De Dios, de sus palabras y obras, de su actividad salvadora, sólo puede hablar justamente quien ha meditado profunda y asiduamente en ello, hasta el punto de que se le ha convertido en algo muy íntimo y personal que le llena hasta rebosar el corazón de gozo y alegría. A éste el Espíritu de Dios le sugerirá la palabra adecuada en el momento preciso.

 

3. Hoy la palabra «apostolado» juega un papel muy importante. ¡Todo debe ser apostólico! El valor apostólico de un trabajo lo decide todo. Pero hay algo muy nuestro que no acaba de encajar en este montaje; muchos de los nuestros no siempre se encuentran a su aire en tales planteamientos. Una cosa es cierta, y la repetimos de nuevo: el cristiano que pretende bastarse a sí mismo, que se segrega para sí, y que por consiguiente no está abierto misional y apostólicamente, se extingue, muere.

 

Al ser cristiano le pertenece esencialmente el «servicio» apostólico, la responsabilidad de la «salvación» de los otros hombres. Pero no todo el actuar y agitarse con ruido y estrépito, no todo lo que de manera altisonante se autodenomina apostólico, es verdadero «servicio» misional, de «salvación». Por delante de todo quehacer apostólico ha de ir la vida auténticamente cristiana. Esto es precisamente lo que S. Francisco nos indica con claridad en esta Admonición. ¡No devaluemos «lo único necesario»! Nunca reflexionaremos bastante sobre esta verdad: que siempre iremos siendo más auténticos cristianos y religiosos cuando sólo hallemos nuestra gozosa alegría en las santísimas palabras y obras del Señor, cuando más y más hondamente inmersos vivamos en el salvífico quehacer concreto y actual que Dios realiza en su Iglesia por medio de Jesucristo.

 

No olvidemos lo que con santa sencillez nos enseña el beato Gil: «La palabra de Dios no está en el que la predica o la escucha, sino en el que la vive» (Dicta, p. 56).

 

Cuanto más llena esté nuestra vida de la «palabra de Dios» y más enraizada en el obrar salvífico de Dios, tanto más natural y espontáneamente, tanto más vital y desinteresadamente conduciremos a los hombres a Dios en gozosa alegría.

 

Aquí podríamos formular algunas preguntas también a nuestras «comunidades»: ¿Nos ayudamos mutuamente para avanzar por este camino? ¿Nuestra fraternidad es un apoyo y ayuda para ello? Tal vez aquí nos encontramos ante una tarea básica y fundamental para todos nosotros. Quiera Dios que la realicemos plenamente en el espíritu de esta Admonición de nuestro seráfico Padre, para que nos transformemos en «comunidad» auténticamente apostólica y verdaderamente misionera