Meditación sobre la Admonición 18.ª de San
Francisco
«Dichoso el hombre que soporta a su prójimo conforme a su fragilidad en aquello en que
querría ser soportado por él, si se encontrase en un caso semejante.
»Dichoso el siervo que restituye al Señor Dios todos los bienes, pues el que se reserva alguno para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios y, lo que creía tener, se le quitará» (Adm 18).
SOPORTAR AL PRÓJIMO
Para evitar que se atribuya a estas palabras de exhortación el mero carácter de una reflexión humana, aunque válida, debemos prestar especial atención a las palabras iniciales: «Dichoso el hombre...». Porque ciertamente aquí no se trata del conocido: «Como tú a mí, así yo a ti». O más en concreto para nuestro caso: «Quiero soportar al otro, a fin de que él me soporte a mí». En semejante caso, el motivo de nuestro amor al prójimo sería falso y, en último análisis, se trataría de un calculado amor propio que sabe hacer las cuentas, de un refinado egoísmo enmascarado. En modo alguno pudo Francisco admitir tal forma de pensar, ajena por completo a nuestro Padre; jamás hubiera pretendido él inducir a sus discípulos a tener esa mentalidad ni, menos aún, se la hubiera exigido. Consiguientemente, aquí no se trata de eso, nada parecido expone Francisco en la primera parte de la presente exhortación. De ahí que sean fundamentales las primeras palabras: «Dichoso el hombre... », para captar todo el contenido auténtico de la Admonición.
Repetidas veces ya nos hemos detenido a exponer nuestra interpretación de ese «Dichoso...», pues, a partir de la Admonición catorce, todas las restantes comienzan con idénticas o semejantes palabras. Francisco pregona en ellas grandes elogios espirituales a las Bienaventuranzas. Recordemos lo que ya hemos dicho.
Según el lenguaje de la Sagrada Escritura, bienaventurado o dichoso es el hombre que vive rectamente delante de Dios. Dichoso es el hombre que vive rectamente delante de Dios. Dichoso es el que vive unido a Dios, en paz con Dios, en el amor de Dios. Porque la auténtica felicidad del hombre, su bienaventuranza completa estriba en tener paz y felicidad con Dios, consiste en que Dios le ame y que él, el hombre, a su vez, ame a Dios, su Señor y Padre. Dichoso es el hombre amado por Dios, el hombre que ama a Dios.
En esta 18ª Admonición, pues, no se trata de promocionar un cambio en la vida interna de la fraternidad, ni de hacer una aplicación útil para la vida en común de los hermanos, de suerte que pueda vivirse sin mayores disgustos. Lo que a san Francisco le importa, una vez más, es que logremos una auténtica relación con Dios, una actitud justa hacia Él. A Francisco le interesa grandemente que permanezcamos en el amor de Dios, que Dios pueda gozarse en nosotros y tenernos por amigos, que le agrademos: en esto precisamente consiste la felicidad y bienaventuranza del hombre. «Pero ahora, después que hemos abandonado el mundo, nada tenemos que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a Él sólo» (1 R 22,9).
Cuando Francisco, a continuación, nos exhorta al verdadero amor del prójimo, nos pone ante los ojos, de nuevo, la verdad fundamental de la vida cristiana: si amamos a los hombres, a nuestros hermanos y hermanas, entonces y sólo entonces permanecemos ciertamente en el amor de Dios, amando a Dios y siendo amados por Dios, y, por consiguiente, somos hombres dichosos: «Carísimos, si Dios nos ha amado tanto, deber nuestro es amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). ¡Exacto! El apóstol predilecto no dice: «Puesto que Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarle a Él»; sino: «... deber nuestro es amarnos unos a otros». Nuestro amor a Dios es vivo y auténtico sólo cuando se concretiza y desarrolla en el amor al prójimo. Por esto añade el mismo apóstol: «El que diga "yo amo a Dios", mientras odia a su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su hermano, a quien está viendo, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y éste es precisamente el mandamiento que recibimos de él: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,20-21). Exactamente lo mismo quiere expresar Francisco aquí cuando proclama dichoso al hombre que ama a su prójimo. Enfocada de esta manera, la breve Admonición de san Francisco se nos revela como una regla de oro, que nos marca el camino hacia el amor de Dios, que nos traza la ruta para vivir en la paz de Dios, de suerte que Dios pueda complacerse en nosotros. Y es también una regla de oro para la vida dichosa. Como tal debemos entenderla.
«Dichoso el hombre que soporta a su prójimo conforme a su fragilidad...».
Esta primera frase está ciertamente inspirada en las palabras de san Pablo: «Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros: así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6,2). «Las cargas de los otros»: con estas palabras quieren expresarse también las molestias del otro, sus deficiencias e insuficiencias. Este soportar o arrimar el hombro es ciertamente lo más difícil en el amor al prójimo, incluso entre hermanos y hermanas.
Francisco emplea aquí el término latino «fragilitas», que comprende cuanto significa debilidad, insuficiencia humana, defectibilidad, imperfección, volubilidad, enfermedad, etc. Con él se entiende todo cuanto en el uso corriente indicamos con la expresión «cosas humanas», lo que es de naturaleza demasiado humana. Pensemos en las imperfecciones humanas que cada uno de nosotros lleva consigo y que, se quiera o no, tan frecuentemente y de forma tan ostensible hacen acto de presencia en la vida cotidiana; nuestras debilidades, fragilidades y pecaminosidad que tan dolorosamente condicionan nuestra vida comunitaria. Por «fragilitas» se entiende, en el fondo, nuestra fragilidad, nuestra capacidad de errar, nuestra defectibilidad, que encontramos de forma punzante precisamente en la vida común; y entonces experimentamos y comprobamos que no somos una fraternidad de perfectos, v menos aún de santos o de ángeles. Con esta palabra se expresan también otros comportamientos y actitudes, otros conceptos: la volubilidad e inconstancia que hoy quieren una cosa y mañana otra distinta; las excentricidades y los malos humores que tanto hacen sufrir a los demás; la terquedad que impide confiar en el otro... Todo esto resulta una carga pesada y desagradable. Todo esto son pesos que cargan sobre nuestras espaldas, que nos crean problemas difíciles de solucionar y de soportar. Para todas estas situaciones valen las palabras del apóstol: «Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros: así cumpliréis la ley de Cristo».
Aquí se nos da también la razón fundamental por la que debemos comportarnos así: Cristo tomó sobre sí nuestra carga y continúa y continuará siempre soportándonosla; pues, como pecadores, como hombres imperfectos, como discípulos inconstantes, no constituimos para Él una alegría pura. Y a pesar de todo, Él nos soporta y tolera, nos ama hasta el extremo. Ahora comprendemos en toda su profundidad y amplitud las palabras del apóstol san Juan: «Carísimos, si Dios nos ha amado tanto, deber nuestro es amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Y no podemos olvidar las palabras del Señor en su discurso de despedida: «Igual que mi Padre me amó os he amado yo. Manteneos en ese amor que os tengo... Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Seréis amigos míos si hacéis lo que os mando» (Jn 15,9.12-14). ¿No resuenan como un eco de estas palabras del Señor las que san Francisco, próximo a la muerte, dirige a sus hijos, entre los que estamos comprendidos también nosotros, exigiéndoles que se amen unos a otros, en señal de su recuerdo, bendición y testamento, como él los había amado y los amaba? Es algo extraordinario respecto al amor. Y quien por amor soporta la fragilidad de su prójimo es digno de ser proclamado dichoso.
«... en aquello en que querría ser soportado por él, si se encontrase en un caso semejante».
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27). Francisco aplica estas palabras del Evangelio a nuestro caso particular. ¿Acaso no sucede con frecuencia que, si se trata de nosotros mismos, tenemos hasta demasiada comprensión? Somos extremadamente tolerantes e indulgentes para con nuestra imperfección personal, para con nuestra fragilidad, para con nuestra volubilidad, inconstancia, excentricidades y malos humores. Si se trata de nosotros, rara vez nos faltan motivos de disculpa. Con rapidez y facilidad hacemos valer las circunstancias atenuantes. Por lo que esperamos que también los otros nos soporten como la cosa más natural. Nos parece evidente, igualmente, que los demás sean comprensivos con nosotros. Pero entonces viene a cuento aquello de como «querría ser soportado, si se encontrase en un caso semejante». Entonces tiene vigencia y debemos comprender el alcance de «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y por tanto, debemos estar mentalizados para permitir a los demás lo que exigimos para nosotros mismos, y dispuestos a hacer valer también para los otros lo que reivindicamos para nosotros.
Los traductores alemanes de los escritos de san Francisco traen a colación, a propósito de esta frase, las palabras del Señor en el Sermón de la Montaña, y no sin motivo: «Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (Mt 7,12); palabras de Cristo, a las que Francisco hace referencia frecuentemente (1 R 4,4; 1 R 6,2; 2 R 6,9). A estas palabras se las ha llamado con razón la regla de oro del Sermón de la Montaña. Pero, por desgracia, estas palabras no nos son tan familiares como aquellas otras del Antiguo Testamento: «Lo que no quieras para ti, no lo hagas a nadie» (Tob 4,15). La expresión de Cristo dice mucho más, ya que de hecho no es más que una forma diversa de enunciar el primer y principal mandamiento del Evangelio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».
A ambos preceptos del Señor, Francisco les da, en esta exhortación, una importancia fundamental y una expresión precisa y eficaz para la vida de su fraternidad. Si somos, como hermanos y hermanas, hijos del Padre celestial, debemos entonces identificarnos con nuestros hermanos y hermanas: hacer nuestros sus problemas y preocupaciones, hacer nuestras sus necesidades. Todo cuanto afecta al hermano o a la hermana, nos afecta a nosotros; todo cuanto les preocupa, debe preocuparnos también a nosotros. Así como somos comprensivos para con nosotros mismos, así también debemos serlo para con los demás. Así como deseamos y esperamos para nosotros ayuda, perdón, tolerancia..., así también debemos ofrecerlos a los demás, pues también en cada uno de ellos encontramos a un hijo de Dios, a un hermano de Cristo, igual que lo somos nosotros.
CONSECUENCIAS PRÁCTICAS
En esta Admonición el padre san Francisco trata de una actitud eminentemente cristiana que debe actualizarse y crecer en nosotros, si el Evangelio ha de conformar nuestra vida, si queremos que sea nuestra forma de vida. Aquí se nos dan puntos de referencia para constatar si nuestras comunidades están realmente asentadas y construidas sobre una base cristiana, o son simplemente un conglomerado humano o un mero estar unos al lado de los otros. Es necesario que reflexionemos en lo que nos dice esta Admonición siempre que nos encontremos ante la «fragilitas», la debilidad e insuficiencia de los otros. ¿Cómo debemos comportarnos en tales casos, bajando al terreno netamente práctico?
1. Frecuentemente, lo que enjuiciamos en los demás como «fragilitas», como fragilidad, en el fondo, no es más que su «ser-otro», su alteridad y diversidad. El hecho mismo de que el otro sea distinto de nosotros, nos molesta. Sus costumbres, buenas o malas, pero diferentes de las nuestras, nos alteran los nervios. Nos duele que tenga opiniones y puntos de vista disconformes con los nuestros. Por lo cual resulta necesario ya aquí desmontar algún egoísmo.
Dice un proverbio chino: «Perdonar al otro su "ser-otro", su individualidad y diversidad, es el principio de la sabiduría». Por otra parte, según la Sagrada Escritura: «El temor de Dios es el principio de la sabiduría» (Sal 110,10). Todo ello significa que temer a Dios es tener respeto a su obra: temo a Dios si perdono a los demás su «ser-otro», si no critico ni llevo a mal que sean así como son, si los aprecio, a pesar de su «ser-otro».
Si tuviese yo tal respeto y aprecio, me resultaría más fácil soportar sus deficiencias. Si llego a considerar al otro obra de Dios creador y a respetarlo como tal, aunque sea una obra completamente distinta de la que soy yo, tal respeto y aprecio es en verdad el principio de la sabiduría.
2. Esta sabiduría brilla por su ausencia cuando desconsideradamente sacamos a relucir las deficiencias e imperfecciones de los demás, cuando agrandamos las faltas pequeñas y minúsculas de los otros, cuando empañamos o desvirtuamos lo bueno que hay en ellos. Este es un vicio contra el cual ya nos alertaron los Padres del desierto y todos los grandes fundadores de órdenes religiosas. Parece, pues, que se trata de un vicio típicamente monacal y claustral.
También Francisco nos pone insistentemente en guardia contra él: «Y a nadie insulten; no murmuren ni difamen a otros, porque está escrito: Los murmuradores y difamadores son odiosos para Dios» (1 R 11,7-8). A quienes hacen tales cosas, Francisco los llama perversos, porque «llevan el veneno en su lengua y envenenan a los demás» (2 Cel 182). Y pone al descubierto la raíz egoísta del tal proceder: a falta de probidad propia, se encubren atacando la honradez de los demás, y, careciendo de perfección de vida, quieren ganar prestigio constituyéndose defensores y jueces ficticios de la virtud (cf. 2 Cel 182-183). No sólo no están dispuestos ni preparados para soportar las deficiencias de los otros, sino que además tratan de sacar provecho de ellas. Donde se percibe el «mal olor» de las murmuraciones, falta el respeto y reverencia al Dios que crea de diversas maneras, falta también el amor al prójimo, que es una realización, actualización y demostración del amor de Dios. ¡Es sumamente importante no escandalizarse siempre y por cualquier cosa, pero, otro tanto, no dar escándalo! Dichoso es sólo el hombre que, por amor de Dios, soporta al otro, porque así permanece él mismo en el amor de Dios.
Sobre esta problemática, es fundamental el punto a que nos vamos a referir: no irritarse ni escandalizarse nunca, jamás ser causa de escándalo. Toda crítica despiadada y murmuración es infructuosa y destructiva, como subraya claramente el mismo Francisco: «Y guárdense todos los hermanos... de turbarse o airarse por el pecado o mal ejemplo del hermano, pues el diablo quiere echar a perder a muchos por el delito de uno solo; antes bien, ayuden espiritualmente, como mejor puedan, al que pecó, porque no son los sanos quienes necesitan del médico, sino los enfermos» (1 R 5,7-8).
Así como el soportar y tolerar a los demás conduce a la dicha y bienaventuranza en el amor de Dios, así también, pero al contrario, la actitud opuesta nos sitúa bajo el dominio de Satanás. ¿Tenemos suficientemente en cuenta todo esto?
3. ¿Y si encontramos a diario defectos notorios y verdaderos pecados en los otros? Entonces tienen siempre vigencia, en primer lugar, las palabras del Señor: «El que de vosotros no tenga pecado, que tire la primera piedra» (Jn 8,7). El conocimiento lúcido de nosotros mismos y la humilde confesión de nuestros pecados delante de Dios, es siempre el camino más seguro para estar prontos y dispuestos a soportar, comprender y disculpar las flaquezas de los demás. Un buen examen de conciencia nos será muy saludable. Si soy consciente de que mis defectos y faltas son cargas que han de soportar los otros, si veo claro que mi «fragilitas» crea problemas a los demás y les hace la vida difícil, jamás se me ocurrirá arrojarles piedras. Tener conciencia de la propia fragilidad, de las propias imperfecciones y de las múltiples deficiencias, es dejar el camino libre a una auténtica caridad entre hermanos y hermanas.
4. Aquí son también de aplicación las palabras de san Pablo: «No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal a fuerza de bien» (Rom 12,21). Las deficiencias del prójimo son un problema, constituyen un peligro. ¡Nosotros queremos llevar este peligro y problema ante la presencia de Dios en la oración! En tales circunstancias, ¿quién soporta la fragilidad del otro, bajo cuyo peso sufre?: quien se sacrifica y ora a Dios. ¿Quién se pone junto al hermano o hermana en dificultad o peligro?: quien ora y se sacrifica por ellos. Esto sería una verdadera ayuda. Entonces el mal sería vencido por el bien.
En esta cuestión no podemos olvidar en absoluto las exhortaciones de nuestro Padre al respecto: «Y si vemos u oímos decir o hacer mal o blasfemar contra Dios, nosotros digamos bien y hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19). Son tan claras y precisas estas palabras que no necesitan explicación alguna. Ellas nos muestran, de forma muy práctica, cómo podemos vencer al mal con el bien. Pero nos indican también cómo debemos estar dispuestos, antes de ello, a soportar las flaquezas de los demás.
Con todo esto se nos presenta bajo una nueva luz que el hombre es dichoso cuando soporta la fragilidad de su prójimo como querría ser soportado por él, si se encontrase en un caso semejante.
EL SIERVO BUENO DE DIOS
La vida franciscana es una «vida de penitencia». Según el sentido del Nuevo Testamento y de los escritos de san Francisco, así como de sus primeros discípulos y, en especial, de santa Clara, esto significa: nuestra vida debe ser una vida convertida, cambiada radicalmente. No puede seguir siendo en absoluto la vida que lleva el hombre a raíz del pecado original, una vida apartada de Dios y orientada siempre hacia sí mismo, como se la había propuesto el tentador a nuestros primeros padres: «Seréis como Dios y decidiréis vosotros mismos lo que es bueno y lo que es malo» (Gen 3,5). Desde entonces, ésta es la causa de toda acción pecaminosa: el hombre no quiere depender de Dios, sino que quiere ser el señor de sí mismo. Quiere vivir según el propio parecer, porque sólo estima como justo su propio querer. El pecado es, indiscutiblemente, alejamiento de Dios y repliegue del hombre sobre sí mismo, rebelión contra Dios. Por eso, la redención del hombre pecador, su retorno de todos los falsos caminos a Dios, consiste en el distanciamiento radical del hombre respecto de sí mismo, y en su acercamiento total e incondicional a Dios. Pero el hombre en pecado no puede, por sí mismo, realizar este cambio, esta conversión. Por esto vino el Hijo de Dios, se hizo hombre, como uno de nosotros, y, en la obediencia a Dios, fue nuestro redentor: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14,36), (cf. 2CtaF 4-10).
Con la fuerza gratuita de esta redención, podemos ahora cambiar la orientación errada de nuestra vida, darle un nuevo rumbo, conforme a las palabras del Señor: «El que quiera ser mi discípulo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24). Palabras estas que no fueron un mero enunciado en los inicios de la vida franciscana de penitencia. Esta conversión, esta penitencia hay que realizarla y actuarla a diario. Ello nos obliga a decir no a nuestro «yo», apartado y desconectado de Dios, para poder decir sí a Dios y a su voluntad, y reconocerlo como el Señor de todo en nuestra vida. Allí donde esto se realiza por la gracia de nuestra redención, allí está el Reino de Dios, en el cual Él puede ser Señor y Rey. Por eso, la predicación de nuestro Redentor comienza con esta admonición: «Se ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Haced penitencia, es decir, cambiad vuestra mentalidad y creed en el evangelio» (Mc 1,15). El Reino de Dios, la Iglesia, surge de la muerte por obediencia de Cristo; y por lo mismo, también hoy, el Reino de Dios, la Iglesia, crece por nuestra participación en la obediencia de Cristo.
En este sí a Dios, que el hombre puede pronunciar y realizar de nuevo libremente gracias a la fuerza de la redención por la obediencia de Cristo, nosotros somos, como dice san Pablo: «cooperadores de Dios» (1 Cor 3,9). Santa Clara, en su Carta IV a santa Inés de Praga, escribe: «... y, para decirlo con las mismas palabras del Apóstol, te considero colaboradora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable», es decir, de la Iglesia.
Tenemos la obligación y el deber de colaborar. Si cumplimos a satisfacción este deber, entonces nos realizamos a nosotros mismos, creados a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26). De aquí que el hombre redimido, y sólo el hombre redimido, se convierte en el auténtico hombre, el hombre por excelencia, libre por el «no» que dice a sí mismo y por el «sí» que dice a Dios. El hombre genuino es, pues, el hombre obediente a Dios o, como dice la Escritura, el siervo de Dios. Resulta difícil a los hombres comprender esta aparente contradicción: sólo en la sumisión a Dios, como siervos obedientes de Dios, llegamos a ser libres, como hijos de Dios.
Ahora bien, aunque somos hombres redimidos, persiste todavía en nosotros el peligro de que reemprendamos una vez más el camino de Adán y la posibilidad de que adoptemos nuevamente su postura y actitud. Pero, siempre y en cualquier caso, constataremos que quien cede a la tentación de pretender ser el señor de sí mismo, se convierte, por el contrario, en un verdadero esclavo de sí mismo. Y esto sucede no sólo a la hora de las graves decisiones, en las acciones ambiguas y pecaminosas, sino también y quizá más frecuentemente en las cuestiones pequeñas y en las actitudes internas oscuras, insignificantes en apariencia, que difícilmente afloran al exterior. A una de esas actitudes internas, de capital importancia, se refiere Francisco en la segunda parte de la Admonición 18.
RECONOCIMIENTO A DIOS POR SU OBRA EN NOSOTROS
Como es evidente, también en esta exhortación Francisco prosigue sus bienaventuranzas. En ella añade una nueva e importante estrofa al gran himno a la humildad interior que él canta en sus exhortaciones. Y hemos de subrayar también que esta exhortación está informada completamente por el espíritu del Evangelio. Sólo puede ser comprendida, consiguientemente, desde la visión global del Evangelio. Esto se hace patente desde la primera frase.
«Dichoso el siervo que restituye al Señor Dios todos los bienes».
La primera faceta a destacar es la que Francisco expresa con la palabra «siervo» de Dios. Según el Evangelio, es digno de elogio sólo el siervo que permanece obediente a Dios, que realiza lo que el Señor le ha encomendado. Recordemos lo que hemos dicho sobre la palabra «dichoso». Es dichoso el hombre que vive rectamente a los ojos del Señor, que permanece en paz con Él. Podemos añadir: dichoso es el hombre que se ha reintegrado al amor de Dios; dichoso, pues, el hombre que, redimido, vuelve a la obediencia incondicional a Dios, el hombre para quien Dios es de nuevo el Señor y el Padre. Dichoso el hombre que reconoce en todo el señorío de Dios. El hombre alcanza esta dicha y bienaventuranza cuando, como hemos visto más arriba, soporta en la caridad a su prójimo, siguiendo el ejemplo de amor que nos dio Cristo; cuando, en caridad, se olvida de sí mismo, pospone toda repugnancia natural y toda antipatía, para ayudar a los demás. Esto es hacer penitencia en el sentido del Testamento de san Francisco («El Señor me dio... el comenzar a hacer penitencia... me llevó entre los leprosos y yo...»).
Pero Francisco nos enseña aquí otra vertiente que conduce a la dicha y bienaventuranza del hombre redimido, un segundo camino, otra forma de «hacer penitencia», de convertirse, de decir «no» a sí mismos y «sí», un «sí» total a Dios; nos muestra una segunda manera de realizar en nosotros y por medio nuestro el Reino de Dios.
Para mejor comprenderla debemos ser conscientes del peligro que acecha nuestra vida. Precisamente las personas que abrazan una vida específicamente religiosa, que tienen una «forma especial» de dedicación a Dios, que están dadas a la piedad y devoción, tienen, de modo particular, el gran peligro de atribuirse a sí mismas, de considerar como propio, lo que de bueno Dios realiza en ellas y por medio de ellas, como si lo realizasen ellas; tienen el riesgo de contabilizar como producción propia lo que Dios mismo obra y actúa en ellas. Se envanecen a causa de sus «devotas» aportaciones y de sus acciones piadosas. Se miran complacidas a sí mismas por aquello que creen hacer por Dios. Por ello, se sitúan y permanecen en el terreno resbaladizo y tentador de estimar excesivamente valiosas sus menguadas obras que, en definitiva, practican por fruición personal, creyendo realizarlas por Dios.
¿No olvidan estas personas piadosas y devotas, sean religiosos o simplemente cristianos, que es Dios el Señor quien nos creó, y que a Él le debemos todas nuestras fuerzas, aptitudes, talentos? ¿No olvidan que es Dios quien nos ha redimido en Cristo, y quien al redimirnos nos ha capacitado para realizar algo «bueno» ante Él y para Él? ¿No olvidan que todo bien, en última instancia, es realizado por Él y a Él solo pertenece? Así el hombre se distancia nuevamente de Dios, adentrándose y encerrándose en sí mismo. Es sorprendente la fuerza con que el pecado de Adán influye en el área de la religiosidad e imposibilita la realización del Reino de Dios, precisamente allí donde más intensamente debiera actuarse.
Más peligroso todavía es que ese real distanciamiento interior de Dios, en medio de las presiones externas, se disfrace de servicio y amor a Dios. Tales hombres no son «dichosos» en cuanto siervos de Dios, sino infelices y, como los llamaría Francisco, «ladrones del tesoro divino» (2 Cel 99). No son, pues, bienaventurados siervos de Dios, porque roban y usurpan la propiedad de Dios. Pertenecen a la categoría de los fariseos; no están convencidos de su pobreza, de que son pobres interiormente, porque olvidan que Dios, el «Gran Limosnero», les ha concedido todo cuanto tienen, de suerte que sólo podemos ofrecerle algo de «sus propios dones y obsequios», como confiesa la misma Iglesia en el Canon romano: «... te ofrecemos... de los mismos bienes que nos has dado...».
El auténticamente pobre reconoce que todo bien es patrimonio de Dios, como lo hace Francisco en una exhortación a los hermanos menores: «Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza (cf. Mt 12,30) y poder (cf. Mc 12,33), con todo el entendimiento, con todas las energías (cf. Lc 10,27), con todo empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los quereres y voluntades, al Señor Dios (Mc 12,30), que nos dio y nos da a nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará, que nos ha hecho y hace todo bien a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos» (1 R 23,8). En esta gratitud del verdaderamente pobre se muestra una forma fundamental de la reflexión del auténtico «hacer penitencia», y esto mediante una muy penosa renuncia de sí mismo y una total entrega a Dios. En esta actitud del auténticamente pobre, Dios permanece como el verdadero Señor, porque el siervo devuelve a Dios, el Señor todas las cosas, todos los bienes que tiene.
«... pues el que se reserva alguno de los bienes para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor...».
¡Nada tenemos para dar a Dios sino los mismos bienes que Él nos ha dado antes! Francisco nos expone, una vez más y de forma precisa, lo que hemos venido analizando hasta aquí, valiéndose para ello de la parábola evangélica de los talentos que el Señor confía a sus siervos para que los hagan rendir. ¿Qué hubieran podido hacer los siervos si el Señor no hubiese puesto a su disposición el dinero, los talentos? No habrían hecho nada, no hubieran logrado fruto alguno. Cuanto consiguieron realizar, sólo les fue posible gracias a lo que el Señor les había dado. Sus logros se debieron a la magnanimidad y generosidad de su Señor. Así sucede también con nosotros, sobre todo en nuestra vida religiosa. Porque también nosotros trabajamos aquí -por seguir los términos de la parábola- con dinero ajeno, con talentos ajenos, precisamente con el dinero y talentos que Dios pone a nuestra disposición, y, por consiguiente; nada nos pertenece. Todo es y permanece patrimonio de Dios. Y a Él debemos devolverlo.
El que considera los bienes como obra personal propia y quiere retenerlos como suyos; el que no reconoce que todo es propiedad de Dios y no le restituye cuanto tiene de bueno, estimándolo propiedad suya; ese tal usurpa a Dios lo que es de Dios, quiere apropiarse lo que a solo Dios pertenece, a fin de sacar provecho para sí mismo. Pretende ocultar en sí y para sí el dinero y talentos de su Señor.
«...y, lo que creía tener, se le quitará».
El hombre puede obrar «como si...»; como si él tuviera algo; se lo cree y vive con la ilusión de ser alguien. Se engaña a sí mismo radicalmente sobre el concepto y derecho de verdadera propiedad. Por esto, se sentirá totalmente desilusionado el día en que -Francisco apunta este particular con palabras del mismo Evangelio- el Señor lo llame a rendir cuentas. Entonces quedará al descubierto la infelicidad de este hombre, su terrible tragedia. Este hombre, en verdad, no tiene nada. Dios toma de nuevo lo que es suyo y este hombre, que se creía tan rico, se queda con las manos vacías. Este tal será juzgado severamente. Entonces verá con claridad meridiana que ha cometido la más lamentable equivocación.
Francisco, al apuntar brevemente ese terrible desenlace, nos advierte que en su Admonición no expone meros pensamientos edificantes, ni piadosas ideas, sino que trata realidades tremendamente serias, fundamentales, para nuestro adecuado comportamiento y relación con Dios, para nuestra vida de penitencia más íntima, para el definitivo cambio del corazón, bíblicamente hablando, para la bienaventuranza o condenación del hombre. Con esta breve y sencilla expresión, Francisco enuncia una verdad bíblica fundamental, tratando de aplicarla a nuestra vida. Él la articula de forma tan lógica que resulta fácilmente comprensible. Intentemos, pues, ahondar en el sentido de sus palabras mediante algunas consideraciones prácticas.
CONSECUENCIAS PRÁCTICAS
1. Francisco está plenamente convencido, como lo demuestran todos sus escritos, de que ningún don de Dios puede ni debe ser recibido por el hombre de forma meramente pasiva. Toda gracia que viene de Dios ha de actualizarse en un mutuo y recíproco actuar de Dios, el dador, y del hombre, el receptor; ha de conducir a una colaboración entre Dios y el hombre, así como toda palabra que Dios nos comunica debe realizarse, debe llevarnos a un diálogo y conversar entre Él y nosotros. Pero esto no debe reducirse a un diálogo intelectual, a un puro raciocinio, ni a una conversación intrascendente, sino que debe ser un diálogo en el que la palabra y la vida se conjuguen, constituyan una unidad indivisible, como dice el evangelista san Juan: «Para saber si conocemos a Dios, veamos si cumplimos sus mandamientos. Quien dice: "Yo lo conozco", pero no cumple sus mandamientos, es un embustero» (1 Jn 2,3); y: «El que peca no le ha visto ni le ha conocido» (1 Jn 3,6).
Francisco denomina con precisión este diálogo auténtico, que alcanza y compromete a todo el hombre y a toda su vida, con la palabra «reddere», restituir; debemos devolver a Dios, de palabra y de obra, lo que de Él hemos recibido, en su palabra y en su actuar. Al «dar», por parte de Dios, debe unirse íntimamente, como respuesta, nuestro «restituir». Su dar nos compromete a un devolver. Entonces se llega al conocer bíblico en el que «conocerse» y «unirse» o «desposarse» son idénticos. Entonces poseeremos a Dios, porque Él habrá tomado posesión de nosotros; Él nos pertenecerá, porque le pertenecemos, como dice el mismo Señor en el Evangelio: «Al que tiene, se le dará más; al que no tiene, aun aquello que tiene le será quitado» (Mt 13,12). En este «restituir» vemos auténticamente concretizado el «vivir sin nada propio» franciscano, como función fundamental de la vida cristiana, a través de la cual Dios es glorificado y el hombre dichoso.
2. Nos encontramos inmersos en una reflexión seria. La gravedad de las palabras con que Francisco nos amonesta, exige de nosotros un profundo examen de conciencia, mucho más fundamental que los exámenes que solemos hacer a diario, pues trata de un asunto del que depende nuestra propia condenación o salvación. ¿Qué sucede en nosotros respecto a esta cuestión?, ¿cómo anda nuestra vida religiosa? ¿Damos verdaderamente gloria a Dios en todo cuanto somos y hacemos? ¿Reconocemos y somos conscientes en todo, por todo, con todo, de que Dios nos lo ha dado y nos lo da todo, nos sentimos obsequiados por Dios en todo y con todo? Reconoceremos si estamos profundamente convencidos de ello, por nuestra gratitud y reconocimiento. ¿Doy gracias a Dios, de todo corazón, porque me ha creado, por las fuerzas, talentos y cualidades que me ha dado, por todo cuanto me ha hecho capaz de realizar? ¿Lo devuelvo y restituyo todo a Dios con profunda y sincera gratitud, como santa Clara, cuya última plegaria fue: «¡Tú, Señor, bendito seas porque me has creado!»? ¿Agradezco de corazón a Dios mi redención, mi pertenencia a la Iglesia y a la Orden, mi vocación? ¿Le damos gracias como Francisco en su primera Regla y como Clara en su Testamento?
Hay todavía otra forma de conocer si damos gloria a Dios en todo. Concretémoslo en unas cuantas preguntas concisas: ¿cómo reacciono y me comporto cuando soy alabado, encomiado, cuando se me dispensa gratitud y reconocimiento? ¿Remito a Dios todas esas alabanzas y reconocimientos? ¿Se lo restituyo todo a Él o retengo algo para mí? ¿Glorifico a Dios o me envanezco a mí mismo? Demos una respuesta sincera y veraz a estos u otros interrogantes semejantes. De las cuestiones que nos plantean y de las respuestas que les demos con nuestra vida depende el «Dichoso el siervo...».
3. Debemos reconocer que Dios nos ha dado todo bien y estarle agradecidos, no sólo de palabra y en espíritu, en nuestra actitud interior y en nuestra oración, sino también con toda nuestra vida y a lo largo de toda ella. ¿Cómo hacerlo? La respuesta nos la señala la parábola evangélica de los talentos repartidos a los siervos. Debemos hacer rendir los talentos recibidos, trabajar con ellos; usar bien los dones del Señor y hacerlos productivos; ser los colaboradores del Señor y, con la aportación de nuestro trabajo, multiplicar lo que hemos recibido; pero no para nosotros mismos, sino para el Señor Dios; no como a nosotros nos place, sino como le place a Él; no para provecho nuestro, sino para glorificar a Dios.
4. Sin duda, todos somos conscientes de nuestra responsabilidad ante Dios, ante su palabra y su acción; pero tal vez olvidemos con demasiada facilidad que, según la doctrina bíblica, el conocimiento no se puede separar de la vida, ni la vida del conocimiento, sino que ambos constituyen una unidad indivisible. En todas las vertientes de nuestra vida, en todas sus facetas, incluso en las cosas más pequeñas e irrelevantes, y precisamente en éstas que nosotros omitimos de mil amores en el dietario de cuentas, en todas, sin excepción, tiene vigencia el «restituir», a todas debe alcanzar e informar nuestra actitud y voluntad de devolverle a Dios todas las cosas, pues suyas son. Todo en nosotros debe convertirse en una respuesta a Dios, de quien hemos recibido cuanto tenemos: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?» (1 Cor 4,7). Nuestra oración y las acciones litúrgicas, nuestro estudio, vida en comunidad, cualquier actividad..., todo cuanto debemos hacer y no hacer, todo debe quedar envuelto, inspirado e impulsado por el espíritu del «restituir». Esto hará de nuestra vida entera una glorificación verdadera de Dios. Englobadas en el ámbito de tal respuesta vital nuestra, las muchas y pequeñas cosas de nuestro quehacer y tarea cotidianos, que con frecuencia amenazan dispersarnos y desconcertarnos, se resolverá y convertirá todo en la unidad interior, por cuanto «todo» lo que de bueno tenemos y hacemos se «restituye al Señor Dios», y, en esta glorificación de Dios, seremos dichosos.
Si dirigimos hacia Dios, a honra suya, todo cuanto Él nos ha dado y confiado, si se lo devolvemos todo por entero, llegaremos a ser verdaderamente pobres, ya que nada retendremos para nosotros mismos, hombres de penitencia, dignos de ser llamados dichosos. Mantengámonos, pues, justo en toda esta línea de conducta, como nos pide Francisco próximo a la muerte: fieles y leales a «Dama Pobreza», que se nos convertirá en el camino que conduce a la tierra de los vivientes.