Meditación sobre la Admonición 17.ª de San Francisco

 

«Bienaventurado aquel siervo que no se engríe más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio otro. Peca el hombre que exige más de su prójimo, que lo que él mismo da por su parte al Señor Dios» (Adm 17).

 

El tema propio de las Admoniciones de nuestro santo Fundador es la vida de pobreza interior, de pobreza total en espíritu, como la exige el Señor en el Sermón de la Montaña (Mt 5,3). Esta pobreza ha de vivirse «sin nada propio», tal como se programó en los inicios de la vida franciscana y era una de las preocupaciones primordiales del corazón de Francisco. Las Admoniciones nos introducen, como ningún otro escrito del Santo, en la intimidad de su espíritu. Constituyen, en el verdadero sentido de la palabra, un «espejo de perfección» del franciscano, más original que el libro que desde el siglo XIII lleva este título.

 

Las Admoniciones de san Francisco son «espejo de perfección», ante todo, porque enseñan asiduamente y de manera práctica que la pobreza es el camino hacia la fraternidad cristiana, fraternidad que constituye el meollo del Evangelio como lo expresa el mismo Señor concisamente: «Todos vosotros sois hermanos... pues uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos» (Mt 23,8-9).

 

«Ser-hermano», «ser-hermana», es hermoso; es algo grande y profundo, algo por lo que suspiran los hombres como por el Paraíso perdido. Cristo nos lo ha restituido, pues se hizo hermano nuestro, convirtiéndonos de este modo en hijos del Padre al que podemos llamar: «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mt 6,9). «Ser-hermano-hermana» es ser cristiano de verdad; es cristianismo vivido; por el amor fraterno se conoce a los cristianos.

 

«Ser-hermano», «ser-hermana», no significa sentimentalismo ni camaradería, que hace en todo la voluntad del otro; esto sería una asamblea sin Cristo. El cristiano debe estar de tal manera unido al prójimo que Cristo pueda permanecer siempre en ellos para convertirse en el centro de este amor. El cristiano debe realizar «en la piedad el amor fraterno, y en el amor fraterno, el amor divino» (2 Pe 1,7). Nuestro amor mutuo debe ser, consiguientemente, un amor vivido y práctico a Cristo, pues así dice el Señor: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado, que os améis mutuamente» (Jn 13,34). Cuando nuestro amor recíproco se aparta de este mandato, se convierte en un asunto puramente humano que se fundamenta en la simpatía y querencia o se destruye con la antipatía. Esto nos impide ver el amor de Cristo. No vivimos según su precepto: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).

 

El amor de Cristo es, total y fundamentalmente, amor servicial: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20,28). Si queremos, en consecuencia, que nuestro amor mutuo sea una expresión y testimonio del amor de Cristo y una continuación de su amor en nosotros, tiene que ser total y fundamentalmente un amor servicial y hemos de ponerlo de manifiesto humildemente en el servicio a los demás. La Admonición 17, como las restantes del padre san Francisco, tratan de esta humildad.

 

La palabra «humildad», por desgracia, no suena bien entre nosotros, hombres de nuestro tiempo. No nos gusta escucharla ni hablar de ella. Hemos perdido las buenas relaciones con esta virtud genuinamente cristiana y, por cierto, no a causa de la misma humildad sino por nuestra propia culpa, pues no la comprendemos en su sentido auténtico. Dado que la pobreza y la humildad constituyen las columnas fundamentales de la imitación franciscana de Cristo, nos esforzaremos en ésta y en las otras meditaciones por conseguir un adecuado conocimiento de la humildad. Francisco será nuestro mejor guía en este camino, pues no en vano fue uno de los más humildes entre los humildes siervos de Dios.

 

 

I. EXPLICACIÓN DEL TEXTO

 

«Bienaventurado aquel siervo que no se engríe más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de otro».

 

Con estas breves palabras queda expresado ya algo fundamental: la humildad establece, ante todo y en primer lugar, una verdadera relación no con los hombres, sino con Dios, si bien hemos de conceder que ambas relaciones son inseparables de la vida práctica, como lo enseña la sentencia antes citada.

 

La humildad consiste esencialmente en ser pobre ante Dios. Esta realidad debemos destacarla con san Francisco en la cumbre más elevada. El verdaderamente humilde es aquel que no se envanece en absoluto del bien que Dios dice y obra por medio de él. El humilde siervo de Dios reconoce su nada y su pobreza absoluta ante Dios. En otras palabras: el humilde reconoce que todo lo que es y tiene lo ha recibido de Dios. Esta es la auténtica humildad cristiana que nos describe san Pablo: «¿Quién es el que a ti te hace preferible? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7).

 

El verdadero siervo de Dios reconoce, pues, que Dios es el Señor, la Causa, el Dador de todo bien en la vida, como dice el apóstol Santiago: «Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (1,17). Para que haya humildad, y aquí percibimos de nuevo su vinculación a la pobreza, el hombre no debe arrogarse lo que en realidad es propiedad y pertenencia de Dios. Esta actitud de pobreza interior, la permanencia en justas relaciones con Dios, la confesión de nuestra nada es ciertamente más difícil que todo lo demás y, sobre todo, mucho más difícil que la pobreza exterior.

 

Francisco nos da una señal para conocer al verdadero humilde. Consiste en que el siervo de Dios, colmado en todo por el Señor, se alegra cordialmente y sin envidia del bien que Dios «dice y obra por medio de otro». Seremos verdaderamente humildes cuando agradezcamos a Dios todo el bien que dice y obra por medio de nuestros hermanos; esta alegría agradecida es una manifestación importante de la humildad cristiana.

 

Sabemos cuán difícil le resulta al hombre esta actitud, pues presupone aquella nobleza que mira en todas las cosas a Dios y no al propio yo: «Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno» (1 R 17,17-18). Lo que aquí proclama Francisco no sólo afecta al bien propio, sino también al del prójimo y, particularmente, al de nuestros hermanos.

 

Con lo dicho queda claro que la humildad, cuando hace justas nuestras relaciones con Dios, hace también que nuestras relaciones con el prójimo sean justas. Quien sea así humilde, reconocerá a su prójimo, lo apreciará y amará desinteresadamente, ya que lo que le importará en todo será Dios y el reconocimiento de sus derechos soberanos. Cuanto más el hombre, como auténtico cristiano, vive esta alegría agradecida ante Dios, tanto más tratará al prójimo como verdadero cristiano. El amor fraternal del cristiano radica precisamente en esta humildad.

 

«Peca el hombre que exige más de su prójimo, que lo que él mismo da por su parte al Señor Dios».

 

Con esta sentencia, a primera vista tan natural, Francisco expresa de otra forma el mismo pensamiento: no hemos de pretender exigir y esperar de nuestro prójimo -también aquí se trata de cierta clase de envidia- más que lo que nosotros mismos estamos dispuestos a dar al Señor Dios. El verdadero humilde sabe que debe restituir todos los bienes a Dios como Señor y Dueño que es de todas las cosas de nuestra vida; contempla a Dios y se contempla a sí mismo para reconocer lo que debería ofrecer a Dios y lo que realmente le ofrece. Cuanto más conoce esta distancia, tanto más se empequeñece ante sí mismo. Consciente plenamente de su propia insuficiencia, no se atreverá a formular exigencias a los demás. Esto le parecería, como a san Francisco, un verdadero pecado.

 

Profundizando en la comprensión de este pecado, podemos considerarlo como una actitud equivocada ante Dios: quien exige del prójimo más que lo que él mismo está dispuesto a dar a Dios ocupa, en cierto modo, el lugar de Dios. No se considera siervo del Altísimo, sino señor de sus semejantes. Esta actitud equivocada para con Dios repercute negativamente en su actitud para con el prójimo. De donde podemos concluir: si nuestra actitud ante Dios es correcta, fundamentada en una viva humildad, nuestro «ser-hermano-hermana» ocupará su lugar preciso en las relaciones con los demás. Dicho brevemente: ser verdaderamente hermano de todos depende de mis relaciones para con Dios.

 

Francisco alude en esta exhortación a una última idea que se olvida con frecuencia en la vida comunitaria: exigir de los otros, es cosa muy fácil; hacer uno lo exigido, es difícil. Para tales individuos vale lo que el Señor dijo de los escribas y fariseos: «Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las obras, porque ellos dicen y no hacen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas» (Mt 23,3-4). Sobre tales individuos lanza Cristo su maldición y declara que no entrarán en el Reino de los cielos (Mt 23,13); su pecado, pues, debe pesar mucho ante Dios. No dan a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21) y exigen de los hombres lo que no les incumbe. Por lo mismo, no pertenecen a los pobres a quienes se les ha prometido el Reino de los cielos (Mt 5,3).

 

 

II. CONSECUENCIAS PRÁCTICAS

 

Si queremos que el Reino de Dios se convierta en una realidad en nosotros y en nuestro alrededor, hemos de aspirar todos a ser siervos humildes del Señor. A este fin dirigimos las siguientes cuestiones prácticas:

 

1. Por ser ésta una cuestión vital para la vida cristiana, debería ocuparnos con frecuencia; por ejemplo: en el examen de conciencia, en las horas tranquilas de meditación, en momentos concretos de la vida diaria.

 

Preguntémonos en esos instantes de reflexión: ¿soy agradecido a mi Señor Dios por todo el bien que Él dice y obra a través de mí? ¿Asoma en mí esa especie de petulancia de la que Francisco nos previene con gran insistencia cuando dice: «Por eso, suplico en la caridad que es Dios a todos mis hermanos... que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos»? (1 R 17,5-6).

 

Quien tome en serio esta Admonición se verá colmado por Dios. En él no cabe la vanagloria, la propia complacencia, el orgullo. Se alejan todos los impedimentos que se oponen a la convivencia fraterna. La auténtica comunidad fraterna del Evangelio brota de esta humildad.

 

2. Damos un paso adelante al hacernos la siguiente pregunta: ¿me alegro del bien que Dios dice y obra a través de mi prójimo?

 

Quizás debiéramos aprender, en primer lugar, a ver el bien en nuestro prójimo y reconocerlo dando gracias a Dios. Precisamente hoy día parece que los hombres muestran especial predilección en ver y constatar el mal ajeno cuando, en realidad, el Creador ha dado a cada uno cosas buenas. Dios puede obrar el bien a través de quien Él quiera. Un acto de auténtica glorificación divina, que no debería faltar en la vida de todo humilde siervo de Dios, consiste en descubrir y reconocer este bien. Descubrir el bien ajeno y reconocerlo con alegría y sin envidia constituye uno de los pasos más importantes en el camino hacia el amor fraterno, ya que nos facilita una correcta comprensión del prójimo y, con ello, una fundamentada apreciación de sus valores, lo que constituye la esencia de la caridad. Este conocimiento posibilita «en la piedad, el amor fraterno; y en el amor fraterno, el amor divino» (2 Pe 1,7).

 

3. La convivencia fraterna se ve bastante perturbada con frecuencia por los que siempre exigen de los demás, pero de sí mismos nunca dan a Dios lo que le pertenece; por no hablar de su olvido en dar al prójimo lo que es de su pertenencia. Esta actitud lesiona la caridad y no por casualidad Francisco habla, en este caso, de pecado.

 

Comencemos, pues, a servir a los demás, conscientes de nuestra pequeñez y miseria, sabiéndonos responsables de nuestros hermanos y caminando por la senda de la humildad, pidiendo perdón cuando hayamos faltado. De esta humildad nace la genuina caridad fraterna, ya que se destierra nuestro egoísmo harto convencido y seguro de su propia valía e importancia. Quien conoce sus propias faltas y tiene el valor de confesarlas ante Dios y los hombres, se desprende de sí mismo. Sólo Dios le importa e importándole Dios le importa también el hermano.

 

En esta Admonición se ponen al descubierto las profundas e inseparables relaciones entre la pobreza y la humildad: «¡Dama santa Pobreza! Dios te guarde con tu hermana la santa Humildad». Ambas virtudes son las formas fundamentales de nuestra piedad.