Meditación sobre la Admonición 16.ª de San Francisco

 

«Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y espíritu limpios» (Adm 16).

 

También esta exhortación toma como punto de partida una de las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. ¿Qué significa la palabra «bienaventurado»-«dichoso»? En el lenguaje del Nuevo Testamento es «dichoso» el hombre que está sujeto a Dios y vive únicamente para Dios; un hombre que ora como Francisco: «Mi Dios y mi todo». Es dichoso el hombre cuya felicidad y alegría es sólo Dios; pues nadie podrá arrebatarle esta felicidad y alegría. Con todo, antes de analizar con mayor detalle esta bienaventuranza siguiendo la temática de la Admonición 16, debemos desarrollar algunos pensamientos sobre la sexta de las bienaventuranzas del Señor en el Sermón de la Montaña. Con ella inicia Francisco de hecho esta exhortación.

 

«Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

 

A lo largo de la Admonición Francisco nos dice qué entiende por «ser limpios de corazón». Por esto, nos limitamos a preguntarnos aquí: ¿qué significa «ver a Dios»? El anhelo de Dios está profundamente enraizado en el hombre. Es, en todos los hombres, como un último recuerdo del paraíso, donde los primeros hombres podían tratar directa e inmediatamente con Dios. Pero este don gratuito de Dios se perdió por el pecado. Cuando el hombre, volviendo las espaldas al contacto con Dios, ya sólo se mira a sí mismo, en ese mismo instante pierde de vista a Dios. Cuando el hombre, al pecar, piensa sólo en sí mismo y gira en torno a sí, Dios se le hace cada vez más extraño. Cuando el hombre se busca únicamente a sí mismo en todo, no puede encontrar a Dios. En el pecado y como consecuencia del pecado, el hombre pierde el contacto inmediato con Dios. Y por sí mismo no puede volver a encontrarlo. A pesar de todo, permanece despierto en el hombre el anhelo de Dios, pues el hombre fue creado únicamente para Dios, como dice san Agustín: «Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti». Por ello, Dios recorrió el camino hacia nosotros. Borró nuestra culpa mediante la pasión y muerte sacrificial de Cristo. Nos abrió el acceso al Reino de Dios. En el Reino de Dios, el hombre puede tener de nuevo trato y comunión con Dios, aunque no la visión inmediata de Dios, que sólo tendrá lugar en la bienaventuranza definitiva y plena, cuando el Reino de Dios se complete con la parusía de Cristo. Durante la espera de esta última y grandiosa bienaventuranza, vivimos como hombres redimidos. Dios, no obstante, en su amor y bondad, nos permite en ocasiones ver de antemano algo de Él, aunque no cara a cara, sino en la fe pura y limpia.

 

El hombre creyente, que ha sido redimido y liberado de todo egoísmo, ve a Dios, como nuestro padre san Francisco, en la creación, que es sombra y huella de la gloria de Dios, como enseña san Buenaventura. Como se dice de san Francisco: «... en todo lo que es hermoso, veía al más hermoso» (2 Cel 165), es decir, a Dios mismo, quien ha dejado en sus obras algo visible y observable de sí mismo. El hombre creyente, redimido y liberado de todo querer propio y de toda búsqueda de sí, ve nuevamente a Dios en su prójimo, los hombres, imagen y semejanza de Dios. Pensemos una vez más en nuestro seráfico Padre, que veía a Dios en todos los hombres. El hombre creyente, redimido por Dios, contempla a Dios, ante todo, en la cabeza y corona de la humanidad, Jesucristo, Dios y hombre, que dijo de sí mismo: «El que me ve a mí, ve también al Padre» (Jn 14,9).

 

El anhelo de Dios, el deseo de la visión de Dios empujaba cada vez más a Francisco, hombre redimido, hacia la grandeza de la creación divina. El anhelo de Dios lo empujaba hacia los hombres, y principalmente hacia los más pobres de entre los pobres, hacia los leprosos, hacia los rechazados por la sociedad humana. El anhelo de Dios y de la visión de Dios lo empujaba también de nuevo y continuamente hacia el Evangelio. Precisamente en el Evangelio quería él encontrar, en Jesucristo, al Padre.

 

Recordemos que ya en la primera de sus Admoniciones (Adm 1,5s), Francisco empieza por el tema de que Dios habita en una luz inaccesible, de que nadie ha visto jamás a Dios y de que, por tanto, Dios es para nosotros el absolutamente «otro». Todos somos conscientes de la dificultad y poquedad de nuestra vida de oración, y de que en cierto modo oramos como en la obscuridad y frecuentemente no sabemos si en definitiva nuestra palabra llega a su destino y es escuchada. En esta situación Francisco nos recuerda las palabras de Cristo: «El que me ve a mí, ve también al Padre» (Jn 14,9). En Cristo, podría casi decirse, el Padre se nos ha hecho humanamente más próximo. El hombre creyente, redimido y liberado de todo encarcelamiento en su propio yo, mira también a Dios de manera misteriosa en su propia alma. Orando, experimenta la cercanía de Dios. A esto lo llamamos «mística»; pero debemos precisar, con san Buenaventura, que la «mística» no es, como a veces pensamos hoy, algo reservado para almas santas y privilegiadas. San Buenaventura subraya expresamente que la «mística», en cuanto acceso al misterio, al misterio de Dios vivo, incumbe a todo hombre bautizado, por haber sido potenciado, en el bautismo, con las virtudes divinas de la fe, la esperanza y la caridad. Deberíamos creer más profundamente en esto y no infravalorar más o menos inconscientemente estas realidades, diciendo con excesiva ligereza y facilidad: «Esto es algo reservado tan sólo para almas privilegiadas, contemplativas». También en nuestra vida debe realizarse este misterioso abrirse a la realidad de Dios y de su Reino, que es un pregustar la felicidad y la bienaventuranza eternas. No deberíamos imaginarnos cuanto se refiere a la «mística» de manera tan pomposa, con éxtasis y arrobamientos o cosas parecidas.

 

Quisiera aclarar cuanto vengo diciendo con un ejemplo sencillo. Yo tenía un hermano en religión anciano, de más de ochenta años, que ya no podía hacer nada. La mayor parte de la jornada solía pasarla en la iglesia. Le pregunté una vez qué hacía concretamente allí todo el día. «¡Ah!, me contestó, yo le digo siempre al buen Dios: Tú estás aquí y yo estoy aquí: esto nos basta a los dos». Esta es propiamente la realidad.

 

Pensemos, finalmente, en nuestros métodos de meditación. Estamos continuamente metidos en la acción: tenemos que representarnos las cosas, luego despertar los afectos, que no llegan, y nos atormentamos por esto que nos pasa. Además, estamos cansados, agotados, y no tenemos verdaderamente ninguna gana de orar. Un amigo sacerdote me dijo en cierta ocasión: «Si se ora de este modo, ¿cómo puede encontrar puertas abiertas el Espíritu Santo?». Puede suceder también que cuando finalmente llega la quietud, nos volvemos inquietos y comenzamos de nuevo a estar de algún modo atareados. Deberíamos tener valentía contra estos autotormentos y quedarnos de una vez quietos ante Dios: «Tú estás aquí y yo estoy aquí: esto nos basta». Tal vez así, en fuerza de las virtudes teologales, comencemos a ver claro en las cosas que hasta ahora no hemos conocido o todavía no hemos experimentado.

 

En cualquier caso, antes y por encima de todas las formas de encuentro con Dios, de visión de Dios en la fe, hay una condición previa que Cristo proclama aquí: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». El hombre creyente redimido precisa, para el encuentro con Dios, para la visión de Dios, tener un corazón limpio, si quiere ver colmado su anhelo de encuentro con Dios.

 

«Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial...».

 

El seráfico padre san Francisco comenta ahora esta bienaventuranza: son limpios de corazón quienes desprecian lo terreno y buscan lo celestial.

 

Un hombre puede ser creyente y también estar sacramentalmente redimido y, sin embargo, permanecer en la vieja postura del amor propio y del egoísmo. La redención no se nos da como un cambio radical y completo del hombre, sino como una realidad, un nuevo ser, que es depositado en nuestra alma como un germen. Este ser germinal debe desarrollarse a lo largo de toda nuestra vida mediante nuestra positiva y cotidiana colaboración. Igualmente, la gracia redentora no daña en modo alguno la libertad del hombre. Incluso frente al hombre redimido, Dios permanece en actitud de reverente libertad. Él sólo nos exhorta a que entremos en el círculo de su acción, que inicialmente ha sido eficaz en nosotros, y nos impulsa a colaborar libremente en nuestra salvación, en nuestra perfección. Mientras el hombre no atienda a esta llamada de Dios, la gracia de la redención dormita en él como una semilla que todavía no puede germinar. Es cuestión también y decisivamente de nuestra colaboración. Por ello, tenemos que vivir en conformidad con la gracia de Dios que nos ha sido dada, para que crezca en nosotros el Reino de Dios como una beatificante comunidad con Dios.

 

Pero, ¿cómo es esto posible? Francisco nos lo dice aquí de nuevo con su estilo tan sencillo: «Es verdaderamente limpio de corazón el que desprecia lo terreno...». Tal vez nos preguntemos en este momento qué tiene que ver cuanto venimos diciendo con la «pureza». Hoy sabemos que Francisco habla de un alma pura no en el sentido en que frecuentemente lo entendemos: quien no peca contra el sexto mandamiento es para nosotros un hombre «puro». También esto es verdad; pero ésta no es toda la pureza, que no se agota ni se reduce a ello. Francisco comprendía, bajo este concepto, mucho más: «Es puro o limpio de corazón el que desprecia lo terreno...».

 

Digámoslo con una palabra más de nuestro tiempo: el hombre limpio o puro ha de estar interiormente desalojado, libre de escombros. Por tanto, en su interior no debe haber nada que no tenga que ver con Dios o que no esté orientado hacia Dios. Quien quiera ser limpio de corazón ha de vaciarse de todas las cosas: todo apego al propio yo, toda atadura a las cosas, a los hombres y a sí mismo, toda dependencia de la valoración, estima y parecer de los hombres. Aquí percibimos claramente cómo el hombre ha de tener su interior libre y vacío de cuanto puede estar al servicio del propio yo. Debe decir «no» sin pausa a sí mismo. Entonces podremos entender la «limpieza» o «pureza», según el pensamiento de san Francisco, como nitidez, claridad, o también como vacío y liberación de todas las cosas terrenas, como una victoria completa sobre sí mismo, o también -y forma parte de la temática sobre la obediencia (Adm 2 y 3)- como libertad interior, en la que el hombre no está condicionado ni impedido por nada, y en la que puede estar totalmente disponible para Dios.

 

«Despreciar lo terreno» o «posponerlo» tal vez sería todavía algo negativo. Decir lo que no se debe ser, no es decirlo todo. La pureza o limpieza significa también -y con ello se completa lo que sí debe ser- «buscar lo celestial». Esta es la pureza o limpieza vista desde su vertiente positiva: buscar solamente lo que es de Dios, lo que lleva a Dios, lo que sirve a la comunión con Dios; estar en todo al servicio de lo que es de Dios. En este sentido podemos entender la «limpieza» o «pureza» según san Francisco tal vez como disposición de acogida y de concepción. Esto es importante cuando intentamos comprender a fondo la vida en virginidad. Aquí se percibe ya la estructura fundamental de una vida en virginidad auténtica. Limpieza o pureza no significa sólo renunciar, rechazar, negarse, vencerse. Tal vez en el pasado se haya acentuado esto en demasía. De ahí que muchas personas no hayan llegado a ser felices en la vida religiosa de la pureza, porque en ella veían siempre y solamente la renuncia, siempre y solamente el sacrificio. Creían que de alguna manera quedaban disminuidas, amputadas, privadas. Por esto debemos, al igual que Francisco, poner de relieve juntamente la parte positiva. «Ser limpio» significa también búsqueda, esfuerzo, aspiración, orientación hacia Dios, el deseo de unirse con Dios. Así es como nos volvemos limpios, nítidos, claros, puros de corazón y de alma. Así nos convertimos en hombres del Reino de Dios.

 

«... y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y espíritu limpios».

 

Francisco se vuelve aquí fundamentalmente práctico: el hombre de corazón limpio debe ser un hombre de oración y de adoración. Pero la adoración no significa postrarse y decir: «Te adoramos», y después vivir como si nada hubiera pasado. La adoración significa someterse siempre. Conocemos bien la antigua forma de adoración en la que el hombre, tendido, permanece rostro a tierra. Es la antiquísima forma de homenaje real en la que el rey -según conocemos por las imágenes antiguas- ponía el pie sobre las espaldas del adorante como diciendo: tú me perteneces a mí y tu vida pende de mi voluntad. Sabemos que esta es también la forma de adoración que nos enseña la revelación. Pero esta se dirige sola y exclusivamente a Dios. Ahora comprendemos también por qué la adoración no puede tributarse jamás a los santos, sino únicamente al Dios vivo y verdadero.

 

Este es precisamente el vértice a que quiere llevarnos la limpieza o pureza: la adoración. En esta adoración debemos ser real y auténticamente de Dios. Dios sólo se revelará al hombre orante, que se entrega y ofrece totalmente a Dios. Esto es un milagro que únicamente puede ser iniciativa de Dios. Sólo el hombre orante, el que se pone continuamente en la luz de Dios, descubrirá cuánto se busca a sí mismo y dónde permanece apegado a las cosas terrenas que precisa todavía eliminar y alejar, arrancar y apartar de sí. Sólo el orante tiene de veras la mirada puesta en Dios. Cuando así ocurre, el amor de Dios no puede negarse y se entrega al hombre en misterioso encuentro.

 

Dichosos aquellos que tienen un corazón limpio y purificado, porque verán a Dios. Esta es ciertamente una de las convicciones fundamentales, una de las experiencias religiosas más profundas e importantes de san Francisco, que él supo escrutar tanto en la Sagrada Escritura como en su propia vida: cuando el hombre entra en la acción de Dios, cuando se abre libre y conscientemente a la acción de la gracia redentora de Dios, entonces el amor de Dios se desborda, entonces se realiza la comunidad de vida con Dios, entonces Dios, que es el amor, se convierte en el único amor de su vida, entonces el hombre es dichoso, porque ve a Dios.

 

 

CONSECUENCIAS Y APLICACIONES PRÁCTICAS

 

Hemos intentado, a partir de la Sagrada Escritura y de la vida y enseñanza de nuestro seráfico Padre, esclarecer esta Admonición 16 en su contenido profundo. Ahora vamos a intentar, igualmente, formular algunas preguntas referentes a nuestra vida personal y a procurar responderlas, para llegar a una meditación más auténtica.

 

1. ¿Está vivo en nosotros el anhelo de Dios? Una pregunta que tal vez es más importante para los religiosos maduros y ancianos que para los jóvenes: ¿sigue tan vivo y fresco en nosotros el anhelo de Dios como el primer día, cuando nos decidimos a buscar a Dios, a contemplar a Dios en la vida religiosa, o, por el contrario, ha quedado cubierto por el polvo del egoísmo, acallado por el rumor del cada día? ¿La búsqueda de Dios es tal vez aún vencida por la búsqueda de nosotros mismos? ¿Seguimos buscándonos a nosotros mismos más que a Dios, incluso después de habernos decidido a seguir a Dios y profesar que buscamos a Él sólo? Este es tal vez el peligro más grave en la vida religiosa y quizá también el obstáculo mayor para la verdadera contemplación y visión de Dios. Con frecuencia decimos «Dios», pero pensamos todavía de una u otra manera en nosotros mismos. Con demasiada frecuencia, tal vez, nos cambiamos a nosotros por Dios. No en vano dice Francisco: «... nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero...».

 

2. ¿Cómo va en realidad el vencimiento de nosotros mismos? ¿Vivimos auténticamente como hombres redimidos por el sacrificio de Cristo? Sobre todo, ¿aún tiene valor en nuestra vida la norma fundamental de la vida cristiana: «No yo, sino Dios»? Conviene recordar el pensamiento de san Agustín de que el cristianismo es la religión del «No Yo». No puede expresarse con mayor precisión: el sentido de toda ascética no es el de ofrecer grandes prestaciones con mucho sacrificio, que luego registramos con más o menos soberbia como ganancias, sino el de esforzarnos por ser puros y limpios.

 

El sentido de toda ascesis, de toda victoria sobre nosotros mismos, de toda mortificación sólo puede ser el de hacernos limpios de corazón, el de hacernos libres y el de barrer los obstáculos que se interponen en el camino de la búsqueda de Dios en nuestra alma: «... desprecian lo terreno y buscan lo celestial...». De esto es de lo que únicamente se trata aquí. Por eso, toda ascesis, como aclara Francisco aquí con tanta nitidez, desemboca necesariamente en la adoración y contemplación, y en nada más.

 

Debemos, por tanto, empeñarnos más y más en recorrer constantemente este camino hacia Dios con la fuerza del sacrificio de Cristo, sacrificándonos a nosotros mismos en la vida de cada día. No es necesario que esto se concrete en cosas tan extraordinarias como las que leemos en las vidas de los santos, más dignas de admiración que de imitación. Esta dinámica de sacrificio se ha de aplicar más bien a las cosas pequeñas de la vida cotidiana. Uno de nuestros maestros acertó al afirmar: «Ser siempre cortés y cordial con todos y cada uno de los hombres: esta es la ascética más dura». Certero y exacto. Si se comienza a vivir así, se experimenta que esto constituye una verdadera ascesis, que lleva al hombre a ser limpio de corazón como ninguna otra cosa. Si vivimos así, nadie encontrará en ello nada de particular relieve. Todos lo considerarán como algo absolutamente normal. Si ayunásemos cuarenta días, toda la comunidad lo notaría; y nos complacería que lo notase. Pero la simple cortesía y la normal cordialidad nadie las estima como algo extraordinario. Y así la pureza o limpieza de corazón queda salvaguardada del mejor modo.

 

Se trata principalmente de una ascesis que proyecte la alegría y sus irradiaciones en toda la vida de la fraternidad. En las pequeñas cosas de cada día, en los sacrificios que conlleva la vida comunitaria, en el respeto al reglamento interno de la casa, en la estima y reverencia de los unos hacia los otros, en la fidelidad en el trabajo..., se trata del «No Yo». En todas estas cosas tan normales se trata de lo primero que Francisco exige aquí: «despreciar lo terreno», la búsqueda de sí mismo, la propia voluntad, a fin de ser libres para Dios: «buscar lo celestial...». En todo esto vivimos el sacrificio de Cristo como nuestro sacrificio.

 

3. ¿Amamos la oración? ¿La oración como un tener la mirada puesta en Dios? Tal vez hayan advertido por qué lo he formulado así: oración como un tener la mirada puesta en Dios, como un esperar a Dios, como un buscar a Dios, mientras lo aguardamos en quietud y paciencia; oración como expresión de fe, esperanza y caridad. No una oración en la que busco mi propia satisfacción, y en la que me engaño a mí mismo.

 

Cuando a veces he preguntado a religiosas, que creían no poder meditar o haber meditado mal: «Según vosotras, ¿cuándo habéis hecho una buena meditación?», la respuesta ha denunciado con frecuencia que ellas consideraban buena la meditación si salían del coro e iban al refectorio en plenitud sentimental de su disposición religiosa y casi ni pisaban el suelo. En tal caso únicamente cabe decir que esto es un engaño, porque esas personas han quedado satisfechas ellas, satisfechas incluso en la piedad. Por el contrario, cuando hemos perseverado en la meditación media hora, y hemos esperado de veras sólo a Dios, sin perder la paciencia si Él «no viene», y no hemos intentado forzarlo, porque lo aguardábamos con reverencia, entonces tal vez hayamos hecho una buena meditación.

 

No hemos de orar para nuestra propia satisfacción, ni para conseguir algo en provecho de nosotros mismos; esto es, una vez más, impureza de corazón. Oramos pura y simplemente para permanecer ante Dios. Oramos en la fe en la palabra del Señor: «Quien busca, encuentra» (Mt 7,8). Quien busca a Dios, con un corazón así de limpio, lo encuentra. Cómo vaya a realizarse esto, es asunto de Dios. El actúa en cada uno de nosotros de manera diversa. A nosotros tan sólo nos corresponde preocuparnos de tener un corazón puro y limpio.

 

Aquí percibimos en Francisco, una vez más, al experimentado conocedor de las almas y al maestro de la vida espiritual, que nos indica clara, exacta y sencillamente las dos direcciones inseparables de la vida espiritual: la de vaciar y desalojar y la de abrirse y acoger, que no deben proceder por separado sino contemporáneamente. Francisco sabe que a cada uno de nosotros nos corresponde una tarea decisiva en la vida espiritual. Pero sabe también que el cumplimiento y perfección no se alcanzan con ningún género de prácticas. Con ningún método ni con ninguna ascética podemos forzar a Dios a que se nos revele.

 

El cumplimiento y la perfección vienen de Dios, cuando y como Él quiere y a quien Él quiere. Nosotros sólo debemos comprometernos, sin reservas, a barrer todo obstáculo que se oponga a la acción de Dios. Hemos de empeñarnos igualmente en tender con anhelo a la venida de Dios y en esperar su amor desbordante, pues Él se nos da en posesión dichosa a su tiempo, cuando a Él le place. Ambas cosas se realizan en la oración y, sobre todo, en la adoración, en la que renunciamos a nosotros mismos y reconocemos a Dios como el Dios vivo y verdadero, como el dueño y señor de nuestra vida. Esta adoración incesante es el camino por el que el hombre llega al abandono y olvido de sí mismo; pero es, a la vez, el camino que lleva a todos a la visión, a la posesión y a la comunión con Dios.

 

Quizás aquí se nos aclare el último punto: los hombres que adoran a Dios con corazón limpio son aquellos en quienes el Reino de Dios se ha hecho realidad ya ahora, en este mundo