Meditación sobre la Admonición 15.ª de San
Francisco
«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Son verdaderamente pacíficos aquellos que, en todo cuanto padecen en este mundo, por amor de nuestro Señor Jesucristo, conservan la paz interior y exterior» (Adm 15).
A partir de la decimocuarta, todas las Admoniciones, excepto una, comienzan con el vocablo «Bienaventurado». Así pues, estas «palabras de santa exhortación» son al mismo tiempo elogio y bienaventuranza para aquellos religiosos que las toman con calor y viven conforme a ellas. Las tres primeras están tomadas del Sermón de la Montaña (Mt 5,3; 5,9; 5,8). Su temática es la felicidad, la dicha, la alegría del hombre que es pobre en espíritu, que sirve a la paz, que tiene un corazón limpio. La 15.ª Admonición trata de la paz; pero antes de profundizar en ella, debemos esclarecer algunas cuestiones preliminares.
1. ¿Qué es la paz? Los doctores de la Iglesia contestan de forma genérica: la paz es la tranquilidad del orden. La paz es en último análisis aquel sosiego que se alcanza mediante el cumplimiento y tutela del orden que Dios nos ha dado. Cuando se quebranta este ordenamiento entre Dios y el hombre, aparecen la intranquilidad, desasosiego, discordia, angustia y tormento. El pecado es por ello la causa más profunda de la discordia y de la angustia. Con razón escribe el Papa Juan XXIII: «La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la Historia, es evidente que no puede establecerse ni consolidarse si no se guarda diligentemente el orden establecido por Dios» (PT 1). Esto vale sobre todo respecto al orden que Dios ha instituido para regular las relaciones entre los hombres. Cuando los hombres se despreocupan de este orden, a través del cual Dios quiere salvaguardar la vida comunitaria y las relaciones humanas (sobre todo mediante los Mandamientos 4-10), entonces irrumpe la discordia, aparece la angustia, surgen las contiendas y disputas; el hombre se convierte en un «lobo para el hombre», se hace enemigo del otro hombre. La paz, por consiguiente, se funda, en el sentido más profundo y en última instancia, en que el hombre viva ordenado a Dios, sujeto a Dios y cumpliendo su voluntad.
2. ¿Qué perturba la paz? A esta pregunta se pueden dar muchas y distintas respuestas; pero todas ellas apuntan hacia una misma raíz: el egoísmo. Y lo mismo da que se trate del egoísmo del individuo o del grupo. Del egoísmo nace la codicia. Del egoísmo se deriva el ansia desordenada de poder. Estos son los dos vicios que, desde el pecado de Adán, incuban la discordia y la angustia en el mundo. Al querer cada uno tener más que los otros, surgen las contiendas y rencillas entre los hombres, y las guerras entre los pueblos.
La codicia y el ansia incontrolada de poder son, pues, los grandes enemigos de la paz, incluso de la paz con Dios, puesto que ellos son la raíz de todo pecado. Sobre esta realidad se fundan las palabras de san Pablo: «Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron de la fe y se atormentaron a sí mismos con muchos sufrimientos» (1 Tim 6,10).
1. ¿Quién da la paz? Los hombres, siguiendo sus propios instintos, no pueden alcanzar la paz; ni pueden obtenerla por sí mismos. El egoísmo, como consecuencia del pecado original, está en ellos tan fuertemente, tan viva y profundamente enraizado, que por sí solos no podrían dominarlo. La historia de la humanidad, desde Caín y Abel, es la historia de las funestas consecuencias del egoísmo. Por esto fue preciso que el mismo Dios viniera a restablecer de nuevo la paz entre Él y los hombres, y la paz entre los mismos hombres. Esta maravilla del amor divino se realizó en la Encarnación de Cristo. De ahí que los ángeles cantasen en su nacimiento: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14). Mientras el egoísmo pecaminoso del hombre lleva a la discordia y angustia mediante la avaricia y el ansia desordenada de poder, el amor desinteresado de Cristo nos trae la paz mediante la pobreza y la humildad. Por ello la Iglesia en Navidad lo proclama «Rex pacíficus», el Rey portador de la paz. «Él es nuestra paz» (Ef 2,14).
POSEEMOS LA PAZ SI SOMOS GUIADOS POR DIOS
«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios».
Bienaventurados, dichosos, amados de Dios y, por consiguiente, felices aquellos hombres que trabajan por la paz, que se entregan a su causa, que son creadores de paz. Se encuentran dentro del orden de Dios. Ellos continúan y actualizan aquí y ahora la obra de Cristo. Ellos cumplen como Cristo y en Él la misión del Padre celestial. A ellos les son aplicables las palabras: «Mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Estas palabras impresionaron profundamente a nuestro padre san Francisco: «Somos sus hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre celestial» (2CtaF 52).
Y si en este esfuerzo por la paz nos convertimos en hermanos y hermanas de Cristo, somos también «hijos de Dios». Dios es en verdad el Dios de la paz. Él ama y quiere la paz. Él nos redimió para la paz. Por esto, el Hijo de Dios, con un amor infinito, cargó sobre sí toda culpa, a fin de que tuviésemos de nuevo la paz con Dios y, consiguientemente, la paz entre nosotros los hombres. Así pues, sólo nos convertimos realmente en sus hermanos y hermanas, y por tanto en hijos de Dios, cuando somos pacíficos, entregados por completo a la causa de la paz y dispuestos a todo por instaurarla y conservarla. Entonces es cuando se nos puede conceder participar de aquel júbilo de San Francisco: «¡Oh, cuán santo y cuán querido, grato, humilde, pacífico, dulce y amable, y sobre todas las cosas deseable es tener tal Hermano que dio su vida por sus ovejas y rogó al Padre por nosotros diciendo: "Padre santo, guarda en tu nombre a aquellos que me entregaste"!» (2CtaF 56).
«Son verdaderamente pacíficos aquellos que, en todo cuanto padecen en este mundo, por amor de nuestro Señor Jesucristo, conservan la paz interior y exterior».
Quien de veras quiere la paz debe renunciar a toda codicia, ambición y ansia incontrolada de poder. Debe estar dispuesto a soportar muchas cosas, como las soportó Cristo en su pobreza y humildad. En este mundo dominado y determinado todavía por el egoísmo del pecado, tendrá que sufrir y padecer muchas cosas desagradables. Tendrá que llevar su cruz con Cristo y como Cristo, día tras día. Esta constante renuncia es pesada. Lo sabemos todos por propia experiencia. Nuestro «yo», distanciado de Dios, se rebela contra Él; no quiere la pobreza y desprecia la humildad. Si el «yo» se enseñorea de nosotros, somos presa de la discordia y angustia. Entonces dejamos de vivir en paz con Dios y, con ello, se destruye a la vez la paz con los hombres.
Francisco nos indica algo muy importante a este respecto: la paz y la discordia o angustia germinan en el corazón del hombre, de cada individuo. Si nuestro «yo» permanece atrapado y dirigido por Dios, vivimos en la paz que el mundo no puede dar ni quitar. Si nuestro «yo» se rebela y nuestro corazón se perturba, entonces la discordia y la angustia hacen presa en nosotros. Así resulta cierto el antiguo adagio: «Quien controla su corazón, controla el corazón del mundo». Y esto vale también para la vida comunitaria de nuestras fraternidades. Cuanto más pacíficos son todos y cada uno de sus miembros, tanto más la «paz de Dios, que supera todo entendimiento» llena nuestras fraternidades, porque ella «guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,7).
Aún tenemos que subrayar de modo especial una faceta de esta exhortación de nuestro Padre: todo ha de hacerse «por amor de nuestro Señor Jesucristo». No debemos hacerlo por prudencia o sagacidad humana; tampoco por miedo a las consecuencias de la discordia y angustia, y menos aún por simple tranquilidad o comodidad nuestra. Pues en tal caso, nuestro esfuerzo seguiría inmerso en el ámbito del egoísmo. No somos nosotros el punto de referencia; lo que importa es que el amor de Cristo se extienda y domine entre los hombres y los configure a todos. Todo esfuerzo por la paz debe ser una respuesta positiva al amor de Cristo, que tanto sufrió para devolvernos la paz. El que seamos pacíficos y nos entreguemos a la causa de la paz ha de ser una respuesta viva y generosa de amor al amor de Cristo.
¿NOS SENTIMOS RESPONSABLES DE LA PAZ
EN NUESTRAS COMUNIDADES?
El ansia de paz es muy intensa en el hombre de hoy. Pero no debemos olvidar lo que escribe el Papa Juan XXIII: «La paz no puede hacer su morada en la sociedad humana si primero no habita en el corazón de cada hombre, es decir, si primero cada uno en sí mismo no guarda el orden que Dios ha establecido» (PT 165). Con esto se nos indica no sólo la meta de nuestros esfuerzos, sino también la necesidad de vigilar constantemente nuestro corazón. A este fin pueden ayudarnos las siguientes cuestiones.
1. Somos hombres redimidos: Cristo, «con sus dolorosos tormentos y con su muerte, no sólo borró los pecados, fuente y causa de las discordias, miserias y desigualdades, sino que, además, con su sangre derramada, reconcilió al género humano con su Padre celestial» (Juan XXIII, PT 169). Esto no obstante, ¡encontramos incluso entre los cristianos tantas dimensiones y contiendas, tantas envidias y ambiciones, tanto orgullo y arrogancia, y, con ello, tantas causas de discordia y de angustia! ¿No se encuentran también con frecuencia en nuestras fraternidades dichas causas destructoras de la paz, a pesar de tanta gracia liberadora que se nos regala cada día? ¿Por qué ocurre esto? Reflexionemos objetivamente y confesémoslo francamente: la gracia se queda inoperante porque nos amamos más a nosotros mismos que a Dios, porque nos apegamos más a nosotros mismos que a Dios. «Pero el que se une al Señor se hace un espíritu con Él» (1 Cor 6,17). Este hombre, con su amor, dará una completa respuesta al Amor sirviendo, en su seguimiento de Cristo, siempre y en todas partes, la causa de la paz, aun contra el forcejeo de su propio «yo». ¿Nos sentimos en esto suficientemente responsabilizados, incluso frente a nuestro desordenado «yo»? ¿Estamos profundamente convencidos de que éste es el camino para la vivencia auténtica de nuestra condición de hijos de Dios, el camino hacia la bienaventuranza? «Dichosos los que trabajan para la paz, porque a ésos los va a llamar Dios hijos suyos», ¡y van a serlo!
2. Si nos sentimos responsabilizados así de la paz, primero y ante todo en nuestro corazón, pero también en nuestras comunidades, debemos, en infatigable colaboración con la gracia redentora que se nos ha dado, tratar de vencer toda codicia y ser completamente pobres con Cristo. Debemos no ambicionar nada, no apegarnos a nada, no retener nada propio, aunque ello nos exija un duro sacrificio: «... todo cuanto padecen en este mundo». Ciertamente, según esto, deberemos estar dispuestos a soportar ultrajes con Cristo, como dice Francisco: «Y si los hombres los ultrajaren..., den por ello gracias a Dios, pues por las afrentas recibirán grande honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo. Y sepan que la afrenta no se imputa al que la recibe, sino al que la infiere» (1 R 9,6-7).
¿No estamos excesivamente sensibilizados y preocupados por nuestra honra? No nos empeñamos en defenderla en cualquier circunstancia como nuestro mayor bien? Si también en este particular fuésemos enteramente pobres, la paz quedaría mucho mejor garantizada. ¿Estamos nosotros, como franciscanos y «siervos de Dios y seguidores de la santísima pobreza» (2 R 5,4), dispuestos a ello? Sin la voluntad decidida por una pobreza radical, por una auténtica pobreza en el espíritu, no puede haber paz alguna entre los hombres ni en sus fraternidades.
3. Si de veras nos sentimos responsabilizados en la causa de la paz, primero en nuestros corazones y luego también en nuestras fraternidades, debemos procurar, robustecidos por la fuerza redentora de Cristo, superar toda ambición desordenada y afán de poder, y como el Señor «ser humildes de corazón» (Mt 11,29). Las palabras: «Todo cuanto padecen en este mundo, por amor de nuestro Señor Jesucristo», adquieren aquí un nuevo significado: debemos amar el permanecer desconocidos. No debemos presumir de nada ni buscar la estima de los hombres. No debemos constituirnos en medida para los otros. Hemos de estar dispuestos a recorrer el camino más bajo. Sólo entonces seremos fieles a «la pobreza y humildad, y al santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que prometimos incondicionalmente» (2 R 12,4). ¿Quién podrá negar que entonces se cegarían en nuestra vida y en la comunitaria las fuentes de la discordia?
4. Estas son preguntas que se nos plantean a partir de la presente exhortación. Tratan de la rectitud de nuestro corazón, de la rectitud de nuestro comportamiento. Son ciertamente preciosas en cuanto nos indican el camino a seguir.
Pero sabemos por experiencia que es difícil seguirlas. Los hechos prácticos y concretos hablan un lenguaje a veces demasiado duro. No olvidemos que detrás de ellas ha de estar el sufrimiento, el sacrificio: «... por amor de nuestro Señor Jesucristo». Nuestra aceptación cotidiana del sacrificio en Cristo debe explicitarse de manera absolutamente concreta y práctica. Aquí, igualmente, se cumple siempre de nuevo la sentencia de Pablo: «Pues Él es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos uno... Viniendo nos anunció la paz a los de lejos y a los de cerca» (Ef 2,14.17). Él se ofreció por la paz. Procuremos estar, en todo cuanto hemos de sufrir en este mundo, prontos a vivir como víctimas con Él, en quien queremos, por amor suyo, «conservar la paz interior y exterior».
5. Con la necesaria sobriedad queremos plantearnos también la cuestión de cómo debemos comportarnos cuando nos encontremos o hayamos de vivir con hombres que abiertamente no colaboran en la causa de la paz o que, peor aún, la combaten, alterando y destruyendo, haciendo insoportable si no imposible la vida comunitaria. En tal situación, estamos llamados al más íntimo y estricto seguimiento de Cristo. Precisamente entonces deberemos reflexionar con particular atención y seguir aquella exhortación de nuestro Padre: «Consideremos atentamente, todos los hermanos, lo que dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y haced bien a los que os odian" (Mt 5,44). Pues también nuestro Señor Jesucristo, "cuyas huellas debemos seguir" (1 Pe 2,21), llamó amigo a su traidor y se entregó de buena gana a los que lo crucificaron. Amigos nuestros son, pues, todos aquellos que injustamente nos proporcionan tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, el martirio y la muerte. A todos ellos debemos amarlos mucho, pues por lo que nos hacen, alcanzamos, la vida eterna» (1 R 22,1-4).
Aquí no hace falta sino una cosa, y es precisamente lo que debe ser el contenido de nuestra vida: «Seguir en todo las huellas de Jesús crucificado» (S. Buen. VII, 4), como corresponde a la exhortación de nuestro Padre a punto de morir. ¡Sin duda alguna! En este contexto vemos con claridad que el cristianismo es la revolución del amor; un revolución que destrona a nuestro propio «yo»; una revolución que vence al nefasto espíritu de este mundo; una revolución, en fin, que tiene como causa y objetivo el Reino de Dios. Siempre que el hombre esté dispuesto a seguir, en la causa de la paz, las huellas de Cristo, el Reino de Dios puede actualizarse y desarrollarse.
Donde la paz es custodiada y promovida de tal modo, allí Cristo, nuestra paz, puede ser vitalmente operante. Allí está Cristo presente. Allí se realiza su Iglesia como comunidad plena de amor de aquellos hombres que, como hermanos suyos, se han convertido en hijos del Padre que está en los cielos. Donde hay amor hay paz, y allí está Él: «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).