Meditación sobre la Admonición 14.ª de San Francisco

 

Durante los primeros siglos de la Orden franciscana se escribieron muchísimos libros con el título de «Espejo de perfección». Como su mismo nombre indica, tales libros debían ser espejo de perfección para los franciscanos.

 

Si buscamos un espejo de nuestra perfección, ¡aquí tenemos las Admoniciones de san Francisco! Tomadas en este sentido, las Admoniciones son el Cantar de los Cantares de la pobreza interior. En ellas resuena incesantemente y con una amplísima gama de matices el tema de la pobreza de espíritu, de la pobreza interior. Recordemos la Admonición 1.ª, donde se nos habla del anonadamiento del Hijo de Dios en la Encarnación y de la humildad del Dios-hombre en el misterio de la Eucaristía, raíz y fundamento de la pobreza interior; o la Admonición 2.ª: nadie debe reivindicar su propia voluntad como propiedad personal, ni enaltecerse del bien que el Señor dice o hace en él; o la 3.ª, según la cual abandona todo lo que posee únicamente quien se entrega a sí mismo por entero a la obediencia en manos de su prelado; o la hermosa Admonición 4.ª, que afirma que nadie debe apropiarse la prelacía, ni gloriarse de ella más que del oficio de lavar los pies a los hermanos; o la 5.ª: nadie debe enorgullecerse de nada, sino gloriarse en la cruz del Señor, pues nuestra ciencia, cualidades y capacidades son propiedad de Dios, que nos las confía en calidad de administradores; o la 7.ª, según la cual al saber debe seguir el bien obrar, pues el simple saber mata, en tanto que son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes restituyen al Altísimo con la palabra y el ejemplo la letra que saben y desean saber; o la 8.ª, que amonesta brevemente a no envidiar al hermano, pues el Señor es el autor del bien que los hermanos hacen o dicen, y que califica de blasfemia esta envidia; o la 11.ª, en la que san Francisco dice que no debemos juzgar a los demás, sino que cada uno debe juzgarse a sí mismo, pues quien se altera o enoja por los pecados ajenos «atesora culpas», en tanto que «aquel siervo de Dios, que no se encoleriza ni conturba por cosa alguna, vive rectamente sin nada propio»; o, finalmente, la Admonición 13.ª, en la que Francisco indica que de la pobreza no debe brotar ninguna exigencia sobre los demás, y que debemos perseverar en la humildad y la paciencia.

 

Esta breve relación nos muestra por sí misma que las Admoniciones tratan siempre de un único y mismo tema: vivir sin nada propio, «vivere sine proprio» (1 R 1,1; 2 R 1,l), y esto entendido no sólo con referencia a las cosas materiales y externas. Naturalmente, también la pobreza exterior es importante, pero no podemos vivirla en todos sus aspectos tal como la vivieron san Francisco y santa Clara. Mucho más importante es, en cambio, la pobreza de espíritu. Aunque no podemos imitar aquí y ahora la pobreza exterior tal como la vivió san Francisco, sí podemos imitar, siempre y en todas partes, su pobreza interior. Este es el punto en el que quiere Francisco que le imitemos de verdad los hombres del siglo veinte y de todos «los lugares, las épocas y las frías regiones» (2 R 4,2). La pobreza interior es y será el núcleo y eje central de toda ascesis franciscana, de todo el ser y actuar franciscano: vivir «sine proprio», sin nada propio. Y esto quiere decir pura y simplemente: no yo, nada para mí; Dios, sólo Dios, todo para Dios. Renunciar a todo, en el sentido de desprendernos, abandonar todo, incluso a nosotros mismos; desapropiarnos de nuestros deseos, exigencias y pretensiones; no apropiarnos de nada ni retener nada para nosotros mismos. Todo esto es parte integrante de la pobreza interior. A todo esto afecta la pobreza de espíritu, de la que habla Francisco con gran penetración y concretez en esta Admonición 14.ª, dirigiéndose especialmente a los religiosos.

 

«Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3).
»Hay muchos que permanecen constantes en la oración y en los divinos oficios y hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero por una sola palabra que parece ser una injuria para sus cuerpos o por cualquier cosa que se les quite, se escandalizan y en seguida se alteran. Estos tales no son pobres de espíritu; porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a los que le golpean en la mejilla (cf. Mt 5,39)» (Adm 14).

 

 

I. LA AUTÉNTICA POBREZA DE ESPÍRITU

 

«Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3)».

 

Francisco empieza su exhortación anteponiendo la primera de las ocho bienaventuranzas. En esta bienaventuranza del Señor se nos dice claramente que la pobreza de espíritu es absolutamente imprescindible para poder entrar en el Reino de Dios. ¿Qué quiere decir el Señor con las palabras pobres de espíritu? Con ellas no se está refiriendo a la pobreza intelectual, a quienes tienen «pocas luces»; tampoco se refiere principalmente a la independencia afectiva respecto a las posesiones materiales, a una cierta libertad frente a las cosas. ¡No! Como nos indica la ciencia bíblica actual, el Señor entiende por pobreza de espíritu exactamente lo contrario de la autojustificación de los fariseos de entonces.

 

Los fariseos, los hombres «piadosos», más aún, los hombres «excepcionalmente piadosos» del Israel del tiempo de Jesús, no eran pobres de espíritu. ¿Por qué? Porque, basándose sobre sus obras, sus prácticas piadosas y su cumplimiento estricto de la ley, se creían justificados ante Dios. El fariseo no era pobre de espíritu, pues pensaba poder pasarle a Dios la factura de sus prácticas piadosas, creyendo que éstas le daban derecho a exigirle contrapartidas a Dios. Jesús se avino con todas las personas de su tiempo, con los mayores pecadores, con los publicanos y las prostitutas, pero no se avino con estos hombres «piadosos». Estos hombres piadosos, los fariseos, no podían llegar a un acuerdo con Jesús. No era de ellos el Reino de Dios. Convertían su piedad en un mérito ante Dios, en un dominio que les brindaba seguridad ante Dios, y, por tanto, no eran pobres de espíritu, pobres ante Dios. Evidentemente, eran los más inasequibles a la gracia divina. Su autojustificación les llevó a su propia ruina.

 

Francisco entiende la pobreza de espíritu en este sentido evangélico. Así nos lo demuestra con toda claridad la frase que viene a continuación:

 

«Hay muchos que permanecen constantes en la oración y en los divinos oficios y hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales...».

 

Francisco está pensando, pues, en aquellos religiosos que se dedican a la vida de piedad sin rehuir ningún esfuerzo, en aquellos religiosos que llevan una vida espiritual muy exigente,

 

«... pero por una sola palabra que parece ser una injuria para sus cuerpos o por cualquier cosa que se les quite, se escandalizan y en seguida se alteran».

 

Nuestro seráfico Padre se revela una vez más como un sabio y penetrante conocedor de almas. Sabe cómo somos las personas y está muy al tanto de los peligros de la vida claustral. Francisco describe aquí a un cristiano, a un religioso al que, observado sólo externamente, habría que considerar con toda razón como una persona muy piadosa: es fervoroso y puntual en la oración personal, asiste con regularidad y celo a la oración comunitaria y al rezo del oficio divino, observa con exactitud y escrupulosidad los días penitenciales, a los que añade otros por propia iniciativa, hace muchas penitencias, se lacera con mortificaciones. En una palabra, es un religioso que asume con seriedad sus propias obligaciones y cumple todo cuanto se le exige, por muy duro y pesado que sea. Quien contempla una vida semejante, se siente impulsado a exclamar, lleno de admiración: «¡Qué hombre más piadoso y mortificado!».

 

Pero la segunda parte de la frase se basa también sobre la experiencia de la vida. Fino conocedor de las almas y guía experimentado, Francisco no se deja engañar por las obras y apariencias externas. Sabe perfectamente que hay muchas personas que hacen todo esto sólo para servir a su propio «yo», a su propia vanidad y orgullo, recreándose y contemplándose en el destello de sus buenas obras. ¡Francisco señala aquí un peligro muy real! Hasta en las prácticas de piedad, que deberían ser sólo y exclusivamente un servicio divino, puede ser uno idólatra del propio «yo». Incluso estas prácticas pueden hacerse por vanagloria, para que las observen los demás y le admiren a uno.

 

Desde luego, esta contracción sobre el propio «yo», esta divinización del propio «yo», fácilmente instalable en la vida de piedad, no puede mantenerse oculta. Y es asombrosa la precisión con que nuestro Padre indica los síntomas que ponen de manifiesto esta actitud trastocada. El primero: quienes obran movidos por esta actitud, se escandalizan y permanecen alterados durante días por una sola palabra que parece ser una injuria para sus cuerpos, para su querido «yo». En realidad, no es una injuria, simplemente parece serlo. Y, ante ella, se salen en seguida de sus casillas y ya no se recobran. Cuando se les dice algo que no les sienta bien, se irritan y manifiestan claramente con su comportamiento, con el semblante, con interminables lamentaciones, que se les ha ultrajado, que se ha actuado injustamente con ellos, y que están muy ofendidos por la injuria inferida a su «santa persona».

 

El segundo síntoma es éste: se escandalizan y en seguida se alteran por cualquier cosa que se les quite, aunque se trate de una simple escoba o de una estampita (¡así ocurre a veces!). Lo mismo les sucede cuando se les niega algo a lo que creen tener derecho, ¡aunque sea un mero recreo!

 

No hace falta explicar con ejemplos concretos estos dos síntomas tan característicos e identificativos. Ambos demuestran que quien nos está hablando, Francisco, conoce perfectamente la realidad de nuestra vida.

 

«Estos tales no son pobres de espíritu, porque quien es pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a los que le golpean en la mejilla (cf. Mt 5,39)».

 

Estos tales no son pobres de espíritu: he aquí una conclusión chocante a primera vista. ¿Por qué no son pobres de espíritu? Porque, en realidad, no viven sin nada propio. Han convertido su piedad, su cumplimiento fiel y estricto, sus buenas acciones, en un dominio del que se sienten orgullosos, que llevan siempre consigo y con el que esperan obtener en el cielo una corona engalanada con piedras preciosas. Permanecen siendo esclavos de su propio «yo». Carecen de pobreza interior y exterior, pues están enamorados de sí mismos y todo en su vida, hasta la piedad y Dios (¡esto es lo más tremendo!), ha de girar en torno a su querido «yo». Y donde el hombre pone a Dios a su propio servicio, no puede haber Reino de Dios; sólo hay Reino de Dios cuando el hombre sirve a Dios, y lo sirve sin reservas.

 

También aquí nos propone Francisco dos criterios infalibles que nos descubren si realmente somos pobres de espíritu: el primero consiste en odiarnos a nosotros mismos, exigencia que el Señor nos impone varias veces en el Evangelio. Formulémosla con otras palabras: posponerse a sí mismo, negarse a sí mismo. Quizá podríamos decirlo de forma aún más práctica para nuestra vida de cada día: no darnos tanta importancia; o bien: sabernos dependientes de Dios, aceptar todo como un don de Dios, pues es el Señor quien habla y actúa en mí. Esta es la pobreza de espíritu, de la que afirma san Buenaventura con una frase lapidaria: «El Señor coronará en nosotros sólo el don que Él nos dio». Normalmente creemos que el Señor va a coronar en nosotros lo que nosotros hemos hecho. «No -dice san Buenaventura-, lo que el Señor coronará es sólo el don que Él nos dio». Aquí podemos percibir esa pobreza de espíritu, que se sabe en todo don de Dios.

 

El segundo criterio consiste en amar a los enemigos. El amor a los enemigos será siempre el signo distintivo más seguro para saber si uno es cristiano. El amor a los enemigos permite conocer si uno se ha vencido a sí mismo en seguimiento de Cristo, como vimos en la Admonición 9.ª. El amor a los enemigos permite diagnosticar quién es verdaderamente pobre: en tanto me sienta ofendido, mientras me sienta injuriado, sigo teniendo exigencias. A quien es pobre de verdad, nadie puede quitarle nada, nadie puede arrebatarle la paz interior.

 

 

II. CÓMO VIVIR LA AUTÉNTICA POBREZA DE ESPÍRITU

 

Esta Admonición nos demuestra que Francisco es un director espiritual muy certero. Si nos sumergimos en estas palabras tan cristalinas, tan transparentes y sencillas, en estas máximas tan simples en el mejor sentido de la palabra, contemplándolas desde dentro y meditándolas pausadamente, veremos cómo se nos abre un mundo nuevo. Cada Admonición, y cada una de sus frases, contiene en cierto modo a todas las demás. Y así ocurre también en la presente. Apliquemos un poco más directamente a nuestra vida sus puntos principales.

 

1. En primer lugar, quizá convenga fijar nuestra atención en un problema que Francisco coloca aquí en primer plano: la tensión existente entre lo interno y lo externo, entre las obras externas y la actitud interior. Francisco nos sitúa ante la antiquísima cuestión de la unidad entre el pensar y el obrar, problema que gravita sobre el ser humano a causa del egoísmo tan enraizado en nosotros como consecuencia del pecado original, y que nuestro Padre aplica en el presente caso al ámbito de la piedad y de la vida al servicio de Dios. Esta unidad exige siempre dos cosas. En primer lugar, la actitud interior ha de encarnarse en la acción exterior. En mi opinión, hoy día esto debe subrayarse con fuerza. Si las actitudes interiores no cristalizan en obras, se volatilizan, pues el ser humano, que es un ser corporal-espiritual, no puede prescindir de la concretización. La intención que no cristaliza en acción concreta, fácilmente es sólo mera fantasía, y un cristianismo «puramente espiritual», al igual que un cristianismo «puramente humano», ni es humano, ni es cristianismo. En segundo lugar, la acción externa ha de estar siempre apoyada, informada y moldeada por su correspondiente actitud interior. La actitud interior determina el auténtico valor de las acciones, especialmente su valor ante Dios. Esta distinción es tan clara desde el punto de vista teórico, como difícil de aplicar a la vida práctica. Francisco es muy consciente de ello cuando nos indica aquí que la pobreza de espíritu es la actitud fundamental del actuar cristiano, sobre todo en el ámbito de la piedad, y que sin ella es imposible la realización del Reino de Dios.

 

¡Nos encontramos aquí ante una cuestión muy difícil! Y esta dificultad, naturalmente, afecta también al campo de la formación y de la dirección de las personas a nosotros confiadas. A veces exigimos obras, resultados palpables. (¡Y hay ocasiones en las que tenemos la obligación de exigirlas, para mantener el orden exterior de nuestra vida comunitaria!). Sin embargo, nunca creamos que todo está «en orden» simplemente porque lo externo funciona y marcha estupendamente. No nos quedemos tranquilos porque la vida externa transcurre sin tensiones. Puede ocurrir que no todo esté en orden. Mucho más hemos de preocuparnos siempre de que en el seno de ese orden haya una correcta actitud interior, y de que las acciones broten de esta actitud interior. No se trata de consolidar mecánicamente a los jóvenes en la observancia externa de la vida conventual; antes bien, debemos mostrarles que todo debe crecer a partir del auténtico amor a Dios, amor que sólo puede florecer en la pobreza de espíritu.

 

2. Francisco nos indica cuatro notas o criterios distintivos para conocer el camino de la pobreza de espíritu. Los dos primeros son de tipo negativo, y los otros dos de tipo positivo. Veámoslos por separado.

 

Criterios de tipo negativo: basándose en los dos primeros criterios distintivos, hay que decir que uno no es buen religioso simplemente por hacer muchas obras externas de piedad. También las hacían los fariseos, y el Señor los reprobó. Lo que importa es que seamos interiormente libres de nosotros mismos, que no hagamos nada al servicio del propio «yo». ¡Examinemos siempre si estamos liberados de cualquier apego al propio «yo»! Aquí, me parece, debemos recordar algo muy importante: a todos nos ha afectado el pecado original y, por tanto, todos estamos, por naturaleza, un poco enamorados de nosotros mismos. ¡De una u otra forma, todos tenemos la convicción de que si los demás fueran como nosotros, la Orden podría sentirse satisfecha! Es algo que no decimos en alta voz, pues todos hemos estudiado ascética; pero, de un modo o de otro, todos tenemos esa convicción, aunque nos cueste admitirlo. Por eso, si nos examinamos a nosotros mismos sin la ayuda de otros, difícilmente logramos ver cómo somos de verdad; y es que, cuando hacemos este examen de conciencia, ¡somos nuestros mejores abogados defensores, alegando circunstancias atenuantes que nos exculpen! Por eso necesitamos de un hermano o una hermana que nos ayude a efectuar este examen. De ahí la importancia de tener en nuestra vida fraterna a alguien que nos ayude a conocernos y nos abra los ojos para que nos veamos tal como somos. Quizá sea éste el más importante servicio del amor fraterno. Pero, ¿quién acepta este servicio? ¿No permanecemos alterados durante días cuando alguien nos abre los ojos sobre nosotros mismos? Llegamos muy lentamente a darnos cuenta de lo que los demás han visto rápida y certeramente. Nuestro autoenamoramiento nos impide vernos con objetividad. Cuando reconocemos que se trata de algo que simplemente parece una injusticia, pero que en realidad es algo salvífico, y sólo entonces, somos pobres de espíritu.

 

3. Basándonos sobre los otros dos criterios, los de signo positivo, veamos si somos interiormente libres para Dios y su obra; pues, al igual que respecto a la obediencia (cf. Admonición 2.ª), en el tema de la pobreza, y concretamente en el de la pobreza de espíritu, de lo que se trata es de desembarazarnos de todos esos obstáculos existentes entre Dios y nosotros, y que nos impiden llevar a plenitud la obra del Señor. Para ser auténticos ciudadanos del Reino de Dios, hay que remover todos esos obstáculos. Con estos dos signos distintivos podemos comprobar si seguimos a Cristo en pobreza (primer signo: se odia a sí mismo) y humildad (segundo signo: ama a sus enemigos), seguimiento al que nos llama encarecida y repetidamente san Francisco: «Empéñense los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1). ¡Esta frase abarca todo el ámbito del ser pobres de espíritu! Y hemos de procurar llevarla a la práctica, de verdad, sin desfallecer nunca; pues sólo quien tiene la pobreza de espíritu es un auténtico hijo, una auténtica hija del Pobre de Asís, un auténtico franciscano. El Reino de Dios se realiza en quien se desembaraza de todos los obstáculos que se interponen entre él y Dios. Quien así actúa, sirve al Reino de Dios como un auténtico franciscano, y participa del Reino de Dios.