Meditación sobre la Admonición 12.ª de San Francisco
En la carta a los Romanos afirma san Pablo que los cristianos son hombres que viven, no según la carne, sino según el espíritu, porque -continúa diciendo- «los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne son contrarias a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es cristiano» (Rom 8,4-9).
Lo que designa aquí el Apóstol con el término «carne», no es tanto el cuerpo humano en oposición al alma; ni tampoco lo sexual, considerado como sede de los bajos instintos; sino, más bien, todo cuanto en el hombre, gravado por el pecado original, es «contrario a Dios», cuanto en nosotros se opone a Él y a su voluntad, es decir, nuestro propio «yo» que, a consecuencia del pecado original, es autocrático, arbitrario, vanidoso, caprichoso, y constantemente nos impide ser auténticos siervos y siervas de Dios. Es nuestro «yo», que dice: «Ha de ser como yo quiero, no como quieres tú» (cf. Mt 26,39.42; 2CtaF 10); nuestro «yo», que no quiere servir a Dios, antes bien querría que todo estuviera a su propio servicio. Por eso, «quien quiere servir a la carne, no puede agradar a Dios». Ahora bien, esto no debe acontecer entre nosotros, los cristianos, «ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros». En efecto, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Mediante el bautismo, el cristiano ha sido liberado de toda dependencia de sí mismo y de la esclavitud del propio «yo»: «no somos deudores de la carne para vivir según la carne» (Rom 8,12), sino hijos de Dios que se dejan guiar «por el Espíritu de Dios» (Rom 8,14).
Puesto que Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, cumpliendo así su plegaria: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39.42; 2CtaF 10), hemos sido redimidos y liberados de la esclavitud de Satanás, y cuánto más de la de nuestro propio «yo» (véase Adm 10). Mediante el bautismo podemos ser personas que se dejan guiar, no por el espíritu del propio «yo», sino por el Espíritu del Señor. A partir del bautismo, y más aún desde la confirmación, está vigente para nosotros la palabra del Apóstol: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19). No está el cristiano alejado de Dios, en la ribera de su propio «yo», sino íntimamente vinculado a Dios, en la ribera de Dios. Por tanto, no es esclavo del propio «yo», sino siervo de Dios (véase Adm 11). Y ser siervo de Dios significa también ser rey, como reza la Iglesia; significa ser obediente, ser hijo de Dios, dejarse guiar en todo por el Espíritu de Dios, el espíritu de filiación: «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17).
Este es el gran don gratuito de la salvación. ¡Tan cerca estamos de Dios, tan íntimamente unidos a Él! El Espíritu de Dios vive en nosotros; somos santuarios del Espíritu Santo.
Si nos detuviéramos a meditar esta realidad, podríamos perder el aliento. Es verdad: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). ¿Podremos jamás llegar a comprender plenamente este milagro del amor divino, esta elevación a la vida íntima de Dios, totalmente inmerecida por nuestra parte? ¡Cuán agradecidos tendríamos que ser por estas maravillas realizadas por Dios! ¡No deberíamos aceptarlas con tanta naturalidad e indiferencia! ¡Si nos supiésemos siempre beneficiarios del amor misericordioso de Dios, que se inclina sobre nosotros y quiere elevarnos hasta Él! ¡Agradezcámoselo de palabra y de obra!
¡Y la gratitud de obra es decisiva! Consiste ante todo en «dejarnos guiar por el Espíritu de Dios», en permanecer abiertos a la acción del Espíritu Santo. Y no olvidemos nosotros, los religiosos, que los tres votos deben mantenernos abiertos, a fin de que el Espíritu de Dios pueda actuar sobre y en nosotros, y a través nuestro, libremente y sin traba alguna.
Nuestro padre san Francisco comprendió hondamente todo esto y lo hizo vida propia. Su enseñanza sobre el Espíritu del Señor, que debe vencer al espíritu de la carne, es decir, a nuestro propio «yo», es el centro de su doctrina sobre la vida cristiana. Todos sus seguidores deben anhelar, por encima de todo, «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,9). Francisco habla continua e insistentemente de este tema, sobre el que trata también la presente Admonición.
«Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es opuesta a todo lo bueno, sino, más bien, se considera a sus ojos más vil y se estima menor que todos los otros hombres» (Adm 12).
I. DEL PROPIO YO AL ESPÍRITU DEL SEÑOR
«Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor...».
En su Admonición 12 Francisco ofrece a sus seguidores tres signos distintivos, tres señales que, en un sincero examen de nuestra propia vida, nos ponen de manifiesto si el Espíritu del Señor puede actuar y desenvolverse en nosotros con libertad y sin obstáculos; si tenemos «el espíritu del Señor y su santa operación»; si siempre y en todo nos dejamos guiar por el Espíritu de Cristo; si permanecemos unidos al Señor y formamos un solo espíritu con Él: en el pensar, en el juzgar, en el querer y ambicionar, en el obrar. Estos signos distintivos permiten reconocer, por decirlo brevemente, si nuestra vida gira en torno a nuestro propio «yo» o si, por el contrario, es Dios quien está en el centro; si lo que importa, en todo y siempre, es sólo Dios y no nosotros mismos. Queda, pues, patente que se trata de tres signos distintivos de la vida en penitencia evangélica; ellos nos indican si somos hermanos y hermanas de penitencia que se han desvinculado completamente de sí mismos y se han entregado por entero a Dios (cf. Test 1ss).
1. «... si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es opuesta a todo lo bueno...».
Nada acentúa tanto Francisco, también en sus Admoniciones, como la primitiva verdad bíblica de que Dios es el dador de todo bien. De Él procede cuanto de bueno hay en nuestra vida: «Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias...» (1 R 17,17-18). «Después del pecado todas las cosas se nos dan como limosna, y el gran Limosnero reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a los que desmerecen» (2 Cel 77).
Esta conciencia es el fundamento de la importantísima pobreza interior, la auténtica pobreza de espíritu, que ve en todo un regalo inmerecido entregado por la bondad generosa de Dios. El que es pobre ante Dios, ve en todo lo bueno una acción del Espíritu del Señor que habita en nosotros. En todo bien se sabe deudor de gracias frente al Espíritu del Señor.
Pero como nuestra carne, nuestro «yo», es siempre opuesta a todo lo bueno, quisiera incautarse de los bienes de Dios: «Y ya, para no dejar nada al alma, reclama el óbolo de las lágrimas» (2 Cel 134). Nuestro «yo» querría atribuir todo a su propio querer y poder, querría poseer todo como si fuese su propio tesoro. ¡Cuántos sucumben a este peligro, acumulando tesoros de virtud que atribuyen con orgullo a sus propios méritos! Por eso nos exhorta san Antonio a ser muy precavidos: «Es difícil llevar a cabo grandes acciones sin alimentar ninguna complacencia por ellas» (Homilía en el 14 domingo después de Pentecostés). ¡Si tan grandes santos experimentaron este peligro, cuán vigilantes deberemos permanecer nosotros frente a nosotros mismos!
El primer signo distintivo para conocer que no se tiene el Espíritu del Señor, sino que se está dominado por el espíritu idolátrico del propio «yo», consiste, por tanto, en la vanidad. Por eso, el siervo de Dios, impregnado del Espíritu del Señor, persevera en la pobreza interior, que toma muy en serio la verdad de que todo bien de Dios procede y a Él le pertenece.
2. «... sino, más bien, se considera a sus ojos más vil...».
Suprimamos, de lo que en la actualidad somos y tenemos, todo cuanto Dios ha hecho en nosotros y por nosotros desde el día de nuestro bautismo y de nuestra confirmación, de la primera confesión y comunión, a lo largo de nuestra vida en la cristiana casa paterna y a lo largo de nuestros años de vida religiosa; ¿qué es lo que nos resta? Si hacemos este sincero examen de conciencia, aparecerá con toda viveza ante nuestros ojos cuán insignificantes y viles somos: «Pues nosotros, por nuestra culpa, somos hediondos, míseros y opuestos al bien y, en cambio, prestos e inclinados al mal» (1 R 22,6). ¡Qué seríamos y qué tendríamos, si Dios no se hubiese apiadado siempre de nosotros! Esta sinceridad frente a nosotros mismos, y que «da a Dios lo que es de Dios», es la base de la humildad cristiana. El hermano menor y, por tanto, humilde, vive en permanente acción de gracias a Dios, dador generoso. Ha vencido la carne, su propio «yo», pues atribuye todo al Espíritu del Señor que actúa en nosotros.
Esta humildad es, por consiguiente, el segundo signo distintivo para saber si un siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor. En tal humilde siervo de Dios ha sido vencida la soberbia, que destruye nuestra vida en el Reino de Dios y nos lleva a la ruina, como drásticamente manifiesta san Antonio: «¿Puede haber algo, para Dios y los hombres, más odioso y horrible que la soberbia de un religioso? El cielo no sirvió de ninguna ayuda a los ángeles soberbios; ¿cómo puede el convento ayudar a un religioso orgulloso?» (Homilía en el 20 domingo después de Pentecostés). ¡Debemos, por tanto, como siervos y siervas de Dios, tener siempre presente cuán viles somos!
3. «... y se estima menor que todos los otros hombres».
El tercer signo distintivo expuesto por Francisco contiene la exigencia más difícil. Es una exigencia que llega hasta el nervio más sensible de nuestro yo. ¡Seamos sinceros! Cada uno de nosotros, en lo más secreto de sí mismo, está convencido de ser algo. Cuando, naturalmente en lo más secreto, nos comparamos con otros, estamos convencidos de ser más y mejores que ellos; nos resulta entonces realmente muy difícil considerarnos peores y menores que todos los otros hombres.
En cambio, Francisco nos indica que este punto de partida es falso. No debemos compararnos con los demás; eso conduce sólo, y demasiado fácilmente, a la vanidad y presunción. Por eso amonesta atinadamente san Antonio: «El pecador debe tener siempre delante de los propios ojos toda su actuación, considerarla a menudo concienzudamente con espíritu de remordimiento y producir, así, frutos de penitencia (cf. Lc 3,8). Quien tiene continuamente ante los ojos su propio yo, sólo encontrará motivo de llanto» (Homilía en la fiesta de la Conversión de san Pablo).
Según el contexto de toda esta Admonición, sólo una cosa importa: contemplar el amor de Dios y la operación de su Espíritu en nuestra vida. Si analizamos nuestra vida a la luz del amor que Dios nos ha tenido y a la luz de su acción en nosotros, queda patente cuántas cosas hemos omitido y descuidado. Si tenemos presentes todas las gracias que no hemos aprovechado, nos damos cuenta de que somos más viles que todos los hombres. Comprendemos entonces con mayor profundidad la frase de san Francisco, que ya no nos parece una mera exageración piadosa: «Me parece que soy el más grande de los pecadores, porque, si Dios hubiese tenido con un criminal tanta misericordia como conmigo, sería diez veces más espiritual que yo» (2 Cel 123; cf. 2 Cel 133).
El sincero conocimiento de uno mismo, sobre todo a la luz de las muchas gracias recibidas de Dios, es, pues, el tercer signo distintivo para saber si un siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor y no se autocontempla con los ojos de la carne, con los ojos de su idolatrado «yo».
II. ¿NOS CONSIDERAMOS MENORES QUE LOS DEMÁS?
Con mano segura descubre Francisco en esta «palabra de amonestación» las heridas secretas del alma. Y, fino conocedor del ser humano y guía eficaz de las almas, muestra el remedio con mano no menos segura. En sus claras y sencillas palabras percibe cada uno de nosotros que puede confiarse con toda tranquilidad a este maestro de la vida espiritual. Lo que aquí quiere Francisco es que nuestra vida cotidiana esté moldeada e impulsada por el Espíritu del Señor. Aclarémoslo un poco más, con las siguientes indicaciones:
1. ¿Nos dejamos guiar por nuestra carne, por nuestro propio «yo», o por el Espíritu del Señor? ¿Nos esforzamos verdaderamente en «tener el espíritu del Señor y su santa operación» en nuestro pensar, en nuestros juicios, en nuestro comportamiento? Estas preguntas son decisivas para nuestra vida cristiana.
Es cierto que, mediante la acción salvífica de los sacramentos, hemos sido hechos hijos de Dios: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1). Deberíamos sentirnos muy felices por este regalo de la gracia. Pero, en esta alegría por el nuevo ser que hemos recibido, no debemos olvidar la tarea: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom 8,14). ¿Somos, pues, hijos de Dios por el amor que se nos ha dado y por una vida de amor obediente al Espíritu del Señor? ¿Somos hijos de Dios en el ser y en el obrar? ¿Nos esforzamos con esmero en seguir en todo el Espíritu del Señor y no el espíritu del propio «yo»? ¡Así es como perfilamos nuestra nueva tarea de cada día!
2. Una y otra vez surge la pregunta sobre si nos esforzamos bastante en alcanzar la pobreza interior. ¿Damos, hasta sus últimas consecuencias, en nuestro comportamiento interior y exterior, a Dios lo que es de Dios? ¿Atribuimos a Dios, liberados de toda vanidad y presunción, cuanto de bueno hay en nuestra vida, sabedores por la fe de que el siervo de Dios lo ha recibido todo del Señor? «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Francisco tomó muy en serio esta palabra del Apóstol. Como demuestran sus escritos, hizo que penetrase con toda fidelidad hasta en los mínimos detalles de su vida de cada día. Así es como permaneció pobre ante Dios, abierto por entero a la acción del Espíritu del Señor. Al no apropiarse de nada para sí mismo, Dios pudo actuar libremente por su medio.
De otra parte, también deberíamos preguntarnos si tomamos realmente en serio esta actitud hacia Dios. ¿Vemos en el descuido de la misma algo pecaminoso? San Antonio no vacila en ver, incluso, una forma de negar a Dios y, por tanto, algo que perturba sensiblemente nuestra relación personal con el Señor: «Quien se atribuye a sí mismo el bien que hace, niega abiertamente la gracia de Dios» (Homilía en el 13 domingo después de Pentecostés). Roba lo que es propiedad de Dios y quiere convertirlo en su propiedad personal. Sólo la pobreza interior puede preservarnos de esta gran desgracia.
3. ¿Nos esforzamos bastante en conseguir un conocimiento sincero y auténtico de nosotros mismos, que es el fundamento imprescindible de la humildad? ¿O nos parece exagerada la exigencia de Francisco de estimarnos menores que todos los otros hombres? Sin embargo, deberíamos cumplir esta exigencia. Tal vez nos ayude a ello una palabra del beato Gil: «Cuando meditas en los beneficios de Dios, deberías bajar la cabeza. Y deberías bajarla también cuando meditas en tus pecados» (Dicta, cap. IV). Según otra frase del beato Gil, debemos considerarnos frente a los demás tal como nos consideramos ante Dios: «Dichoso quien se considera ante los hombres tan vil como ve que realmente es delante de Dios» (Dicta, ibíd.). Así pierde el hombre toda soberbia y orgullo, todo espíritu de la carne, pues lo espera todo del Espíritu del Señor y de su santa operación. Y entonces cumplimos la exhortación del Apóstol: «Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás» (Flp 2,3-4).