Meditación sobre la Admonición 11.ª de San
Francisco
En la Admonición 10 exponía san Francisco cómo deben comportarse sus seguidores ante el pecado en la propia vida. En la presente, habla del pecado en la vida de los demás y de cómo debe, en tal caso, comportarse el franciscano. Trata, pues, de un tema muy importante, de gran transcendencia para nuestra vida religiosa personal y, sobre todo, para nuestra vida comunitaria en fraternidad.
La Iglesia, en tanto que peregrina en este mundo y que va aproximándose a la perfección, es Iglesia de pecadores y está amenazada, en cuanto esposa sin mancha de Cristo, por las debilidades y los pecados de sus miembros. Lo mismo les sucede a nuestras comunidades, que son grupos humanos de la Iglesia. Mientras la Iglesia santa sea, a la vez, Iglesia de pecadores, y así lo será hasta el momento en que el Señor, en su segunda vuelta, la lleve a la perfección, seguirán manifestándose en nuestra vida religiosa ambos aspectos, la santidad y la pecaminosidad. Francisco conocía bien esta realidad. Y por eso dirigió a sus seguidores numerosas «palabras de amonestación», con las que les indicaba cómo debían comportarse. Una de las más importantes es precisamente la Admonición 11, a la que vamos a dedicar una seria reflexión.
«Nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del pecado.
»Y sea cual fuere el pecado que una persona cometa, si, debido a ello y no movido por la caridad, el siervo de Dios se altera o se enoja, atesora culpas (cf. Rom 2,5).
»El siervo de Dios que no se enoja ni se turba por cosa alguna, vive, en verdad, sin nada propio.
»Y dichoso es quien nada retiene para sí, restituyendo al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21)» (Adm 11).
I. DISGUSTO POR EL PECADO Y AMOR AL PECADOR
«Nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del pecado».
En esta frase lapidaria emplea Francisco, por primera vez, la expresión siervo de Dios, expresión que seguirá apareciendo con frecuencia en las Admoniciones siguientes. Este concepto proviene claramente de la Biblia. Los profetas del Antiguo Testamento llaman «siervo de Dios» al Mesías. Y, como atestiguan los Hechos de los Apóstoles, así es como la Iglesia primitiva designaba a Cristo. Con el nombre de «siervo de Dios» designa también Cristo en particular a los ciudadanos del nuevo Reino de Dios. ¿Y no se autocalifica también María, en el momento decisivo de su vida, como sierva, como «esclava del Señor» (Lc 1,38)? Siervo de Dios, sierva de Dios, es la persona que, como Cristo, se pone totalmente a disposición de Dios, la persona que reconoce siempre y en todo el señorío real de Dios, en una palabra, el hombre subordinado al señorío de Dios. Quien se pone a total disposición de Dios como Señor y acepta y hace suya la voluntad de Dios, es verdaderamente ciudadano del Reino de Dios.
El siervo de Dios no vive según su propio arbitrio, sino en dependencia total de Dios (N.B.: ¡Los tres votos quieren justamente hacernos tales siervos y siervas de Dios!). Puesto que el siervo de Dios tiene siempre fijos los ojos en el Señor y Rey del Reino de Dios (cf. Sal 122) y actúa en todo según Él, acepta los pensamientos de Dios, es decir, su propio pensamiento se ajusta en todo a lo que Dios piensa. El siervo de Dios asume, por tanto, el querer de Dios y ambiciona ajustarse a la voluntad de Dios. Por eso está vigente en su vida la exhortación de san Pablo: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos» (Ef 5,1). Mirando obedientemente a Dios, va asemejándosele cada vez más como hijo de Dios, como hijo del Padre que está en los cielos. No es «siervo», esclavo del Señor, por obligación, porque no le queda más remedio, sino por ser su hijo.
Ambas realidades, «ser siervo de Dios» y «ser hijo de Dios» son simplemente dos aspectos de un mismo hecho: la obediencia constante a Dios, Señor y Padre. Ambos aspectos tenemos que considerarlos conjunta y unitariamente, a fin de que el amor a Dios no se degrade convirtiéndose en un amor meramente sentimental y «devoto», sino que sea un amor que respeta las distancias y se mantiene puro. Dios es el «Todo Otro», y debemos acercarnos a Él con el máximo respeto y con humildad, como Francisco: «¿Quién sois vos, Señor, y quién soy yo?».
A quien, como siervo de Dios, tiene siempre los ojos fijos en el Señor y se comporta según Dios en el pensar, en el querer y en el juzgar, en todas sus acciones y omisiones, nada debe disgustarle fuera del pecado. Todo lo demás lo recibe de manos de Dios; en todo lo demás se somete a 1a mano conductora de Dios. Una sola cosa debe disgustarle, sólo una cosa debe odiar: el pecado. Pues el pecado va contra Dios. El pecado convierte al hombre en esclavo del diablo, el antagonista de Dios. Por el pecado el hombre sale del orden de Dios y trata de erigir un orden propio que, puesto que va contra Dios, es un desorden y produce caos. El pecado es siempre un deterioro del Reino de Dios, puesto que con él los hombres dejan de ser siervos de Dios. De ahí que nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del pecado. El siervo de Dios tiene que aborrecer y odiar el pecado con un odio profundo. No debe hallar ninguna complacencia en él, ni coquetear con él, ni acostumbrarse nunca a él. Y no debe disgustarle al siervo de Dios por amor propio, por altivez moral, sino por amor a Dios, para mantener nuestras relaciones con Dios.
«Y sea cual fuere el pecado que una persona cometa, si, debido a ello y no movido por caridad, el siervo de Dios se altera o se enoja, atesora culpas (cf. Rom 2,5)».
Tenemos que odiar el pecado y apartarnos cada vez más de él por ser un acto opuesto a Dios. Pero la situación cambia por completo cuando se trata de cómo debemos comportarnos con la persona que peca. Muchos, también muchos religiosos, se escandalizan de quienes pecan, los condenan con dureza y no quieren saberse nada con ellos. Francisco nos descubre aquí el motivo de semejante comportamiento: quienes así actúan, se creen mejores, están orgullosos de su presunto tesoro de virtudes, piensan que son especiales. Considerándose «mejores», se creen estar por encima de quienes pecan, los juzgan desde arriba y los condenan. Están íntimamente convencidos de que a ellos nunca podría ocurrirles tal cosa. Son los cristianos fariseos, llenos de vanidad por sus méritos piadosos y repletos de desprecio hacia los demás: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres» (Lc 18,11).
La raíz de esta actitud es, naturalmente, el egoísmo, el enamoramiento de uno mismo. En tales personas todo gira en torno a su propio «yo», hasta la piedad. No son siervos de Dios, sino siervos de su propio «yo». Los tesoros que creen poder exhibir y en base a los cuales se alzan por encima de los demás, son, como afirma aquí Francisco con toda nitidez, un atesorar culpas, que ellos acumulan para su propia perdición.
El siervo de Dios se mueve por caridad. Le aflige el pecado, el rechazo, pues con éste se interrumpe el amor entre Dios y el pecador, ya que el hombre se atreve a sublevarse contra el señorío de Dios y quiere colocarse por encima de Dios. Ante tal situación, hace falta amor, como dice Francisco en otra ocasión: «Y, si vemos u oímos decir o hacer mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19). Quien ama a Dios, procurará no dejarse vencer por el mal, y vencer el mal con el bien (cf. Rom 12,21). Por eso aumenta en él el amor a quien peca como una franca voluntad de ayudarle para que recobre el amor a Dios. Vive poniendo en práctica la exhortación del Apóstol: «Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por vosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 4,32-5,2). Esta es la única actitud correcta del cristiano ante quien peca.
«El siervo de Dios que no se enoja ni se turba por cosa alguna, vive, en verdad, sin nada
propio.
»Y dichoso es quien nada retiene para sí, restituyendo al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21)».
Con esta frase, la exhortación de san Francisco toma un sesgo sorprendente y, tal vez, también inicialmente incomprensible. Francisco sigue exponiendo la misma verdad desde el punto de vista de la pobreza interior: Quien vive, en verdad, sin nada propio y no retiene nada para sí mismo (CtaO 29), sabe que todo bien proviene de Dios (Adm 7,4; 8,3). Y restituirá siempre y en todo a Dios lo que le pertenece. Como siervo fiel de Dios, no se apropia nada, pues se sabe en todo regalo de Dios. Y restituye a Dios lo que es de Dios. Y puesto que es completamente pobre y restituye todos los bienes a Dios (cf. 1 R 17,17-19), no tiene motivo alguno para enojarse o irritarse con el que peca. Confesará Francisco: «Me parece que soy el más grande de los pecadores, porque, si Dios hubiese tenido con un criminal tanta misericordia como conmigo, sería diez veces más espiritual que yo» (2 Cel 123; cf. 2 Cel 133).
Esta es la actitud del auténtico pobre, que vive, en verdad, sin nada propio. Esta es, también, la auténtica humildad, sin la cual es imposible un verdadero amor fraterno al pecador. Cuando el siervo de Dios está repleto de esta pobreza y humildad, puede mantenerse vivo y eficaz el amor que aquí se exige. El fariseo soberbio y orgulloso, convencido de su propia autojustificación, no es nunca pobre ni humilde y, por tanto, carece siempre de amor, es hiriente en sus juicios y despiadado en su comportamiento. No tiene una actitud de servicio al prójimo, sino que lo rechaza. Es completamente distinto de Dios, el Señor; y, por tanto, no es siervo de Dios.
II. LA HUMILDAD NOS PRESERVA DE JUZGAR
Aun cuando alguna de las expresiones de esta exhortación pueda parecer asombrosa al hombre actual, sin embargo, una reflexión atenta pone de manifiesto cuán actual es para nuestra vida franciscana. En primer lugar, nos muestra cómo Francisco pensaba realmente con mentalidad bíblica; y, por otra parte, que sus palabras sólo pueden comprenderse plenamente a partir de su riqueza bíblica. ¡Son, por tanto, una guía para una vida según la forma del santo Evangelio! Hay que subrayar, en particular:
1. ¿Vivimos como siervos de Dios, como siervas de Dios, tal como tantas veces nos reconocemos ser cuando rezamos los salmos y como lo exige aquí Francisco? Cuanto más seria y encarecidamente nos planteemos esta pregunta, tanto más descubriremos cuánta es la distancia que nos separa de esta exigencia, con qué poca gratitud respondemos a la gracia de Dios en la realidad de nuestra vida, qué poco contribuimos a que crezcan en nosotros los dones de Dios en el amor a Dios, hasta qué punto somos «ladrones» del tesoro de Dios (cf. 2 Cel 99), como describe el mismo Francisco en otra ocasión: «La carne (el propio yo) es el mayor enemigo del hombre: no sabe recapacitar nada para dolerse; no sabe prever para temer; su afán es abusar de lo presente. Y lo que es peor -añadía-, usurpa como de su dominio, atribuye a gloria suya los dones otorgados al alma, que no a ella (al propio yo); los elogios que las gentes tributan a las virtudes, la admiración que dedican a las vigilias y oraciones, los acapara para sí; y ya, para no dejar nada al alma, reclama el óbolo por las lágrimas» (2 Cel 134). Por eso hace falta un discernimiento serio y profundo. ¡Con este discernimiento crece por sí misma la humildad del siervo de Dios, esa humildad que nos hace modestos y nos preserva de todo juicio y condena severos!
2. ¿Nos disgusta el pecado en nuestra propia vida? ¿No demuestran las muchas disculpas de las que echamos mano con tanta facilidad que no hemos roto del todo con él? ¿Tomamos el pecado en nuestra propia vida tan en serio y nos disgusta tanto como el pecado en la vida de los demás? ¡Con este sincero autodiscernimiento crecerá en nosotros la auténtica humildad, que nos preserva de cualquier juicio inclemente y farisaico contra el prójimo que peca!
3. ¿Restituimos en todo a Dios lo que es de Dios? ¿Reconocemos que todo bien en nuestra vida es obra y, por tanto, propiedad de Dios? ¿Nos reconocemos, así, completamente pobres ante Dios? ¿Un regalo suyo? ¡No respondamos con demasiada facilidad! Todo esto implica un serio examen de conciencia, que sólo será provechoso si lo abarca todo. Tal vez aquí pueda ayudarnos también lo que dice san Antonio: «Hay cuatro clases de orgullo. Hay quien se atribuye a sí mismo el bien que hay en él; o, aun cuando dice que lo atribuye a Dios, cree, no obstante, que le ha sido concedido por sus propios méritos; o se vanagloria de poseer algo bueno, cuando en realidad no posee nada; o desprecia a los demás hombres y desea que todos los demás vean el bien que hay en él» (Homilía en el 11 domingo después de Pentecostés, cuyo evangelio es el del publicano y el fariseo: Lc 18,9ss). Así es como describe cuatro formas de orgullo, que es exactamente la antípoda de la pobreza de espíritu. Así es el fariseo, que se creía superior al publicano y daba gracias a Dios por no ser como los demás hombres (Lc 18,11). Sólo el saber profundo arraigado en la fe de que todo es un don de Dios, puede preservarnos de convertirnos en unos fariseos, orgullosos de los propios méritos y que se creen justificados por sus propias obras, que atesoran culpas y no salen justificados (Lc 18,14). ¡Sólo el auténtico pobre puede relacionarse con amor con el prójimo!
4. ¿Ayudamos movidos por caridad, como humildes y pobres, es decir, como franciscanos, a quienes pecan? ¿Ponemos en práctica la exhortación de san Francisco: «Y deben evitar airarse y conturbarse por el pecado que alguno cometa, porque la ira y la conturbación son impedimento en ellos y en los otros para la caridad» (2 R 7,3)? Si actuamos así, el amor de Dios no encontrará obstáculos y, por nuestro medio, el pecador podrá ser perdonado y reintegrado a Dios, como escribía san Francisco a un ministro: «Y en esto quiero conocer que amas al Señor y me amas a mí, siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales» (CtaM 9-11).
Para atraerlo al Señor. Esto sólo puede hacerlo el siervo de Dios que vive, en verdad, sin nada propio, y cuando «toda voluntad, en cuanto puede con la ayuda de la gracia» está dirigida a Dios «deseando con ello complacer al solo sumo Señor, porque sólo Él obra como le placeo (CtaO 15).
Así, pues, la Admonición 11 de san Francisco tiene una importancia especial para la vida comunitaria en nuestras fraternidades. ¡Quien actúa en todo guiado por ella, promueve el crecimiento del Reino de Dios, el reino del amor y de la paz! Y cumpliremos esa exigencia fundamental para la vida en el Reino de Dios que con tanto énfasis expone Pablo a los colosenses: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. El Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3,12-13).